martes, 31 de diciembre de 2019

Veterano


El olvido y la desafección tienen mucho de Veterano. Vadear el infierno es proeza de alcohólicos.
Es difícil resistir el suplicio de los fines de año sin beber, sin buscar morir bebiendo, sin adormecer las heridas del paso del tiempo con alcohol.
Aquella noche, él, eligió Veterano, un coñac muy español, muy patrio. Las traiciones son menos amargas ahogadas en la barra de un bar, sofocadas sobre el mármol macael, en la intrascendencia de las conversaciones banales, en el punto muerto que es prodigarse, entre los que sabes que no te van a entender.

Luciana y la última noche


Con demasiada frecuencia, en el último segundo, queremos enmendar la plana a 365 días.
Corceles desbocados que han sido todo el año unos asnos.
Luciana, salió aquella noche con el ánimo, de merendarse el mundo, de resarcirse de la desidia de doce meses de inoperancia.
Se embutió en un recinchon vestido que domaba sus mantecas, claro está, de color negro, que es el que más adelgaza, se encaramo en unos altísimos tacones que hacían respingón su trasero, se puso unas extensiones que alargaban su rubia melena y se maquilló llamativa, como si todo el maquillaje que tenía en casa caducara al día siguiente. Tras toda esta parafernalia, se pegó unas enormes y afiladas uñas postizas, rojas, con las que no era capaz de agarrar nada.
Se echó un último vistazo, en el espejo de la entrada, y mientras se piropeaba, agarró el bolso de pitón en el que había metido, de ante mano, tres preservativos y se tiro sobre los hombros su estola de zorro ártico, mientras lanzaba un beso a su despampanante reflejo.
Paró un taxi, con las calles tan vacías llegó enseguida al Palacio Santo Mauro, en la calle Zurbano. Era una cena muy elitista, muy cara, que pensaba rentabilizar, por eso tenía reservada una suite en el propio palacete hotel.

lunes, 30 de diciembre de 2019

Maryona Terranova


"No me aferro a los recuerdos, como aquellos que tienden a saborear sus desgracias y desgranarlas mil veces en mil tertulias, yo sólo los vivo."
Maryona, jamás imaginó sobrevivir a toda su descendencia, enterrar a sus tres hijos, perder a sus dos nietas. Hacía mucho tiempo que para ella vivir era soportar días, soportarlos sin masticar sus tragedias.
Ya no le quedaba nada que perder, salvo apagarse y eso en sí, no era una pérdida.
Maryona Terranova, era la matriarca de un clan, de tres laboriosos vástagos, siempre puso buena cara a la adversidad, siempre esbozo una sonrisa de esperanza ante la fatalidad, siempre había razones para luchar. El destino le fue cortando cabos hasta dejarla a la deriva, sin un norte, sin afectos y razones para luchar.
Nunca quiso seguir los dictados de su madre, que por puro egoísmo la quería soltera, ni tomar como referencia a sus tres tías, a las que con devoción cuido hasta el fin de sus días, ella siempre soñó con ser madre, por eso aceptó a Marlon, el único que la pretendió, que se atrevió a pedir su mano a su madre.
A Maryona le fascinaba el vinculo que se establece entre el vástago y la madre. Su perra Lucy, a lo largo de su vida tuvo muchas camadas, y ella vivió esos partos como suyos, ver como Lucy los lamia, los alimentaba, como iban creciendo y comenzaban a corretear, hasta que su padre se los retiraba y llevaba a la ciudad para que tuvieran nuevos dueños, pues en casa con un perro era suficiente.
La Sombra de Lilith, su madre era muy alargada, ella era la que mandaba en todo, la que dominaba la casa, por eso casarse contra su voluntad imponía marcharse, fundar un nuevo hogar, y eso hizo, nada más dar el sí quiero a Marlon. Se fueron a vivir al rancho de sus tías, allí había trabajo y de ese modo Maryona podía atenderlas a ellas también. sus tías no tenían el endiablado carácter de su madre, eran más dóciles y sumisas, era fácil dominarlas sin que ellas fueran conscientes.
De este modo no partían de cero, Marlon tenía a su merced muchas tierras y ganado, para trabajar y poder mantener a la prole que Maryona quería tener.
El primer embarazo no tardó en llegar, tuvo muchas molestias, que sus tías le decían que era algo normal en la familia, que a su madre con ella le pasó igual, y que esa era la razón por la que no se volvió a quedar en cinta, esa y que no le gustaban los niños.
El alumbramiento fue bien, sin complicaciones. Un once de diciembre de 1865, nació su primogénito, al que bautizaron como Alvin.
Sus tias se peleaban, por atenderlo, por tenerlo en sus brazos. Fue un niño muy consentido hasta que llegó el segundo embarazo, este no fue tan duro y un 18 de diciembre de 1869 nació Barin.
Todo funcionaba a las mil maravillas en aquella granja con nuevos retoños, todo era felicidad.
Y llegó el tercer hijo, un trece de noviembre de 1870, y fue bautizado como Cedric.
Y aunque Maryona quería más hijos, no llegaron más.
La primera pérdida llegó el Día de Acción de Gracias de 1871, ese día tambien festejaban el primer cumpleaños de Cedric, lo retrasaron a ese jueves porque iban a estar todos en casa. La casa era una algarabía, los tres niños, las tres tías, los cuatro abuelos y Maryona y Marlon.
Berwyn, que se empezó a sentir un poco indispuesto nada más empezar a comer, cuando se disponía a hacer un brindis por el pequeño Cedric, se desplomó sobre la mesa. Fue algo fulminante, se quedó sin pulso, se amorató y ya no despertó. Lilith, gimiqueo un poco al ver que su marido ya no venía en sí, pero no se la vio muy afectada por la pérdida. Las tias se llevaron a los niños a la cocina y los dos hombres subieron al finado a uno de los cuartos.
Tras el entierro, Lilith se trasladó a vivir tambien con ellos. Y comenzó la guerra, porque la viuda no era ni dócil, ni de fácil trato y quería imponer su voluntad en la casa a toda costa. Maryona, hacía esfuerzos sobrehumanos para no tener broncas diarias con su dominante madre.
La convivencia se resintió y los adorados niños aprendieron a huir de la abuela, evitando su agrio carácter. Las tías también aprendieron a esquivarla, para evitar ser usadas de ariete en las impertinentes demandas de la odiosa hermana.
Tres años duró el suplicio hasta que un catorce de mayo de 1875, Lilith amaneció en calma, con la calma que proporciona la muerte. Y la casa descanso y volvió a ser una balsa de aceite.
Maryona heredó el rancho que era de sus padres, de su madre y decidió continuar con él alquilado. Era mejor rancho, con más tierras, con mejores pastos, pero eran felices en la pequeña granja de sus tías, que le permitía trabajándola, vivir bien.
Ya no llegaban más hijos, con lo que había que pensar en el futuro de los tres que tenían. Tenía ya dos granjas, le hacía falta una tercera, para tener una para cada hijo. Y la compraron, con los ahorros de ellos, con el dinero heredado de su madre y con lo que tenían sus tías, compraron, el rancho de Berel Taylor, un viejo sin descendencia al que su sobrina Carla se había llevado a la ciudad.
Todo iba sobre ruedas, habían asegurado el futuro de sus hijos, ahora tenían que hacerlos crecer.




