sábado, 29 de febrero de 2020

Amanecer


Los amaneceres casi siempre son fríos, son una bofetada, son simplemente poner los pies en la prosaica realidad.
Amar, no siempre se escribe con mayúsculas, abrazamos demasiados desaciertos buscando amar.
No sabía ser fiel, y esa promiscua constumbre daba al traste con todo lo que comenzaba a andar y le impedía atracar en el puerto del verdadero amor. Por eso su vida era un chapoteo y un encallar constante en los escollos frente a protector puerto del AMOR.
Aquella mañana de domingo, no fue diferente, fue como todas las demás, fría, distante, plena de extrañamiento. A su lado dormía un extraño, un cuerpo joven, sin nombre, porque no recordaba su nombre, sólo sabía que lo había traído allí el oleaje del día anterior.
En la cocina mientras daba sorbos aun frío y amargo café, no podía dejar de pensar en deshacerse de aquel naufragio, de los restos de una pasión que no quería, ni sentir ya, ni rememorar, ni ver. Quería estar solo en su playa desierta, y no sabia como hacer para que desapareciera de su cama el cuerpo que había usado ayer.

Viento


La arena y el viento borran el amor.
Borran la inocencia.
Se desvanece la mirada.
Y el alma evita rehusar las embestidas.
No existimos, dejamos de existir, cuando decidimos no vivir.

viernes, 28 de febrero de 2020

Una estrella menos


Las yemas de los dedos escriben de modo indeleble. De este modo domina la furia el infinito de segundos. Y abrir los ojos es con demasiada frecuencia elegir morir. Un mal paso, hace que todos los siguentes pasos sean erróneos.
Nos condenamos a los abandonados jardines, a los encuentros urgentes, en los laberintos que traza el efímero placer.
Lejos de las miradas esquivamos insultos, pero ser cobardes no es vivir. Sólo mi mano sabe del dolor que ha enjugado, lágrimas que el viento evapora, calles traseras, nombres falsos, placer que no es amor.
El firmamento no es nuestro rival, nuestro enemigo es la no aceptación.
Siempre alguien nos ve.

martes, 25 de febrero de 2020

Martes de Carnaval


El bullicio de la calle era de martes de carnaval. Y así desfilaba su vida, con claridad meridiana y con estridente farsa. Todo en él había sido conformismo, impostura, vender como trofeo, como victoria, el premio de consolación. Recordaba que nunca quiso ser maestro, que de muy joven soñó con ser actor, arqueólogo, pintor; que el amor de su vida fue Mele, la mujer de su hermano, que su esposa nunca le hizo feliz, pero que ella jamás supo que esto era así. Todo era farsa desde su nacimiento un martes de carnaval. El jolgorio de la calle, llegaba atenuado a su alcoba, el clamor de los pitos y los cencerros, las letrillas mordaces, los gritos, eran, habían sido, la banda sonora de su vida, que en ese momento postrimero, se despojaba del travestido y cómico éxito, de su impostada preeminencia.
Marita, había muerto hacía tres años, tres años llevaba sin fingir su empalagoso amor, sin hacer el teatrillo del matrimonio perfecto, tres años en los que ni siquiera había recapacitado sobre sus patrañas. Hasta hoy, veintiséis de febrero, martes de carnaval, día en el que Don Arcadio le estaba dando la extremaunción.
Enredado ya entre los cristales de la centelleante araña, desde arriba, todo era claro, meridiano, estanco; el desfile había cesado y desde esa altura podía ver la escena que ya sentía lejana, ajena, distante. El que había sido su cuerpo, yacía inerte, entre las sábanas blancas, mientras Arcadio, el amigo, le agarraba la mano y derramaba una lágrima.

viernes, 21 de febrero de 2020

Levantarse cada mañana


La muerte me produce angustia, el dolor del punto sin retorno, de saber que nunca más volveré a sentir el dulce aliento de la vida que se ha extinguido. Es una proeza levantarse cada mañana y abrazar el olvido, deambular por los senderos comunes, que ya no tienen sus huellas.
La muerte es una gélida piedra, que se ha instalado en mi pecho.

