viernes, 13 de diciembre de 2019

Gaspara y el luto


Con demasiada frecuencia es tan liberadora la fatalidad.
Tras los duelos a veces se respira. Más vale un luto que te libra de un fresco, que seguir padeciendo al fresco y no estar de luto.
Gaspara, lloro y lloro, pero vamos que cuando llego a casa y cerró la puerta tras de sí, rio con estruendo, tranquila porque allí nadie la escuchaba, rio y bebió y festejo el nuevo estado, viuda y libre, rica y sin rendir a nadie cuentas. Sola, triste y sola, que alegria.
No siempre había sido así, hasta antes de ayer, ella estaba sometida a su querido César Augusto, como le gustaba que le llamaran, a su bodoque, como ella en su fuero interno lo llamaba.
A César Augusto, su padre le compro el titulo de farmacia. Le compró el título, la farmacia y compró a Gaspara, porque la viuda, antes de ser desposada era un buen partido y el bolonio, necesitaba una mujer de bandera y de posición si era posible. Y posible fue, porque el necio de César Augusto, el boticario, casó con Gaspara, en la Catedral de Salta, un seis de enero de 1893, día de la onomástica y del cumpleaños, de Gaspara Baltasara Melchora de María Benjumea Godoy, y cierto era que el día venía que ni al pelo, pues Gaspara era un regalo de Reyes, para el niñito malcriado de César Augusto Terencio Güemes y Álvarez de Arenales.
Muchas veces se envidia la suerte de la res llevada al matadero, se la envidia porque nadie conoce la trastienda de los fastos, y casarse en la Catedral, en el altar mayor, con el Arzobispo Don Luis Pirraca de Sal y Sumalao, en Salta generaba envidia.
Gaspara, la mujer del boticario de la Calle Caseros, de la botica principal de Salta, nunca fue lo que se dice feliz. Era difícil serlo al lado del mastuerzo de César Augusto, un misógino, que se casó con ella y nunca la toco, quizás mejor así, porque nunca le dió la lata con requerimientos maritales, en ese sentido la dejo libre, todo lo libre que le permitía ser la Señora de Güemes, la boticaria, porque era ella la que atendía y despachaba en la farmacia, con la asistencia de dos mancebos, Áureo y Electo, que también ayudaban con las fórmulas magistrales.
La misoginia del boticario se manifestaba en una falta de confianza atroz hacia su mujer, que paradójicamente era la que controlaba la farmacia y era muy respetada por los parroquianos y los mancebos. Aunque la consideraba un trofeo y como tal la exhibía en la vida social de la urbe, llevándola a su lado como su perrito faldero, y atándola en corto con respecto al gasto y sus relaciones en solitario. Gaspara, salvo las salidas a la misa diaria de las ocho de la mañana, y recibir y corresponder las visitas de su hermana, con nadie más tenía relación, salvo el trato a los clientes de la farmacia, siempre vigilado por los dos mancebos que tenían órdenes muy claras de relatar a César Agusto, todo lo que fuera de la norma hiciera su mujer.
Harta estaba de ese control sobre sus gestos, vestuario, alhajas. Era un regalo de Reyes sin desenvolver, sin usar, que no se podía casi ni ver y menos aun tocar.
Era evidente que Dios, no les mandaba hijo, porque si se los mandase, sería hijos de Dios, porque Gaspara fue virgen hasta que enviudó. De ese modo el único aliciente de la Benjumea era la farmacia, las vitrinas llenas de albarelos, las fórmulas magistrales, las grageas, las pomadas, los jarabes.
Quince años vivió presa en aquella torre, en aquella botica, en la rutina de las misas, los mancebos y su hermana. Hasta que aburrida del tipo de vida que le esperaba si ella no hacia algo, decidió poner fin a las francachelas de su esposo, a sus cacerías, y sus amigos inconvenientes, sus amigos sarasas, a sus partidas de cartas. Y versada como estaba en drogas y venenos, le preparó la perfecta pócima, aquella que lo mata fuera de casa y sin dejar rastro, en sus horas de alterne, en sus idas y venidas a la finca de San Ramón de la Nueva Orán.
Tan planeado lo tenía todo Gaspara, que hizo que muriera su César Augusto el mismo día de su nacimiento, ese era su regalito, ese era su presente, morir justito el día de su cumpleaños. Murió en la casa de San Ramón de la Nueva Orán, en su adorada finca, seguró que murió en los brazos de su querido de turno. Allí lo amortajaron y se lo trajeron a casa, se le veló en la sala grande de la planta noble de la casa de los Güemes, sus padres desconsolados no atinaban a entender que su niño se hubiera ido tan joven. Y Gaspara, enlutada de pies a cabeza y bajo un velo, lloraba y lloraba, comunicando a unos y a otros entre moderados gimiqueos aspavientos, que qué iba a ser de ella ahora.
En la catedral que los casaron, se ofició el entierro, ante el Señor y la Virgen del Milagro. Y como ilustres que eran en la provinciana Salta, un carruaje negro, tirado por diez negros caballos, coronados con plumeros negros, condujeron al difunto César Augusto Güemes, al Cementerio de la Santa Cruz, al majestuoso mausoleo familiar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario