domingo, 22 de diciembre de 2019

Jonás


El infierno habita en las lloviznas, en el inclemente claqueteo de las inmisericordes gotas de lluvia en el tejado de chapa.
Jonás Elevación, no quería salir de su crisálida, del lío de mantas que le amortiguaba la música de aquel martirio. Si robaran en ese momento nadie les plantaría cara. El puerto era un sitio inseguro, eran frecuentes los hurtos en los hangares pesqueros.
Hacía tiempo que Jonás no salía a la mar, desde el accidente, desde que Cliserio le clavó el arpón en la pierna y lo dejó cojo. Desde entonces se quedaba en la nave, vigilandola, aguantando la soledad, el ruido de las lluvias perennes en la cubierta de chapa.
Jonás Elevación, era el mediano de doce hermanos, era unos más, uno de los muchos hijos que parió su madre, uno de los doce hijos de los que se desentendió su padre. Desde que tenía memoria estaba trabajando, estaba buscándose la vida en el puerto. La primera vez que se embarcó tenía catorce años, le contrataron en la cocina, aunque hacía de todo, hasta salar pescado y almacenarlo en la bodega. Nunca fue a la escuela, no sabía leer, sólo sabía lo que había aprendido en los muelles, en la playa, en las tabernas del puerto, en la cocina de La Malvarrosa, con Viridiano, el viejo cocinero que lo trato como un padre, el viejo marinero que lo acogió en su casa y le hizo sentir que la familia no son sólo los lazos de sangre.
Jonás, en aquel letargo se permitía soñar, imaginar que era otro, que dejaba de ser cojo, que era dueño de un barco, de una taberna, de algo que le permitiera prosperar, dejar de malvivir.
Cuando el barco salía a la mar, la nave pasaba a ser su casa, allí pasaba los días y las noches hasta que el Santa Barbara volvía, solo, en compañía de tres gatos y del fiel Jeremías, un viejo mastín que cuidaba la nave con él.
Jonás era de carácter reservado, melancólico, era huraño, de pocas o ninguna relación, salvo Viridiano, que fue el único que penetro su costra de rudeza, de seriedad, de ensimismamiento.

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