domingo, 8 de diciembre de 2019

Práxedes


Todas las certezas tienen fisuras, y aquel caso se había cerrado en falso, era cierto que todas las averiguaciones y las pruebas conducían a pensar que Práxedes, se había marchado a América, pero nunca había escrito, y en su destino los familiares no sabían de ella. Era raro, pero la habían visto coger el tren y en la lista de embarque estaba su nombre, se presuponía que había cogido el barco, pero en el barco se perdia su rastro, porque en el puerto de Mar del Plata, no la habían visto desembarcar.
Quince años habían pasado desde que Práxedes, saliera rumbo a América y nunca llegará a América. Quince años que no se habían aplacado las sospechas de Ovidio, y no se habían aplacado porque Práxedes le había confirmado a él, que no iba a ir a Buenos Aires, para pasar a estar a las órdenes de su hermano, para servirle y cuidar a sus hijos, que en sus planes no estaba el quedarse soltera, y Ovidio sabía bien de qué planes hablaba, porque el plan era él, casarse con él a pesar de la oposición de la familia y el destino que le habían trazado contra su voluntad.
No era difícil encaminar sospechas, pero era muy difícil encontrar pruebas de las encaminadas sospechas de Ovidio.el sabia que esta larga ausencia y sin noticias sólo significaba que había muerto, que seguramente había muerto en el momento de su desaparición, que ni cogió ningún barco, ni ningún tren, que sería alguien que quiso simular que era ella , para confundir y que nunca se supiera nada. Pero había pasado tanto tiempo, su desaparición estaba tan bien organizada, fueron tantos meses los que pasaron hasta que comenzaron a aflorar las primeras sospechas, la preocupación por la falta de noticias, una carta. Era tan largo el trayecto a investigar, que bien podía haberse caído del barco y que por eso no llegó a Mar del Plata. Pero tampoco había aparecido su equipaje en el barco, o al menos eso decía su familia en Buenos Aires, que había transmitido su preocupación a la Compañia Transatlantica. Práxedes había iniciado un viaje al que nunca llegó.
Las heridas que se cierran en falso, no están cerradas, están enquistadas, y ese resquemor y preocupación, periódicamente tienden a aflorar. Y eso era Práxedes para Ovidio, una herida, un capítulo sin cerrar que le impedía afrontar su presente a pesar de que habían pasado quince años y en el pueblo el revuelo inicial hacía mucho tiempo que se había aplacado y ya nadie nombraba a Práxedes.
Ovidio, seguía guardando sus última letras, con aquel trébol de cuatro hojas que encontraron en su último paseo. Ovidio seguía aguardando su regreso, esperaba el fatal desenlace, saber de su muerte, esperaba tener una tumba donde ir a llevarle flores el veintiuno de julio, día de su onomástica y cumpleaños.
Querido Ovidio, le decía. Mil veces le había expresado su preocupación, la desaprobación de su familia a que se ennoviase  con él. Las amenazas que sufría por no querer acatar el destino que le habían impuesto, una egoísta e interesada soltería, primero para cuidar a su madre y luego con un destino de ultramar para cuidar a sus sobrinos.
Olivia Ledesma de Urbizu, la madre, murió antes de lo esperado, quedando libre Práxedes, que en ese momento tenía ya treinta y cuatro años, era ya una mujer mayor para casarse, pero antes no lo había podido hacer porque estaba atada al ordeno y mando de su madre, una mujer clasista y de un carácter insufrible y dominante. Ella era la que nunca vio bien a Ovidio, un simple escribiente en la notaría, así solía decirle ella, a la prudente Práxedes:
- Si por lo menos fuera el notario, sería otra cosa, pero como te vas a casar con un simple escribiente.
Así en esta espera pasaron años, pero la liberación llegó, aunque fuese a costa del óbito de Doña Olivia, Viuda de Urbizu. Y la liberación se torció y eso era lo que le relataba la prudente Práxedes en las últimas letras,  le contaba cómo querían mandarla a Buenos Aires de criada de su hermano mayor.
Y tras estas letras sin adiós, pues no se despidieron, monto en un tren rumbo al puerto de embarque y ahí perdía su rastro ¿ Fue ella la que montó en el tren? Porque todas las mujeres con sus trajes y sombreros con velos se parecen y bien podría haber sido otra. Esas eran las conjeturas que poblaban la cabeza de Ovidio, respecto a su amor imposible, a ese amor que pasados quince años de su desaparición, no se borraba de su corazón, hasta el punto que no había rehecho su vida y vivía consagrado al amor perdido, a su primer amor, a su divina e idealizada Práxedes.
Era veintiuno de julio y ese día fue el elegido para el retorno, ese día en tren regreso del más allá, de donde estaba, Práxedes. Llegó a la estación que la vio marcharse, al pueblo del partió rumbo a un destino al que nunca llegó. Práxedes había vuelto para cerrar ella también un capítulo abierto, cerrado en falso, para saber si Ovidio se había casado y tenía hijos, para quitarse aquel pesar de su cabeza, aquel devaneo, lo que pudo haber sido y no fue.
Llego y lo buscó. Casi nada había cambiado, pero ella sí había cambiado y mucho, tenía cuarenta y nueve años, la vida no la había tratado mal, pero sus formas redondas se habían vuelto angulosas, los años para ella habían pasado afinando su cuerpo y rostro, su porte era el mismo, estirado como el de Doña Olivia, su palidez nivea y su mirada mucho más acuosa que cuando partió. El retiro al que se había sometido y al que hoy ponía fin, la había nacarado. Quince años había pasado en un convento de clausura, preservada del ruido, de la luz, de las miradas, quince años que no habían servido para olvidar a Ovidio, sólo para martirizarse ella y martirizar a los suyos con su desaparición.
Era grato que nadie la reconociera, tan extremadamente delgada y pálida ¿La reconocería Ovidio? Reconocería ella a su no olvidado amor. A través de los cristales de la notaría, lo vió en el despacho de siempre, en la mesa de antes. Estaba encanecido, también a él lo había afinado el paso del tiempo. No sabía si llamarlo, dio varias vueltas a la calle mientras pensaba y al final entró y con voz suave pregunto:
- Podría hablar con Don Ovidio, soy una conocida suya, una amiga de hace mucho tiempo.
Lo llamaron y salió a la sala de espera y la vio, no dijo palabra, enmudeció mientras la escrutaba con la mirada, no dando crédito a tal visión, y tras unos segundos eternos se acercó a ella y la beso y la beso, y sacando de su bolsillo un guardapelo de oro que abrió, le dijo:
- Feliz cumpleaños mi amor.
Y se lo entregó. Allí estaba el trébol de su último paseo, el trébol de cuatro hojas que ella le cogió.



Continuará

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