Continuará



domingo, 29 de diciembre de 2019

Un abrigo y un vaso de vodka


El roce con demasiada frecuencia lastima, lacera, genera aversión. El odio esclaviza tanto o más que el amor.
No es nada fácil morderse la lengua sin autoenvenenarse. Callar y no tragar quina. Sufrir y no revelarse.
Amanecer a cada día nuevo era una victoria, era una proeza en aquella ciudad de fríos eternos, de nieve y charcos. Quedaban tan lejos los días fáciles, en los que nada más salir a la calle se estaba ganando dinero, días en los que la intemperie nada importaba, en los que el corazón bombeaba sangre caliente sin necesidad de un trago de alcohol.
Ahora, era necesario recorrer mil veces la avenida Yuri Gagarin, para pagar la pensión y los tragos de vodka.
Odiaba su vida, pero no podía cambiar, no tenía otra, era tarde, muy tarde. Odiaba el mundo, a los hombres, a todos y a cada uno de los que había complacido, a cada uno de los que la habían usado, de los que la habían ajado, hasta convertirla en la caricatura que era ahora. Estereotipo de puta, reconocible a distancia. Se la podía olfatear desde lejos, olfatear su abrigo de piel, sus perfumes baratos, sus afeites y el olor que la impregnaba desde dentro, el olor a vodka y a manoseo, el olor de las manos de los desarrapados como ella, de los que saciaban su hambre con aquel cuerpo que un día fue bellísimo, pero que hoy sólo era un remedo de aquella pérdida perfección.
De qué servía revelarse en las tabernas y en los portales, con los miserables como ella. Sólo quedaba sufrir y vagar por la avenida de su perdición, buscando un esquivo sustento, buscando un caro calor.
Un abrigo y un vaso de vodka eran su única posesión.

Pascualin


Katy, solía decir que ningún hombre la había follado como él.
Como los perfumes, la vulgaridad se vende en pequeños frascos, y eso era Katy, un pequeño y muy vulgar envase.
Pascualin, era un pequeño semental de enorme verga, era una vulgar alimaña muy bien dotada, y ese era su agrio dulzor, penetrar y hacer gozar a zafias como Katy.
Pascualin tenía buena mano en eso de fornicar con ellos y con ellas, porque no sólo la vulgar Katy, había caído rendida a sus pies, también su primo Heriberto José, no daba pie con bolo desde que el enano mental de enorme polla lo monto. El tamaño importa, y no sólo te llena el ojo, te llena el papo y el ojete. Hablar claro implica ser vulgar, llamar a la polla por su nombre y al desafuero perdición.
Katy, era una muñequita, era una pequeña ninfómana, era una perdida iniciada precozmente en la senda de la perdición.
Natura da talentos que tesón no consigue, y ese era el talento que tenía entre las patas Pascualin.
Los atávicos talentos rigen el mundo, subyugan voluntades y rinden doncellas, y abstraerse a esa vulgar dominación no nos hace superiores, porque las batallas de alcoba no las dirime el intelecto, sino la verga y sus arremetidas, y en esas lides la inteligencia lo tiene todo perdido.
Heriberto José, ganó la batalla a Katy, su posición y sus posibles vencieron a la pequeña puta, que sólo podía ofertar fornicio. El primo, el curita, podía ofertar pitanza y vida regalada al pequeño varón de la gran verga, y por eso opto el Pascualin por follarse al padre y dejar de lado a la muñeca, a la ninfómana que sólo sexo fácil podía proponer, sexo fácil, placentero e infiel, porque las ninfomanas nunca te son fieles.


Las maneras innatas


Las maneras innatas, siempre le habían dado dolores de cabeza, no le abandonaron nunca.
A su memoria venían de modo recurrente, aquellas sensaciones que de pequeño le invadieron una vez, cuando jugando al escondite en casa de su abuela Frasca, la madre de su padre, se escondió con su primo Matías en un armario, su primo en el fondo del ropero y él delante, sintiendo en sus frescas nalgas el abultamiento de la entrepierna de su primo, sintiendo una extraña sensación de placer, como aquella protuberancia en el pantalón de su primo, le hizo sentir eternos aquellos minutos de descuidado roce, de divina e inconsciente presión.
Matías, fue su primer amor, su primera obsesión, a la que le seguirán muchas más. Pero como primera ilusión había dejado una huella indeleble.
Matías, era alto, catorce años como él, era atlético, dorado, y su abultamiento, su adorado paquete, era prominente, magnético, era imposible no reparar en él. Ahí fue cuando Manuel, comprendió que él no tenía ningún interés en saber que tenían debajo de sus braguitas sus primas, él sólo tenía interés en la picha de Matías, esa que por unos instantes se frotó contra sus nalgas, por accidente, por casualidad, quien sabe porque, en el interior de un oscuro armario, en aquellos segundos gloriosos, hasta que los sacó de aquel ensimismamiento su prima Raquel.
Su primo favorito, su amor, creció y se distanció de él. Y siguió soñando con él, hasta el día de su boda con la ridícula y pánfila de Isabel Valencia. Fue entonces cuando comprendió que él había salido del armario, sus maneras le habían forzado a salir, pero su primo el divino Matías, aun estaba dentro de él. Fue en esa boda, en el baño del restaurante, cuando coincidió con Matías y sin mediar palabras, se encerraron y el roce de la infancia pasó a mayores, y Manuel pudo saborear la polla de sus desvelos y lamer aquellos huevos gordos y morenos y sentir las endiabladas embestidas y los silenciados gemidos, Comprendio que habia perdido mucho tiempo, que él no engañaba a nadie, pero que su adorado primo engañaba a Isabel.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Los recuerdos


Nada más verlo lo reconoció, rachado por el mismo sitio, con una pequeña pérdida de esmalte sobre la cabeza del pájaro azul. Siguió mirando y vió más cosas, siguió mirando con discreción, sin levantar sospechas ¿Cómo había llegado todo aquello a allí?
El juego de café de plata de su madre, con la pequeña abolladura del azucarero, idéntica, en el mismo sitio.
Reconoció en una vitrina un sonajero, el que le regalaron al nacer, con sus iniciales en el mango de plata y nacar. Siguió deambulando por la tienda sin decir nada, fijándose en todo, localizando los tesoros que eran de su madre. Hasta en los libros estaban las dedicatorias, el nombre de su bisabuelo, el exlibris de su padre.
Preguntó uno de los libros, el más modesto, le resultó caro, pero lo compro, se sintió con necesidad de justificarse y dió explicaciones, que si en su casa había uno igual, que le traía gratos recuerdos, cosas obvias, muy banales, huecas, formales.
Salió de la tienda cegado por la luminosidad exterior, por los objetos que aún titilaban en su cabeza, por la pregunta ¿Qué hacían esas cosas allí?
Hacía casi cinco años que no iban al pueblo, la casa no la habían vendido, su madre vivía con él, no habían repartido nada de lo que la casa atesoraba, de sus recuerdos. Las llaves de la casa las tenia Candida, la señora que siempre las había tenido, nadie les había dicho que les hubieran robado, se pagaban las facturas y la casa estaba cerrada, pero no abandonada.
Se fue caminando a la pensión, ensimismado y confuso, pensando en denunciar los hechos, o en hacer más averiguaciones por su cuenta.