sábado, 15 de febrero de 2020

La Virgen de la Peña


Diez de abril de 1809, los soldados franceses cabreados con la actitud del clero y sobremanera con Don Juan Alvarez de Castro, Obispo de Coria, incendian la Iglesia de Perales del Puerto; quemaron las imagenes, la de San Antonio, la de San Pablo, la del Salvador; ultrajaron los altares, quemaron las columnas, tiraron por los suelos los retablos, los bancos, los confesionarios, los libros de difuntos y casamientos; robaron la ropa de oficiar y quemaron e hicieron jirones las casullas, dalmáticas y capas; robaron el copón, el cáliz, los portaviaticos, las crismeras; y si algo quedó a salvo, fue porque no lo vieron o encontraron.
Era grande el enojo de los gabachos y tras destrozar y saquear la Iglesia, se dirigieron a la Ermita de la Peña, porque sabían que algunos de los levantiscos se habían refugiado allí. Al llegar a la Dehesa Arriba, y ver que llegaban tarde, porque estaban avisados de los destrozos y el pillaje en el pueblo, los que allí se escondían, encontraron la Ermita vacía y decidieron quemar también el edificio.
Poco se salvó en Perales, de la barbarie napoleónica, de los escarnios a un pueblo harto, que aglutinado en torno a su Obispo, sus pastorales y la Junta de Liberación de Badajoz creada por él y sufragada de su propio peculio, comandaba la Guerra de la Independencia contra el opresor francés.
La venerada imagen de la Virgen de la Peña, protectora de Perales del Puerto, y de gran arraigo y fervor en las Villas de Hoyos y Cilleros, pues la Ermita coronaba una pequeña elevación entre los tres términos, entre robledales y algún que otro alcornoque. Se salvó porque un zagal de apenas doce años corrió por los caminos de la dehesa, para avisar a Manuel Pérez y a Amalio de Sande, de que los estaban buscando y los querían prender. Angelín Ramada, informó a los que se habían ocultado en la Ermita, de todo lo acontecido en el pueblo, y por eso estos dos hombres y el muchacho, sacaron la imagen del templo y la escondieron en el monte, en un zarzal. Y así se salvó la talla que hoy se venera en Perales, junto con un Cristo de la Iglesia parroquial, que tampoco alcanzaron a quemar los malhechores gabachos.


viernes, 14 de febrero de 2020

Justo Tomás de Santa Ana


Vivía en Martilandrán, aislado del mundo y de todos, aislado no por voluntad propia, sino porque en aquel lugar abrupto no había muchos sitios para los que tirar.
Justo Tomás de Santa Ana, en su corta vida, sólo fue tres veces a La Alberca. Aunque desde 1833 dependían de Nuñomoral, ellos siempre se consideraron de Salamanca. Ni las fiestas le sacaron de la soltería, nunca conoció a nadie, ni nadie se interesó por conocerle a él. Martilandrán era un reducto de endogamia, todos entre sí eran parientes en mayor o menor grado. Los padres de Justo, eran primos hermanos. A toda esta consanguinidad, se sumaba que volar del nido cuanto antes, para no volver, que era la tónica común en la juventud.
Justo, no voló a tiempo y se quedó atrapado en aquel pueblo de empinadas calles y tejados de pizarra, de cuatro esquinas y ojos que todo lo ven.
Él era el preferido de Pascasia, era el más pequeño, el que demoró tomar su camino. La muerte de Agamenón Listre, su padre, y su debilidad de carácter, hicieron el resto, quedó preso en las faldas de su madre, atado a las cabras y su pastoreo, a la pequeña huerta, a la matanza, a prender la lumbre todas las mañanas.
El invierno que su madre tambien se fue, ya en el velatorio, dio síntomas de abatimiento, de desgana. Sus hermanos ni repararon en ello, sólo el cura, Don Terencio, lo noto alicaído, mohino, pálido.
Tres días tardó en partir él, se colgó de la viga gorda de la bodega, donde guardaban el vino y el aceite, donde estaba la mula. Aquel día nadie sacó las cabras, y por la tarde los ojos que todo lo ven, murmuraron en las cuatro esquinas y al irlo a buscar a casa, ya no dieron con él, porque Justo Tomás de Santa Ana, había volado ya, muy lejos de allí.




jueves, 13 de febrero de 2020

Alma mía


Cada respiración será un sufrimiento,
será una agonía,
será un desierto de frío,
de zozobra y miedo,
estar lejos del centro de mi corazón,
de mi amado,
de mi felicidad,
del alma que es mi día.
Alma de mi alma, alma mía,
compañero de mis fatigas.
Anima sacra,
luz de mis días.

miércoles, 12 de febrero de 2020

La casa de la Candidita


Cándida, jamás se planteó desfallecer, sus jornadas eran enormes, sin nada había llegado a este mundo, pero se obstinó, al menos, en poseer una casa, un huerto y un olivar.
Limpió, enjalbegó casas, hizo matanzas, dulces, apaño aceitunas. Fue una mujer sencilla, terca, noble. Era la persona de confianza de muchas familias.
Candidita, se quedó soltera y cuidó de su padre hasta su último día y tras su muerte se quedó sola con la mula que tenía este.
Calle arriba y abajo iba con la caballería, al huerto a regar, a coger tomates, pimientos, a cavar.
Estuvo tan pendiente de trabajar que se descuido y llegada la senectud, con su pequeña paguita. Comenzó a aislarse y a obsesionarse con que la querían matar, puso un hacha detrás de la puerta y se le metió en la cabeza y que oiga gritos y que su padre venía a verla y le hablaba.
Toda la vida se estuvo deslomando y al llegar a su etapa última, en la que no necesitaba ya trabajar, se enajeno, y como nadie se hizo cargo de ella, la encerraron, primero en un psiquiátrico y después en una residencia en la capital, tan alejada de su mundo, que duró muy poco allí. Murió y su parentela lejana, no la trajo al pueblo, la enterraron sin llamar a nadie, en un nicho sin lápida, que a día de hoy ya ni existe,pues vencido el alquiler de los cinco años, otro cuerpo habrá ocupado ese lugar. Desvalijaron su casita y la pusieron en venta, pero como las cosas modestas no tienen tanta apetencia, continua ahí, recordándonos lo baldío que es esforzarse por atesorar, porque nada te llevas de este mundo al partir. Y sus herederos, que eran poco de fiar, no cumplieron nunca con sus últimas voluntades; descansar con su padre y con su madre, en el cementerio del pueblo que la vio nacer.

Filipo y las golondrinas


En su ventana siempre había golondrinas, siempre había migas de pan en su puerta.
Uno no elige tener en corazón enorme, uno acepta y asume que se empapa sin quererlo del dolor ajeno y hace suyas todas las penas.
Filipo Bergamín, lloraba por nada, o quizás sería más correcto decir, que por todo lloraba.
Es irremediable nacer sensible, nacer con una empatía desmedida, que nos fuerza a cerrar los ojos para no ver, para no sentir el desasosiego que existe alrededor nuestro.
Su madre, siempre le reprendió por su susceptibilidad, por esa sensiblería desmedida, que le convertía en un niño ñoño.
Filipo, siempre sintió las necesidades de su alrededor como una responsabilidad, una enorme tarea que le obligaba a alimentar palomas, gatos, gorriones, perros, indigentes.  Le impelía a sufrir con sólo pensar, que algo que estaba en su mano atender, quedaba desatendido.
Vivir para Filipo, era un tormento, un extraño tormento, que tenía alguna que otra satisfacción.
Entregarse en cuerpo y alma a los demás, no entraña que los demás se entreguen o desvivan por ti, ni siquiera que entiendan y respeten tu generosidad. Tan era así esa falta de comprensión, que era el hazmereir del pueblo, y lo único que recibía por tanta abnegación eran burlas.
El peso tan excesivo del rechazo, le forzó a aislarse, a cuidar el pequeño mundo que vivía entorno a su casa, a sus golondrinas, a sus gorriones, a las flores y las plantas de su patio. Se enclaustro y ensimismo, y dejo de sufrir, porque cerrar los ojos conlleva no ver los desastres de este injusto mundo, las injusticias de unos para con otros, los renglones torcidos de los demás, que él, si los veía se obstinaba en enderezar.
Diez años vivió en ese ensimismamiento, en aquel ascético retiro, hasta que tanta frugalidad y tanta desconexión con el mundo distante del rechazo del pueblo, le cerró los ojos para siempre, sentado en su jardín, al sol, con el ronroneo de su gato en el regazo, sin hacer ruido y sin importunar a nadie. Y nadie le hecho de menos en muchos días, y se entumece solo, en las noches frías de aquel invierno, en la indiferencia de los que se reían de su hipersensibilidad.




