Los placeres negados son más placenteros, los placeres que se demoran, los que requieren de alambicados trámites, los que ocurren a escondidas.
Saltaban chispas cuando se miraban, cuando la buscada casualidad permitía que se rozaran sus dedos. El amor muda, cambia, tiene con mucha e interesada frecuencia, mucho de conformismo, mucho de conveniencia. Somos nosotros mismos los que nos convencemos de que debemos amar al conveniente. Pero el amor establecido no borra el deseo, es el deseo el que emborrona el amor prudente, el que ofusca y rinde, el que vence.
El placer es inconveniente, inoportuno, no obedece a proyectos, es una fiera que hay que domar, es amarga dependencia, es la cara oculta del que alardea de que es fiel, del autosuficiente, del honesto.
Ni las torres más altas se libran de tener fisuras.
No existe la fidelidad, sólo existe el miedo a ser infiel. El miedo a perder lo conveniente y lo inconveniente, el miedo a quedarse en el tránsito, en la vereda que no cría hierba, que va de uno a otro lecho.
Nadie hubiera imaginado, ni en la más alocada de las cábalas, que Marcela engañaba a Don Lucas, al Sargento del cuartel de Carpio de Mequinenza, y que no lo engañaba con un guardia, ni con uno de las clases sociales que ella frecuentaba, lo engañaba con Mateo, un quinqui al que su marido le tenía muchas ganas.
Mucha planificación y mucho sigilo requería aquel indómito placer, mucha cautela y silencio.
Mateo era de la familia de Los Comadrejas, se dedicaban a robar ganado principalmente, pero no hacían asco a nada que se les pusiera por delante. Don Lucas le tenía ganas porque aunque sin pruebas y sin ninguna certeza le hacía responsable de la cojera de un chaval, de un joven guardia, que perdió una pierna de un tiro, cuando intentó impedir un robo en casa de Frasquita la Siesa. el muchacho frustró el robo, pero del disparo de escopeta perdió la pierna. Mateo estaba detrás del tiro, pero sin pruebas y con testigos que lo hacían en otro sitio, era imposible que pagará por el delito. Fue así cómo se conocieron la mujer del Sargento y Mateo, en sus idas y venidas al calabozo, en las tomas de declaración en el cuartel, allí se vieron y allí se prendaron y de aquellas chispas el gran incendio.
En los cuarteles de pueblo, todo es cercano, de ese modo era Marcela la que les hacía la comida a los presos, vivían en el cuartel y eran unos cuantos cuartos más atender aquella tarea. Y entre los platos que van y que vienen y el roce de los dedos en las entregas (roce discreto porque no estaban solos en estas idas y venidas, siempre había un guardia, custodiando con celo a Mateo) surgió el indómito deseo.
Entre las paredes del cuartel no hubo nada entre ellos, tuvo que pasar más de un mes hasta que se volvieron a ver. Se encontraron en el autobus de linea, el iba sentado muy atras y ella se sentó delante. ambos iban a la capital, a diferentes asuntos, ambos tenían sus recados para ese día, y ambos tras salir del autobús y seguirse, olvidaron sus quehaceres y se centraron en el insatisfecho deseo, pulsión pendiente que reclamaba su quehacer. Más bien fue Mateo siguió a Marcela que se dejaba seguir, terminaron en una pensión en la Plaza Alta, en el barrio marginal de Orinaza, fuera del alcance de las miradas del pueblo, y allí encerrados hasta la justa hora del autobús de la tarde, Investigaron sus cuerpos, se amaron con furia, con violencia, se husmearon como fieras.Y allí vio claramente Marcela, lo que era tener hombría, gozar con un hombre, calmar un hambre que ni sabia que tenia, y sintió que en los gemidos que se le escapaba el alma y que en las embestidas olvidaba quien era y que su conveniente vida de casada era vulgar monotonía, ridícula y aburrida farsa.
Unas horas de placer ponen en jaque todo un proyecto de vida, cuestionan la infelicidad que genera rendirse a la sensatez, generan un terremoto que derriba el castillo de naipes de nuestra ramplona posición social.
Mateo era un delincuente, era un ratero, era el que había pegado un tiro en la pierna a Esteban, el joven guardia que ya no tenía futuro en el cuerpo, que ahora era un lisiado, un joven cojo y sin el porvenir que tenía programado. Esteban, era el favorito de Lucas, era su niño, su pupilo predilecto, lo fue desde que llegó. Por eso le tenía una enorme inquina a Mateo, había desbaratado los planes del muchacho, lo había desgraciado antes de que tuviera una novia, antes de que se casara ¿Qué partido era ahora Esteban? ¿Quien se casaría con él, por caridad?
La locura es ciega y no entiende de barreras, cruza mares y badea infiernos. Marcela se abrasaba en las ansias de repetir la jornada en la pensión, pero era tan difícil encontrar la oportunidad, coincidir con aquel delincuente, que de sólo pensar en él, se azoraba.
En la segunda vez, tambien intervino el destino, porque no tenían a nadie que les hiciera de Celestina, con lo cual todo era mucho más dificultoso. Era San Andrés, fiestas en el pueblo de al lado, allí, en Belicias, no había cuartel, sólo un puesto de guardia, ante la previsión de jaleos se tuvieron que ir dos parejas. Y Lucas estaba en una de ellas, salieron temprano para ir a la misa y volverían muy tarde, después de la verbena. Haciendo guardia en la puerta del cuartel de Carpio, quedaron a Salustiano y Blas.
Nada más salir su marido, se arregló Marcela y salió a la calle con la excusa de comprar huevos y unas bobinas de hilo, recorrió el pueblo esperando toparse con él, y lo encontró. En Carpio ese día había poca gente, estaban en las fiestas de San Andrés, ni siquiera estaba abierto el colmado de la Dolores. Se vieron y él a distancia la siguió hasta la iglesia, ella entró, y Mateo tras controlar que no había nadie entró también, ella estaba delante del altar de San Antonio, la verdad es que había elegido un buen altar. Mateo viendo que estaban solos, le dijo que lo siguiera. El ratero abrió la puerta de las escaleras del coro, ella pasó y él tras ella, cerrando la puerta. Subieron hasta el campanario y allí el que había sido monaguillo cuando era un muchacho, le dijo:
- Por esa puerta se entra a los desvanes, al camarote que hay sobre las bóvedas, aquí de chicos nos metíamos a fumar, en este sitio no nos va ver nadie.
Cerro Mateo la puerta de aquel palomar y se lanzó sobre ella, levantándole la falda y bajandole las bragas comenzó a besarle toda su entrepierna, mientras ella gemía como un agónico perrito, gemía y gemía, Marcela creía morir de placer. Y llegado su turno, hizo ella lo mismo con él, haciéndolo bramar, y lamiendo el derroche de vida que brotaba de su regia verga. Tras reposar de aquel desenfreno, le beso en la boca, sellando tan placentera alianza.
Mateo, se sentía vivo, se sentía poderosos tras estos episodios de placer a hurtadillas, pero tenía que buscar un emisario que celestineara en esta calentura, porque no podían comunicarse y las ocasiones no pintaban fáciles sin una mínima planificación.
Lucas, nada sospechaba, el Sargento estaba a sus asuntos, devaneado con sus guardias. Para él casarse era un paso lógico en la vida de un hombre, pues todo hombre necesita una mujer que le lleve la casa. El amor que el sentia por Marcela era necesidad, nunca mostró demasiado afecto por ella, ni le reclamo a ella tampoco afectó, sólo era un contrato, ella era su mujer y tenía que estar. No tenían hijos, no habían venido, Dios no se los había mandado.
Lucas, no era un hombre fogoso, su virilidad era un poco deficiente, se casó con Marcela porque era la solución a su vida en ese momento, era el salvoconducto para salir de su casa, habían sido tabla de salvación el uno del otro. El salia de las faldas de su madre y de su dominante padre, y ella del circulo de miseria de su familia.