domingo, 22 de diciembre de 2019

Trinitario


Su apetito sexual era exacerbado, buscaba de modo desquiciado lo que le negaban en su lecho marital. Trinitario se casó con la guapa Isabel, pero tras casarse comenzó a padecer la frigidez de la bella esposa, para la que nunca era el momento y nunca tenia ganas, y sobre todo no había manera de yacer con ella, ni siquiera en la noche de bodas pudo consumar el matrimonio, un mes tuvo que esperar a que Isabel le permitiera desvirgarla, y todo ello entre aspavientos, gemidos. lloros y todo el rato refunfuñando y así no había manera de concentrarse y menos aún de disfrutar. Su vida marital fue un desastre, toda una odisea, que terminó dando al traste con la paciencia de Trinitario que decidió centrarse en perseguir a las criadas o a cualquier mujer que quisiera responderle, antes que a la suya, a la que dejó por imposible. Claro que Isabel ningún problema ponía a que su Trini, como ella lo llamaba, fornicara con cualquiera, porque de ese modo, ya no la mareaba a ella.
Desde la barrera Trini, era envidiado, se había casado con un partidazo, con una mujer muy bella, con buena posición y con tierras, que más se podía pedir, y si se podía pedir más, por lo menos eso pensaba el torero de Trinitario, el que lidiaba en el ruedo a Isabel, que se podía dejar domar y montar también.

Héctor Pontedilegno


"A veces me gustaria estar hecho de mármol, para soportar la hiriente intemperie, para resistir el tiempo, para congelar una belleza que se está ajando."
Héctor Pontedilegno, reflexionaba siempre en voz alta, hablaba a solas. Solía ensimismarse en su belleza de Apolo griego, en una belleza que él, veía como el tiempo cruel la iba marchitando.
La gente para conformarse suele decir, que la suerte de la fea, la guapa la desea, pero eso es una supina tontería. Héctor, nació bello, seguía siendo bello, y toda su suerte estribaba en su belleza, ni por asomo un día de su vida se imaginó siendo feo, para tener más suerte.
Quien tuvo, retuvo, y Héctor, sentía como su belleza se escapaba como arena entre sus manos.
Quiero ser de mármol, se repetía frente al espejo, contemplando la tensión de sus músculos, su vello corporal exquisitamente repartido, sus perfectas manos, fuertes, con la finura justa, con la rudeza correcta, un cuerpo que le había abierto las puertas del Olimpo, de una sociedad que devora belleza, que quiere poseer cuerpos bellos, dormir y gozar con ellos.
Pontedilegno, sabía que no podía ser de mármol, que tenía que poner fin a su dispersión, que se tenía que dejar elegir, que tenía que centrarse en un solo poseedor.
Aquella noche delante del espejo, deslizó sus manos por su dorada piel, se acarició con una lujuria distinta, con la lujuria del que despide un amor. Aquella noche vistió su cuerpo con un claro objetivo, elegir a quien tenia que elegirlo, dejarse poseer, dejarse adquirir por el magnate más selecto, Aquella noche iba a buscar la más alta puja, se iba a dejar encerrar en el gabinete del coleccionista, que para siempre, lo quisiera comprar.

Jonás


El infierno habita en las lloviznas, en el inclemente claqueteo de las inmisericordes gotas de lluvia en el tejado de chapa.
Jonás Elevación, no quería salir de su crisálida, del lío de mantas que le amortiguaba la música de aquel martirio. Si robaran en ese momento nadie les plantaría cara. El puerto era un sitio inseguro, eran frecuentes los hurtos en los hangares pesqueros.
Hacía tiempo que Jonás no salía a la mar, desde el accidente, desde que Cliserio le clavó el arpón en la pierna y lo dejó cojo. Desde entonces se quedaba en la nave, vigilandola, aguantando la soledad, el ruido de las lluvias perennes en la cubierta de chapa.
Jonás Elevación, era el mediano de doce hermanos, era unos más, uno de los muchos hijos que parió su madre, uno de los doce hijos de los que se desentendió su padre. Desde que tenía memoria estaba trabajando, estaba buscándose la vida en el puerto. La primera vez que se embarcó tenía catorce años, le contrataron en la cocina, aunque hacía de todo, hasta salar pescado y almacenarlo en la bodega. Nunca fue a la escuela, no sabía leer, sólo sabía lo que había aprendido en los muelles, en la playa, en las tabernas del puerto, en la cocina de La Malvarrosa, con Viridiano, el viejo cocinero que lo trato como un padre, el viejo marinero que lo acogió en su casa y le hizo sentir que la familia no son sólo los lazos de sangre.
Jonás, en aquel letargo se permitía soñar, imaginar que era otro, que dejaba de ser cojo, que era dueño de un barco, de una taberna, de algo que le permitiera prosperar, dejar de malvivir.
Cuando el barco salía a la mar, la nave pasaba a ser su casa, allí pasaba los días y las noches hasta que el Santa Barbara volvía, solo, en compañía de tres gatos y del fiel Jeremías, un viejo mastín que cuidaba la nave con él.
Jonás era de carácter reservado, melancólico, era huraño, de pocas o ninguna relación, salvo Viridiano, que fue el único que penetro su costra de rudeza, de seriedad, de ensimismamiento.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Amalia Raposo Durán, la Espiritista


Los muertos son invisibles, pero no son ausentes.
Amalia, jamás estuvo sola, siempre presumió de estar en muy buena compañía, siempre tuvo ese don, el hablar con los muertos, con los que se habían desencarnado, como le gustaba a ella, llamarlos.
No era fácil hablar con los muertos, pero menos fácil era decirlo y exponerse como se exponía Amalia, a que la tomaran por loca.
Desde pequeña tuvo ese poder, aprendió a cocinar y a coser de su abuela que había muerto tres años antes de que ella naciera. De hecho como oficio tuvo hasta su muerte ser costurera, y lo hacía bien porque trabajo no le faltaba y en su taller, siempre tuvo al menos dos ayudantes. Arreglos de costura desde chica le encargaban, claro que siempre las que iban a su casa terminaban hablando con algún muerto a través de la güija o a través de tiradas de cartas. Era muy conocida y demandada en la comarca, y venían de lejos para consultarle mandas, asuntos pendientes, temas que el muerto se fue sin zanjar.
Amalia Raposo Durán, la Espiritista, como la llamaban en Merlo. Amalia, nació en Pueblo Escondido, al pie de Cerro Áspero, su padre era minero, se dedicaba al tungsteno, en un poblado que ya se abandonó, más tarde pasó a vivir a Merlo, a la casa de su abuela con la que ella solía platicar desde chiquita, a pesar de que su abuela estaba muerta. Fue en esa casa donde montó con el correr del tiempo su taller de costura y su despacho espiritista.
Salud y Teodoro eran los ayudantes que tenía Amalia en el taller de costura. Eran muy desenvueltos y lo que se dice, muy bien mandados, lo hacían ellos todo, porque la verdad sea dicha es que la Espiritista no daba a basto para atender tanta comunicación con el más allá. Claro que al son de comunicarse con los muertos, los encargos de costura nunca dejaban de llover.
Toda la vida llevaba Salud con ella, desde muy niña entró a su servicio, creció con ella y se casó con la mediación de su madre difunta, que desde ultratumba le dijo con quién se debería casar, y la verdad es que le iba bien, había acertado la güija con el casamiento de Salud. Ernesto era un hombre bueno, correcto, trabajador, no era muy brioso, pero cumplía en casa y fuera de casa y sobre todo, se dejaba aconsejar por su mujer. Tres niños tenían ya, y un cuarto en camino. Ernesto era telegrafista, era un buen partido, no era ni minero, ni destripaterrones, trabajos duros, que te terminaban dejando viuda y cargada de churumbeles. Pero Salud, a pesar de que la vida la había tratado bien, tenía desafueros que Ernesto no le aplacaba, y esos desafueros los conocía bien su madre, que no dejaba de cizañear a través de la Güija a Amalia, para que se lo hiciera ver, para que la metiera en vereda, porque si no era así, su niña Salucita, iba a terminar muy mal. Y era cierto lo que predecía Prudencia, porque Salud, terminó peor que mal, termino hablando con Amalia a través de la güija como su madre, terminó descalabrada por su marido, el poco brioso, porque la pilló encamada con Máximo Pelete, y la despeño a ella y a la criatura que esperaba, porque la tiró por el balcón. Y las tres criaturas no terminaron en el hospicio porque fue Amalia, la que se hizo cargo de ellas, haciendo usos de sus influencias con el Gobernador, porque Ernesto término en la cárcel por aquel crimen pasional y desde allí no podía mantener a sus tres hijos.
con la muerte de Salud, que pasó a trabajar en el despacho espiritista, tras partir al otro mundo, tuvo que contratar a Basilia Molete, que era dócil y panfila a partes iguales, pero no levantaba la cabeza de la tarea, y teniendo a Teodoro que manejaba bien el oficio, Amelia, podía seguir hablando con los espíritus con tranquilidad.
Teodorito, como lo llamaban en Merlo, era dicharachero y colorista, era hacendoso y un buen chaval, terriblemente afectado y de porte muy lánguido. Todo esto estaba muy bien, si no fuera porque era también muy promiscuo, era lo que se suele llamar, una zorra inquieta. Y esos devaneos con los de arriba y los de abajo, con casados y con solteros, le terminaron por pasar la pertinente factura.
Un siete de octubre, día de fiesta en Merlo, fiestas patronales de Nuestra Señora del Rosario, en los bailes de altas horas, Teodorito se vio envuelto en una refriega, causada por él.
En las publicaciones del Departamento de Higiene y en los Archivos de psiquiatría se podía leer: "Que el invertido, era un sujeto que adoptaba el rol opuesto, es decir que practicaba una sexualidad contra natura: mujeres masculinas y hombres femeninos. Sujetos que encontraban la realización de su deseo en el mismo sexo, sujetos muchas veces amanerados hasta la comicidad."
Ser sarasa, era tolerado en los tugurios marginales, estaba más extendido de lo que se pudiera uno imaginar, pero lo que no estaba tan bien visto y sí estaba muy perseguido, era el exceso de notoriedad. Y Teodorito, aquella noche se hizo notar. el altercado que se montó por su culpa, en el Cabaret de La Azucarera, una trifulca que dado su fin trágico tuvo su eco en los diarios, en la crónica morbosa. De todos era muy conocida la perversión de estos lupanares, de estos reductos del vicio, prostíbulos necesarios en las grandes ciudades, pues satisfacían una demanda muy extendida entre las clases bajas y las muy altas. En La Azucarera, eran habituales en sus fiestas las actuaciones de travestidos, las putas exóticas, y una amplia concurrencia de fornidos patanes que se ganaban unos cuartos haciendo gozar a acaudalados de la Villa y alrededores. Un habitual era El Marquesito, que era como llamaban al Hidalgo hijo del Marqués de Cerro Áspero. Era habitual él y su estela de moscardones y de viriles mancebos, con los que se encerraba en los cuartos altos para dar rienda suelta a su degeneración y a sus vicios. entre los viriles sementales, estaba Alejandrito Palacios, del que estaba prendado Teodoro, La Modistilla, como le llamaban por allí, cuando vio entrar en La Azucarera, a Alejandro como corte de El Marquesito, no lo podía creer. Además el muchacho, ni lo miro, dejándole claro que hoy no estaba para él, que estaba centrado en asuntos mayores, centrado en la manirrota de Calixto Trasserra de Guerrero, el futuro Marqués de Cerro Áspero. Todo esto exaperó sobremanera a La Modistilla, habituada como estaba a tener él, también su corte de aduladores y moscones, y a no ser rechazado por nadie. Esa noche bebió y bebió alcohol y quina, probó su propia medicina sus desplantes y desdenes. Teodorito, se fue encendiendo hasta que se presentó ya caliente y desinhibido en el cuarto alto donde fornicaba la corte de Calixto y allí la lió.
La Azucarera, era propiedad de Manolito Verdejo, una marica muy lista, que supo ver el negocio de este fornicio y con la ayuda del Conde de Torrebermeja, se hizo con una manzana en el centro de la villa, y allí montó su cabaret, al que no era nada fácil acceder, porque en la calle no tenía ninguna señal y atravesando el portón de la casona, había siempre que llamar a una cancela de hierro cerrada y si no te consideraban adecuado no te dejaban entrar.  La Azucarera, tenía además una puerta trasera mucho más discreta, que sólo se abría para gente importante, que podían entrar incluso con sus carruajes al patio central del caserón, y esa era la puerta por la que solía entrar Calixto, una puerta discreta y elitista para el Trasserra.
Manolito Verdejo o Manolita La Azucarera, como la llamaban en la noche, era un proxeneta y un alcahuete, al que recurrían, para conseguir género de todo tipo, las clases altas de la Villa de Merlo y partido. Le llamaban La Azucarera, porque en sus tiempos, a sus clientes les hacía las mamadas enharinándoles en el capullo un poco de polvo blanco, de cocaína, que entre chanzas, él, solía llamar azúcar, mientras se carcajeaba con su enorme boca de níveos dientes.
.- A mi me gusta comerlas con azucar, asi las corridas son más dulces, son más ricas, son mejores.
Y lo eran, porque él se hizo rico así y de ahí surgió el imperio de Manolito La Azucarera.
Teodorito, en cuanto entró en los cuartos altos, divisó a su Alejando Palacios cabalgando a Calixto, y de forma airada, haciendo aspavientos los desengancho, mientras estrellaba una botella de champagne contra el sobre de un velador de mármol blanco macael, y blandiendo en la diestra la botella rota, se lanzó a por El Marquesito y le rajó la cara, que aturdido, perplejo y sangrando, no daba crédito a lo que le estaba ocurriendo. Nada más hacer esta locura, La Modistilla, salió corriendo y no paró hasta llegar y encerrarse en su casa.
Destrozar la cara a un Marqués, no le iba a salir gratis a Teodorito y menos aún con tantos testigos, al amanecer del día siguiente a la fiesta del Rosario, lo prendieron y terminó en la cárcel, de la que dado el poder del padre de Calixto, era seguro que iba a salir de ella con los pies por delante. Amalia, perdía de nuevo otro de sus ayudantes, ahora le urgía encontrar a alguien de confianza que controlara a la trabajadora pero pánfila, de Basilia.
Tres días más tarde de ser la comidilla de Merlo, porque indirectamente se hablaba del taller de costura y de los espíritus de Amalia, llegó Salvadora, una mujer de San Antonio de Padua, hacendosa y bien hecha, llegó para una consulta a la vidente y se quedó como costurera. Amalia que la vio noble y que había hablado con su padre sobre un tema de tierras, en San Antonio, tierras que se habían quedado los hermanos de Salvadora, desheredándola con unas últimas voluntades ológrafas, que el padre de Salvadora, Pascasio le había dicho a la vidente que eran falsas. Salvadora ya lo imaginaba, estaba más tranquila, pero no tenía dinero para pleitear, con lo cual sabía que sus hermanos que la habían engañado, pero seguiría sin heredar nada del legado de su familia.
La tranquilidad regresó con Salvadora, pero el runrún de Teodorito siguió mucho más tiempo, y aunque las visitas con fines espiritistas crecieron, tambien creció la suspicacia de Don Faustino, el cura de la Iglesia de María Auxiliadora, que siempre fue el más beligerante con la espiritista. Habia tambien que añadir, que aunque la Raposo, no era culpable de las acciones de su modistilla, la Marquesa de Cerro Áspero, la había colocado en el disparadero y se había propuesto vengar la afrenta a su hijo, que quedó marcado para los restos, porque los cortes le desfiguraron toda la cara, a través del taller de costura y superchería donde trabajaba Teodorito, La Modistilla.
Don Faustino movió todos los hilos que tenía a su alcance, y a pesar de que los agarres de Amelia con el poder eran grandes, las habladurías sobre satanismo y misas negras que desde el púlpito empezó a propagar el cura, haciendo a Amelia responsable de la posesión diabólica de Teodoro, de su vida licenciosa e invertida, fueron creciendo hasta el punto de que por miedo nadie se atrevía a defender a la pobre médium, que tantos favores había hecho a la gente de la comarca. Y tras una sesión de güija con su abuela y con la desgraciada de Salud, en la que las dos coincidieron en advertirla de que hiciera el petate y se fuera. muy a su pesar y con gran dolor cerró la casa de su abuela y con ella, el taller y se marchó con los ahorros que tenia, que no eran pocos, a Buenos Aires, y se llevó con ella a Salvadora, que no tenía con San Antonio, ni con Merlo ya ninguna atadura, después de cómo la habían echado de su casa y desheredado sus hermanos. Las dos mujeres, no tardaron, en San Telmo, en abrir un negocio similar al de Merlo. Claro que en ese barrio bonaerense, los hermanos bethlemitas también las pusieron en el disparadero, sobre todo Pedro de San José O. F. B.


domingo, 15 de diciembre de 2019

Gloriosa decadencia


Sólo los que han rozado la gloria, los que han sido invitados al cruel banquete de la celebridad, los que han gozado del vino y las rosas de los días soleados, de la fascinadora cúspide de nieves perpetuas que es la estelaridad. Sólo esos, los malditos elegidos, saben brindarnos la gloriosa decadencia.
Cuando se corre el telón, son muy pocos los que siguen interpretando, los que viven para y por mantener vivo el fuego de la hoguera de la vanidad. Así fue como consumió más de la mitad de su vida. Stella, la Divina Stella.

"Vengo de Dios.
Pertenezco a Dios.
Al final, volveré a Dios."

La endogamia estrangula mucha valía, amputa muchas alas, impide volar, y cuando conscientes o inconscientes de que el tiempo no vuelve, fuerza a volar de modo tardío, a emprender a deshoras, pero con la gracia y la exclusividad que brinda la rareza, sintiendo que hasta el último latido, hay vida y con la vida la capacidad para hacer proezas, exquisitas proezas sin público, proezas entre bambalinas, en las sórdidas alcobas de nuestra intimidad.
Stella Grey Nabetse, flor y nata de una sociedad clasista que se retroalimenta, nació con el corset y los privilegios que imponía su clase, nació y fue desdeñando éxitos, rechazando amores, abrazando desgracias.
Concatenación de estigmas que fueron martirizando la crisoelefantina talla, a la musa de poetas, al dechado de elegancia, y la fueron convirtiendo en novísima musa de ismos aún no nacidos, en adelantada, en precursora, en adalid de una modernidad aún no inventada, que entre escombros y sin ningún aderezo brillaba sin focos, con sublime soberbia.
Gloria Swanson, sin artificio, sin máscaras, sin afeites y luces cenitales. Virgen de un panteón olvidado, de salas llenas de latas de comida para gatos, Reina de los felinos, de los mapaches, de los gorriones y las urracas. Reina de recuerdos, de notas que el viento que se cuela por las ventanas de cristales rotos desordena y reescribe caprichoso nuevos capítulos de cándida belleza.
Stela, era porcelana descabalada de una cara vajilla, olvidada en un desván, llena de polvo, pero con su blanco níveo intacto, con su sonrisa intacta.
Muchas veces el lujo es frío y resulta más cálida la miseria, el calor de lo no alambicado, la ruina, el abandono. Los escenarios bellos no son cómodos, en ellos no habita el ingenio, no habita el talento. El talento habita en el caos, en la espontaneidad, en la valentía de evitar lo relamido, y ser siendo y deslumbrar con el candor de la espontánea carcajada, el baile inadecuado y la automática dicción, sin orden, dejándose fluir, sin guión. Verbos fáciles e hirientes, como las palabras que brotan de la boca de un niño, abruptas, aborregadas, sinceras, cortantes.
¿Que es correcto? ¿Que es conveniente? ¿Dónde está escrito?
La vida no es lineal, es una espiral, un laberinto, un bucle perenne de manías, de taras, de obsesiones, todas embalsadas tras el dique de lo conveniente, de lo adecuado, de lo que puedes o no puedes hacer por pertenecer a una divina familia, casa de prebostes y sepulcros enjalbegados.
Stela, no era nada de eso, eligió no seguir la norma, abrazar una soltería vista como un fracaso, abrazar el cabaret, en una familia de poderosos titiriteros, de artificiosos y elegantes espectáculos, espectáculos de portada, crónicas de la nueva realeza.
La desgracia cuando ara, suele cruzar el surco, y cortar la herida dos veces, así de ese modo el campo da un excelente e incomprendido fruto, el fruto de Stella, el fruto del díscolo, del que muestra las heridas de la guerra de nacer en la preeminencia.
Stella no era una muñeca rota, nada roto estaba en ella, y si algo estaba roto era el cíngulo del pudor, el aprisco de los necios, el corral en el que se encierra el que quiere ser conveniente.
Stella, fue prisionera involuntaria del infortunio de su madre, de su dipsomanía, de los temblores que remediaba bebiendo cada vez más. de su pánico escénico. Compañera sumisa del abandono de su padre, divorcio que arruino y desestabilizo más aun a la manipuladora progenitora y que esta utilizó para afianzar más la dependencia de la bella Stella. Uniendo sus destinos en un destierro de caprichosa dejadez, de alambicadas conversaciones con un servicio inexistente, de teatrales discusiones entre madre e hija, dos Reinas sin reino que se abandonaron a vivir días sin horas, sin tiempo, sin reglas, sin principios.
Las dos se encerraron en Domus Bartalis, un caserón familiar, lleno de recuerdos, el escenario propicio para interpretar sus nuevas vidas, unas vidas marcadas por la decadencia, por sus eternos y trasnochados estilismos, por sus verbos locos y chisporroteantes, sus bailes animados por una gramola de quejumbrosos sonidos, y por la presencia de los que eran invisibles, los ausentes, los memorables de una casta que entonaba postrimerías en la mesa de la güija, los muertos familiares que también vivían allí, en los cuartos cerrados, en las vitrinas de la plata, en los armarios llenos de delicados harapos que ellas volvían a lucir en sus exclusivas fiestas, en las veladas de piano, que la fracasada mamá daba para todo el árbol genealógico que moro en la casa. Jarrones de Sevres con flores marchitas desde hacía décadas, velas que generaban al derretirse unas sobre otras monstruos sobre los candelabros de plata, cortinas que el viento mecía, y cristaleras por las que se colaba la hojarasca.
Era frecuente verlas bebiendo en el poche, vestidas de noche y con diademas, a la una del mediodía, a las cinco de la tarde, a las tres de la madrugada, y con la música lúgubre de la "Oda a la muerte de Mister Henry Purcell". Todo en ellas era teatro íntimo, absurdo, libérrimo y bellísimo. Incomprendido lirismo de dos divas que habían creado su propia compañía y generaban sus propias e irrepetibles obras.
Años de abandono, años en los que el mundo también las abandonó, se olvidó de ellas. Sólo generaban alguna habladuría en el pueblo, siempre desmentidas por Stephen, el único que las visitaba, que las proveia de suministros, el único que conocía lo menguado que estaba su fideicomiso, el único que sabía que la vieja mansión ya no soportaba más decrepitud, y sus inquilinas marchitas como el salvaje jardín estaban entonando su final.
Y así fue como volvieron a la estelaridad de las portadas, una mañana de diciembre. Posiblemente fuera un quinqué, o una vela mal apagada o el fuego de la chimenea del salón. Esa noche ardió Domus Bartalis, el fuego iluminó la noche oscura, ardió como una gran tea, y nada se pudo hacer, nada se pudo salvar de aquella mansión colonial, de ellas no había ni rastro entre los humeantes escombros, sólo había alrededor de los rescoldos cientos de expectantes  y huérfanos gatos.




sábado, 14 de diciembre de 2019

La postrímera gloria


Missis Corali Rawson, ya no aspiraba a nada más, sus días estaban colmados, sólo quería marcharse arropada por el calor de sus joyas, por sus trofeos, por el botín de sus victorias.
El fin de nuestros días no debe ser nunca aséptico, debe ser un festín, un hangar lleno de marchitas victorias, un barroco desfile de vanidad. Nadie debe morir en una alcoba yerma.
Estas eran las reflexiones que se hacía en voz alta Missis Rawson. El ocaso nos hace asirnos con fuerza a los logros, apurar su disfrute, carganos de las condecoraciones con las que nos ha premiado la vida, para brillar jubilosos en los últimos instantes que nos quedan por vivir.
En su mano izquierda, en el dedo anular el diamante Eleonora, cara y efímera victoria. Fue el precio que pagó su primer marido por desposarla, por su virginidad, por ser el primero en disfrutar de su saber estar, de su alta cuna, de sus relaciones sociales, de su maquiavélico ingenio.
¿Quien la acompañaría a su última morada? ¿Quien la desvalijaría? ¿Quienes serian los cuervos enlutados que vendrían al conciliábulo del saqueo de su casa?
En la muñeca de su mano derecha, la pulsera de perlas australianas, cuatro vueltas, cierre en platino, con brillantes y una perla mabe de orientes rosas. John Baltimore, siempre tuvo muy buen gusto, nada logro de ella, nunca a pesar de sus agasajos consiguió un mísero contrato, sólo que le presentara, tras rechazarlo ella. a la que sería su primera y única mujer, a Marita Verge, una hija bastarda del magnate Nick Verge, una rica bastarda.
Son muchas las moscas que acuden a sacar partido de la decadencia, de la necesidad de afectos, de la soledad, de los días en los que la candidez de la vejez nos hace plaza fácil, cuartel rendido. Malos actores que en las horas bajas, buscar hacer el agosto.
En el anular de la mano derecha, el solitario de la perla llamada "la inmisericorde", la perla que coronaba la tiara nupcial de la Emperatriz Eugenia. Anillo que le regaló Federicci Montigny, su segundo marido, del que heredó tambien el titulo de Princesa de Juvara, y un castillito en la Lombardía.
Somos lo que atesoramos, la envidia que generamos, somos ciudadela casi rendida, asediada por los enemigos, por los feudos que la quieren saquear.
Corali, tenía claro que por mucho que ella dispusiera, su preciado ajuar no se iba a ir con ella a la tumba, por eso en estos últimos años de vida, retirada casi por completo de todo el ajetreo de la vida social, lucía sus caras joyas, a diario, intentando impregnarlas de su esencia, impregnarse ella, de lo que todas esas piezas rememoraban. Todos los capítulos de su vida comenzaban con una alhaja y ponerse sus joyas, era recordar.
En su muñeca izquierda el corsario brazalete, que podía ser utilizado como broche para el pecho, o como ella solía llevarlo como barroco brazalete que siempre se ponía en la mano izquierda. Llegó a ella en el Mediterráneo, frente a las costas de Nápoles, cuando se escapó con Giovanni Forniano, un amante que para olvidar y distraerse se había agenciado en esa época, un amante imponente y de vida disoluta, que se hizo ilusiones con ella, penso que podria llevarla al altar y redimirse él, de aquella vida de crápula, de fornido gigolo de millonarias. En la cubierta del yate mientras le besaba la mano y el imponente Eleonora, le colocó el brazalete en la muñeca y le dijo con su voz grave y pulcra, esa voz que subyugaba cuando en el tórrido galope susurraba al oído de Corali, "mía cara bella":
- Cara mía, sólo tú sabrás lucirla como merece, sólo puede estar contigo, sólo tú sabrás valorar este gesto.
Missis Corali Rawson, no la desdeño, la dejó adornar su muñeca los dos días más que se quedó en Nápoles. Evidentemente pensó que era una pieza cara, muy cara, que le habrían dado a Giovanni Forniano, como pago de algunos favores, y si él, había decidido que le tenía que pagar algo a ella, ella no se iba a oponer. Para no generar vínculos y complicar las cosas, hizo un mutis por el foro y desapareció sin ruido y alharacas, volviendo a su Boston natal, a su Nueva Inglaterra, con el brazalete corsario barroco de oro y diamantes, su nuevo trofeo de vanidad.
La materia siempre tiene nuevas vidas, los objetos pasan de unas manos a otras, ha ella habían llegados y tras ella se dispersarían, volverían a tener nuevas vidas, a dar brillo a otros, a ser los hitos del camino de victorias de otra mujer como ella.
En el cuello un magnífico collar de cinco vueltas de perlas perfectas, exquisitas. Toda gran mujer, debería poseer uno. Este trofeo llegó a ella de las manos de una mujer, llegó tras la muerte de su madre, cuando los tesoros de la progenitora se dispersaron, se dividieron en tres lotes y a Coralí le tocó en suerte el lote donde estaba el collar, las perlas de la gran y poderosa dama que era su madre. Missis Rawson no tenía ni hijos, ni hijas, tenía sobrinos, entre los que no había ningún favorito al que legar el valor sentimental de sus destellos.
En Beacon Hill, en su casa estaban atesoradas todas sus vivencias, fotos, cartas, sus vestidos icónicos, sus pieles y bolsos, su colección de porcelanas, y el esquisto mobiliario de la residencia, decorada para recibir y deslumbrar. Arropada por el calor de sus pertenencias y por el ingrato servicio de la casa del que no se fiaba nada, veía pasar los días. Desfile de estaciones y de esquelas, en el obituario del The Boston Globe, de los que habían sido sus iguales.
Adornando sus orejas las grandes perlas, en la oreja derecha "Arquímedes" la perla blanca y en la oreja izquierda "Saturno" la perla negra, dos perlas que pertenecieron a la desgraciada dinastía de los Romanov, y que llegaron a ella de la mano de su tercer y último marido que las adquirió en Sotheby's. Samuel Frederick Rawson, el marido que le dió la serenidad, y que le legó, la casa en Rockport, en el condado de Essex, idílico lugar en el que pasaban los veranos rodeados de artistas, hasta que Samuel, también se marchó.
Corali había vivido, había ambientado su vida con el lujo y el confort que estaba al alcance de su mano, y ahora, en las últimas horas, ya no vivía, sólo rememoraba y a través de los cristales de la galería, veía vivir.