Con su traje nuevo


El sueño eterno, con demasiada frecuencia, es muy injusto. Discretamente se durmió, en un recodo de un camino, fatigado de buscar, de mendigar su sitio.
Su padre era notario, un descalabrado rico de pueblo, desoficiado y haragán, un borracho. Él también cursó estudios, y como no encontraba acomodo, salió a los caminos a buscar lugar.
Los ricos de pueblo, son pobres de ciudad, y eso era él, un loco, que probó fortuna dando clases en los cortijos, a los hijos del señorito y a los de los aparceros, clases para comer, para mal vivir y beber, porque para mitigar la incomprensión, uno al final siempre bebe, uno se termina juntando en las tabernas con los iguales, para con el calor de la charla ahuyentar el frío de la soledad.
Leoncio Massú, recorrió muchos pueblo y fincas, hasta hacer enorme el agujero de su alma, hasta terminar alcoholizado y lleno de piojos, durmiendo en los caminos. En Cáceres lo encontraron la última vez y lo llevaron al manicomio, lo lavaron y adecentaron, y su madre mandó dinero para que le compraran un traje. Tres días estuvo allí antes de escapar, antes de su última escapada, para dormirse en una de las curvas de los meandros del Tajo. Había decidido volver, ser como el hijo pródigo, que vuelve a la casa del padre, pero no llegó, vestido de domingo, con su traje nuevo, le pilló el sueño eterno, y se lo llevó, con apenas treinta años.

martes, 11 de febrero de 2020

Un jabalí desenterró su cadáver


El camino de la felicidad, no es el camino del éxito. Perseguir el éxito, entraña muchos tormentos, perseguir ser feliz, no. Pero siempre hay que guardarse del envidioso, que sentirá celos hasta de tu adversidad, porque cuando se nace con el tallo alto, siempre se será una amapola, que muchos desearán cortar.
Benito, salió a dar un paseo y nunca volvió. El derecho a la vida es inviolable; pero alguien, por envidia, ese derecho no lo respetó.
Cinco años estuvieron buscándolo, cinco años sin frutos. Con perros, con mil vecinos, que no dieron con su paradero. Hasta que tras cinco baldíos años, un jabalí desenterró su cadáver, sus huesos; que dejaron claro que él, no se marchó, que fue un tiro en la frente, descerrajado a corta distancia, el que segó su vida y acabó con su sobre exposición.
Padecer la tara del talento, del talento criticado; de la valía, que aflora sin esfuerzo y hace brillar a quien la posee, le hacía ser un gigante, que padecía la envidia atroz del enano. Tara que le convertía, en un solitario osado que despuntaba, en diana sobre la que lanzar mil dardos.
Benito, vivía en la calle, nada tenía, nada poseía, sólo era un pobre brillante, un denostado por ser sobresaliente, un marginal, marginado por poseer talento.
Lo enterraron en un zarzal, en la maleza, humillaron su cuerpo con mil golpes, y lo remataron con plomo para anular su portentosa mente. Nunca se supo quien fue, seguro que fueron varios, porque la envidia es coral, es oleaje de zafios.