Marcela no era de Carpio de Mequinenza, era de Cambroncino, una pequeña alquería hurdana. Marcela era una joven que se casó con un guardia porque eso era mucho mejor que servir o quedarse en el pueblo para vivir la misma vida había vivido su madre. Y ante ese panorama, ella prefirió volar.
Los engranajes de la pobreza sólo los conocen los pobres. Marcela se acomodo a vender su belleza y su docilidad al Don Lucas, el Sargento, porque desde su punto de partida a poco más podía aspirar.
El deseo llegó para quedarse, llegó para trastocar planes, llegó para llenar de brumas el presente de Marcela, para que arraigara en ella el germen de que siempre el destino nos depara algo mejor. Y la verdad es que no sabía si era mejor, pero lo que sí era, mucho más gozoso.
Mateo, convenció a Fidel, para que hiciera de correveidile, para que llevara recados, para que organizara encuentros. Fidel era un alfeñique, era un sarasa del barrio de Mateo, era amigo suyo de la infancia, había sido monaguillo como él, con Don Baltasar, el curita rojo. Con el curita que alquiló una casa para que se reunieron los muchachos y les compró, cuando transmitieron la boda de Balduino y Fabiola, un televisor para que estuvieran entretenidos y no se dedicaran a las travesuras, tambien compro para la casa un futbolín. Duró poco Don Balty, como lo llamaban los chavales, duró poco por las quejas de los ricos, por la carta que dirigieron al obispo acusándolo de comunista.
Desde esos años eran amigos, amistad afianzada en la marginalidad, el uno era un bujarrón que organizaba orgías para los ricos que echaron a don Baltasar y el otro un ratero que robaba los cuartos a esos mismos ricos.
El desempeño del zascandileo de Fidel, posibilitó muchos y discretos encuentros, y fue en esos encuentros donde Marcela y Mateo fueron organizando lo que a priori parecían imposibles, organizaron un futuro imperfecto, un futuro de pasión, huir ambos de las cárceles en las que vivían, empezar de cero, volver a empezar.
En Carpio, había una fábrica de harina que tenía doscientos trabajadores, La fábrica pertenecía al Gobernador y por esas licencias que se toma el poder, cada principio de mes llegaba al cuartel para ser custodiado una noche en la caja fuerte, los salarios de todos los empleados, ello era algo que sabían muchos, pero claro como iban a robar en un cuartel.
Fue Mateo, quien inoculo esta idea en Marcela, idea que Marcela compró, pues vio en ella, la posibilidad de comenzar de nuevo, de huir a Portugal con el importante botín, de partir en barco a Madeira y comenzar de nuevo allí.
La mujer del Sargento era pieza clave en todo este plan, pues sin ella nada era posible, ella dormía junto al custodio de la clave de la caja fuerte, y podía abrir la puerta del cuartel desde dentro para sacar aquella morterá de dinero.
Lo iban a hacer todo el veintiocho de diciembre, día de los Santos Inocentes, esa noche. Desde el 27 El dinero estaba en el cuartel, Fidel ya se lo había transmitido a Mateos. Ahí entraba Marcela en acción, que ya tenía el código de la caja fuerte que estaba en un despacho que daba al patio. Ella primero drogaría a su marido con un potente narcótico que le habían dado, cogería la llave de su bolsillo y desvalijaría la caja. Luego saldría por la puerta trasera del cuartel, que se abría desde dentro y saldría a un olivar y atravesándolo a oscuras se dirigiría al encuentro de Fidel y de Mateo, que esperaban en el Callejón de los Judíos, un callejón nada iluminada donde salvó a follar nadie iba a esas hora.
Marcela cumplió su parte y mientras en la torre de la iglesia sonaban las doce, llegó al callejón.
En la negrura de la noche divisó a Mateo y corrió hacia él, fue su último abrazo, porque a la mañana siguiente, entumecida despertó sola, desorientada, dolida y con la quemazón de una traición que no supo ver.