Ernesto Correveredas, sentía el dulzor y la picazón en sus labios, abrasados por los juegos del placer, por la barba áspera y densa de Julián. Nunca deberíamos necesitar permiso para amar, necesitar el beneplácito social y familiar para esas transacciones de placer, juegos abrasadores que escapan a todo discernimiento.
Los Correveredas habían nacido con aquel pueblucho, eran de los de allí de siempre, no se entendía la historia de Torseco de Zarza, si ellos. Banco en la primera fila, reclinatorios en la puerta de la epístola, altares con su heráldica, casa blasonada y fincas dispersas por todo el termino, amen de estar emparentados con lo poco granado de la villa.
El vicio, elige por nosotros, escoge sin tener en cuenta rango y alcurnia, los besos más sublimes nacen en los arrabales, bocas carnosas que solo deberían abrirse para ser receptáculos de placer.
Julián Costa, era hijo de Mauricia Coín, casada con El Costa, como llamaban a Melitón, un pescador muy sarasa, que el pueblo sabia que no era el padre de ninguno de los hijos de La Mauri que llevaban el apellido Costa. Mauricia era una mujer ancha, despachada y sabrosa, de risa fácil y boca grande, una mujer que tras enviudar con tres hijos del fanfarrón de Fabián Zote, se casó con Melitón.
El Zote, era un hombrón, brabucón y pendenciero que desfloro y preño a La Mauri, cuando tenia sólo dieciséis años y que la desposó, tras ver que el churumbel era clavadito a él y cuando ya había preñado a La Coín, de nuevo.
El Zote, le dio muy mala vida a Mauricia, por eso siempre se sospecho que el trastazo en la cabeza que se lo llevo al otro barrio, se lo dio ella, harta de tanta golpiza y de estar encerrada en casa. Cuando alguien marginal como El Zote, se muere, poco o nada se investiga, y eso hizo el sargento, cerrar el caso considerando que el golpe fue accidental, algo que también corroboraron el medico y el juez, Don Fausto Correveredas Mendieta,
Y es entonces, cuando el circulo se cierra, y el primogénito de Don Fausto, Ernesto Correveredas, se prenda del recio Julián, el de La Mauricia, de su barba negra, de su duro pecho, del pedernal de sus brazos y sus piernas, de su parco discurso, de sus ojos de color miel y de su olor a mareas, se trastorna con sus mugidos y con sus embestidas, se enamora y se revuelca con él en la arena.