Un segundo de debilidad


La debilidad a veces es sólo un atroz segundo, que nos torturara toda una eternidad.
Hay hechos que son difíciles de entender, incluso para uno mismo, que es el actor de esos hechos.
Los caminos del la obsesión son inescrutables, y Germán, sentía, pero no entendía la razón de sus sentimientos, la insana obsesión que tenía con su padre, con su profesor de gimnasia, con el cura, Don Samuel.
Hay nortes, que uno sabe, que le van a hacer encallar, que le van a dejar varado de por vida, en los acantilados de la perdición. Escollos que proporcionan un insano e innato placer, sobre el que evitamos reflexionar.
Germán, había destrozado su familia, deseando y dando un paso más allá en la consecución de esa perversa meta. Sólo tenía dieciocho años y vivía en Delorent, a cien kilómetros de su casa, por estudios, esa era la excusa o razón esgrimida en la calle, pero su padre, bien sabía que no podía estar allí, con sus hermanos, con él.
Natalia, murió cuando ellos eran pequeños, tres años tenía Andrés, y sólo cinco Germán.
Desde muy pequeño despuntó en rarezas, gustos crueles que se le perdonaban, por ser un niño, por haber crecido sin madre, por ser el más delicado y enfermizo, por ser diferente. Gastaba bromas atroces a Andrés y a David, sus juegos eran impropios y disfrutaba haciendo maldades.
Santiago, estuvo durante varios años ausente tras la muerte prematura de su mujer, y dejó mucho en manos de su madre el cuidados de los pequeños, pero eso no era razón para el sadismo de Germán, eso no justificaba sus extrañas inclinaciones.
Ante la ausencia de figura femenina en la casa, a excepción de la poco autoritaria abuela, Germánico, como le gustaba que lo llamaran, comenzó a asumir roles de esposa, buscando una insana proximidad con su padre, que generó más de un acallado conflicto, por lo poliédrico que era el asunto, minimizado al principio, pero que cuando Germán, comenzó a ser un adolescente, se desataron todas las alarmas, pues él, Santiago, padeció y cedió, en una trágica y estigmatizante ocasión, a los requerimientos sexuales del perverso Germán.

lunes, 10 de febrero de 2020

El enorme vestíbulo


Aida, sentía un enorme rechazo hacia su cuerpo, se estaba hormonando buscando una belleza que natura le había negado como hombre, inconsciente de que como mujer también sería un ser muy feo.
La juventud, es muy insensata y cifra el éxito en transitar por absurdos derroteros, de los que es imposible volver.
Aquella tarde. Aída, estaba en la estación de autobuses con Miguel, un compañero de fatigas y de vicios, aunque el joven no necesitaba buscar belleza, porque la tenía y la podía derrochar. Derrochar en transacciones desiguales, en intercambios extraños para un muchacho de su edad. Es complicado entender estos amores fugaces, estos relámpagos de urgente pasión, si no dominas las claves de este submundo, que acontece mientras unos van y vienen, mientras los viajeros atraviesan el enorme vestíbulo arrastrando sus maletas. Sólo se es consciente, del mercadeo de la carne de estas catedrales, si sientes como ellos la misma desatada pulsión.

Florence


La dicha, a veces nunca llega y penamos, en este malvado mundo, sin jamás lograrla. El dolor, habita en cada segundo del que persigue sin alcanzar la felicidad negada, la belleza negada, la pasión prohibida. Segundos e interminables planos, que nos impiden ser protagonistas y nos fuerzan a ser espectadores de lo que acontece frente a nuestra tribuna, parcela raquítica de negada gloria, palco perdido en el que desfallecemos sin actuar.
Florence, se sentía morir cada nuevo día, cada sol, cada luna, morir en la angustia de ser una flor marchita antes de florecer, torre jamás asediada, doncella jamás disputada, virgen sin mérito, pues nadie quiso jamás desflorar aquel bastión.
La muerte llega y nos prende con la sorpresa que hemos amasado, tesoros vividos en el arrumbado jergón. Vivir, entraña colmar vicios y quien no colmata sus día con el pecado, no vive, porque vivir es pecar, es ceder, sucumbir a los más básicos instintos, a la pasión de la tersura, a la turgencia del pecho inflamado que jadea con la tormenta de los besos, bocados febriles de brío y pasión.
Florence, jamás floreció y murió lívida, en los brazos de una calma que nunca, ella, eligió. Presa del olor a jabón y afeites. que jamás la redimieron del sino de la carencia de atractivo. Torre que nada dominaba, que nadie se disputó, que nadie nunca quiso rendir.
En el fornicio no hay caridad, nadie regala placer.