viernes, 13 de diciembre de 2019

Gaspara y el luto


Con demasiada frecuencia es tan liberadora la fatalidad.
Tras los duelos a veces se respira. Más vale un luto que te libra de un fresco, que seguir padeciendo al fresco y no estar de luto.
Gaspara, lloro y lloro, pero vamos que cuando llego a casa y cerró la puerta tras de sí, rio con estruendo, tranquila porque allí nadie la escuchaba, rio y bebió y festejo el nuevo estado, viuda y libre, rica y sin rendir a nadie cuentas. Sola, triste y sola, que alegria.
No siempre había sido así, hasta antes de ayer, ella estaba sometida a su querido César Augusto, como le gustaba que le llamaran, a su bodoque, como ella en su fuero interno lo llamaba.
A César Augusto, su padre le compro el titulo de farmacia. Le compró el título, la farmacia y compró a Gaspara, porque la viuda, antes de ser desposada era un buen partido y el bolonio, necesitaba una mujer de bandera y de posición si era posible. Y posible fue, porque el necio de César Augusto, el boticario, casó con Gaspara, en la Catedral de Salta, un seis de enero de 1893, día de la onomástica y del cumpleaños, de Gaspara Baltasara Melchora de María Benjumea Godoy, y cierto era que el día venía que ni al pelo, pues Gaspara era un regalo de Reyes, para el niñito malcriado de César Augusto Terencio Güemes y Álvarez de Arenales.
Muchas veces se envidia la suerte de la res llevada al matadero, se la envidia porque nadie conoce la trastienda de los fastos, y casarse en la Catedral, en el altar mayor, con el Arzobispo Don Luis Pirraca de Sal y Sumalao, en Salta generaba envidia.
Gaspara, la mujer del boticario de la Calle Caseros, de la botica principal de Salta, nunca fue lo que se dice feliz. Era difícil serlo al lado del mastuerzo de César Augusto, un misógino, que se casó con ella y nunca la toco, quizás mejor así, porque nunca le dió la lata con requerimientos maritales, en ese sentido la dejo libre, todo lo libre que le permitía ser la Señora de Güemes, la boticaria, porque era ella la que atendía y despachaba en la farmacia, con la asistencia de dos mancebos, Áureo y Electo, que también ayudaban con las fórmulas magistrales.
La misoginia del boticario se manifestaba en una falta de confianza atroz hacia su mujer, que paradójicamente era la que controlaba la farmacia y era muy respetada por los parroquianos y los mancebos. Aunque la consideraba un trofeo y como tal la exhibía en la vida social de la urbe, llevándola a su lado como su perrito faldero, y atándola en corto con respecto al gasto y sus relaciones en solitario. Gaspara, salvo las salidas a la misa diaria de las ocho de la mañana, y recibir y corresponder las visitas de su hermana, con nadie más tenía relación, salvo el trato a los clientes de la farmacia, siempre vigilado por los dos mancebos que tenían órdenes muy claras de relatar a César Agusto, todo lo que fuera de la norma hiciera su mujer.
Harta estaba de ese control sobre sus gestos, vestuario, alhajas. Era un regalo de Reyes sin desenvolver, sin usar, que no se podía casi ni ver y menos aun tocar.
Era evidente que Dios, no les mandaba hijo, porque si se los mandase, sería hijos de Dios, porque Gaspara fue virgen hasta que enviudó. De ese modo el único aliciente de la Benjumea era la farmacia, las vitrinas llenas de albarelos, las fórmulas magistrales, las grageas, las pomadas, los jarabes.
Quince años vivió presa en aquella torre, en aquella botica, en la rutina de las misas, los mancebos y su hermana. Hasta que aburrida del tipo de vida que le esperaba si ella no hacia algo, decidió poner fin a las francachelas de su esposo, a sus cacerías, y sus amigos inconvenientes, sus amigos sarasas, a sus partidas de cartas. Y versada como estaba en drogas y venenos, le preparó la perfecta pócima, aquella que lo mata fuera de casa y sin dejar rastro, en sus horas de alterne, en sus idas y venidas a la finca de San Ramón de la Nueva Orán.
Tan planeado lo tenía todo Gaspara, que hizo que muriera su César Augusto el mismo día de su nacimiento, ese era su regalito, ese era su presente, morir justito el día de su cumpleaños. Murió en la casa de San Ramón de la Nueva Orán, en su adorada finca, seguró que murió en los brazos de su querido de turno. Allí lo amortajaron y se lo trajeron a casa, se le veló en la sala grande de la planta noble de la casa de los Güemes, sus padres desconsolados no atinaban a entender que su niño se hubiera ido tan joven. Y Gaspara, enlutada de pies a cabeza y bajo un velo, lloraba y lloraba, comunicando a unos y a otros entre moderados gimiqueos aspavientos, que qué iba a ser de ella ahora.
En la catedral que los casaron, se ofició el entierro, ante el Señor y la Virgen del Milagro. Y como ilustres que eran en la provinciana Salta, un carruaje negro, tirado por diez negros caballos, coronados con plumeros negros, condujeron al difunto César Augusto Güemes, al Cementerio de la Santa Cruz, al majestuoso mausoleo familiar.

lunes, 9 de diciembre de 2019

Ceferina Valfuente



Ceferina Valfuente, era muy de canturrear en las misas, muy de ir la primera en las mal atinadas letras para que las demás la siguieran. Era una mujer henchida de soberbia, airada, fresca, era de cabeza alta y desafiante, solía mirar para atrás, a sus compañeras, las dominadas, a las voces sumisas que ella capitaneaba, para reprenderlas e imponerles el ritmo rápido que ella, con su falsete engolado, marcaba.
La vejez hace que mucha gente de un giro a sus vidas, que sus vidas en apariencia viren. Sólo en apariencia, porque la zorra cambia de pelo, pero nunca de mañas.
Ceferina era muy de ir enfundada en un abrigo de astracan polvoriento con cuello de zorro gris, nadie supo cómo había llegado a sus manos, di de qué mano era, pero era claro que era algo que chirriaba a pesar de estar ajado, con su paleto y provinciano estilismo. El zorro en cuestión envolvía el ancho cuello de Ceferina, y le confería entre el pelamen y el tufo a perfume fuerte y barato un aire de madame de barrio marginal de urbe con mucho obreraje. Ceferina era mayor y estaba en horas bajas. pero siempre había tenido buena boca, no solía hacer asco a casi nada, y sobre todo si ese algo tenía algo de parné. Quien la ha visto y quien la ve. En primera fila, dándose golpes de pecho con los papeles del canturreo, luciendo baratijas orinadas, perlas falsas y estampados estridentes, siendo la señora que nunca fue, siendo la reina tuerta, entre las ciegas súbditas.
Que fácil es encumbrar al que no tiene pasado, y que difícil es asumir que la zorra con armiño, ya no es una zorra con las mismas mañas. Eso era lo que pasaba en el pequeño cosmo que era Pernicio. La Garufa, que era como la llamaban en el pueblo, eso sí, jamás en su presencia, porque como suele pasar con los acertados motes, no suelen hacer ninguna gracia al ínclito.
Costaba trabajo imaginar, a pesar de su aire estridente, a Ceferina, La Garufa, peleando por un hombre, por un hombre que no era el suyo, con Agapita Vinagre, en el atrio de la Iglesia, porque se estaba amancebado la ínclita, con Gustavo Velo. Y Agapita, harta, la trinco al ir a misa y la revolcó por los suelos, desarmándole el enlacado moño rubio de potasa. Si algo era Agapita, era recia, fuerte y por eso le dio bien pal pelo a la zorra de La Garufa, mientras le gritaba:
- Puta, puta, reputa, como te vuelvas a acercar a mi hombre te rajo.
Arrepentidos los quiere Dios, claro que el arrepentimiento de La Garufa, era muy somero, era de sepulcro blanqueado, porque a pesar de estar más amainada, seguía buscando jaleo entre los maridos de otras, buscando fiesta y si podía sacarles a estos incautos, algunos cuartos por la jarana, mucho mejor.
Agapita, no era de las de las primeras filas, más bien era de misas contadas, de funerales, entierros y fiestas grandes. No era de las que buscan brillar como corrobla del cura, pero un día en la calle que pilló al curita, le dejó claro que la que cortaba el bacalao en la Iglesia, era una harpía. Le dijo:
- Dios que todo lo ve, sabe muy bien de esa furcia galana, de la falsedad de sus rezos, y de que por mucho que se enfunde en ese pellejo de zorra que lleva, nunca será una señora, porque encamarse con los maridos de las demás no es de fresca, es de puta.
El cura le dijo, que no eran formas de hablar, pero que si eso era cierto, pues que no estaba bien. Pero de estas palabritas, el tibio del cura no pasó, porque él, ni quería tomar partido, ni quería tener discordias con la feligresa Ceferina, más por miedo a su lengua viperina, que porque fuese santo de su devoción la cantora de La Garufa.
Muchas eran las que habían tragado quina con los devaneos de Ceferina con los hombres del pueblo, con sus maridos, pero no todas tenían el carácter de Agapita, para plantarle cara, la mayoría eran de murmurar por detrás y no atreverse ni a chistarle en público.
Agapita, por desgracias de la vida, cayó muy enferma y quedó postrada en la cama, algo que utilizo La Garufa, para darle otro tiento a Fermín, con el único fin de joder y cobrarse el revolcón del atrio, que se ganó años atrás cuando estaba como una berraca tras el marido de la Vinagre. Y los hombre que de natural son tontos y veletas, a sabiendas de que su mujer estaba a las puertas de la muerte y que lo más seguro era que un alma caritativa le llevara el rumor a su lecho en una visita, cedió a la berraquera de la Ceferina Valfuente. No tardó en llegarle el chisme y la mujer de Fermín el Recio, que empeoró con el berrinche tanto, que aquella tarde que le llegó la fatídica nueva, Don Victoriano, le tuvo que dar la extremaunción y en las primeras horas de la madrugada murió. Murió prometiendo al cura y a las que estaban en su lecho de muerte, que volvería para cobrarse el daño que le había hecho la malnacida zorra de La Garufa.
Ni duelo respeto la Ceferina, hasta en el mismo día del entierro se la veía rozarse con él, y nada tardo que se encamara con Fermín, hasta en la cama de la muerta, y menos tardó en vaciarle los bolsillos al tonto del viudo de la Vinagre. Pero no tardaron mucho en mostrarse signos de que Agapita había vuelto. El primer síntoma fue que en la misa del día de la Inmaculada Concepción, se le cayó un diente mientras cantaba, se lo tragó mientras berreaba gorigoris y casi se añurga en la propia misa, tosiendo como una posesa., dió la nota, pero se le pasó. Días más tarde se le caía el pelo a puñados, hasta el punto que en una semana estaba calva, y se tuvo que tapar un pañuelo en la cabeza. Los dientes que le quedaban se le fueron cayendo también, hasta el punto que desdentada, ni cantaba, ni hablaba bien. La cara se le empezó a llenar de pústulas y las uñas se le quebraban y le sangraban. Y claro está con la promesa de Agapita, en su lecho de muerte, no tardaron en correrse los rumores por el pueblo de que era la Vinagre, la que la estaba matando poco a poco y convirtiéndola en un asqueroso guiñapo, para escarníar lo zorra que era y para que lo viera todo el pueblo.
Ceferina entre los tufos de las pomadas y el olor a lupanar de su abrigo, se fue quedando sola en primera fila, sus amigas las cantoras le fueron haciendo el vacío, por un lado por lo mal que olía y porque era mejor no estar al lado de ella si la Agapita, era la artífice de aquella venganza.
Ni el médico de Pernicio, daba con el origen del mal de La Garufa, incluso él, no tenía muchas ganas de auscultarla, por el hedor que desprendía y porque vete a saber si aquello era contagioso.
En torno a Ceferina Valfuente, se hizo el vacío, y probó en sus últimos días, lo que era estar sola, despreciada y jodida. Hasta ella misma comenzó a pensar que era un castigo divino, por lo mala pécora que había sido.
Y la verdad de este asunto, es que los muertos para ejecutar venganzas necesitan colaboradores, y había sido Nicanora, la que le había echado una mano al destino. Nicanora, estaba casada con Amancio, un chaval que trabajaba en la central nuclear de Almaraz, y era de allí de donde venía el mal de la Ceferina, de unos polvos que robo por que se lo habia pedido así Nicanora, polvos que la hija de la Vinagre, mezcló con el azúcar del azucarero de porcelana de la casa de su padre, sabedora de que su padre no endulzaba el café, pero si y mucho La Garufa, y que como estaba metida todo el día allí, en la casa de su madre, era ella la que iba a vaciar el dulce azucarero, y así fue como la Agapita le cobró a la zorra, sus malas mañas.