domingo, 1 de diciembre de 2019

El islote


Su vida siempre había estado acunada por las olas del mar. La brisa del mar había sazonado su temperamento y su rostro moreno, dorado por los vientos que soplaban en el otero donde estaba ahora su casa.
Era un solitario, un rudo receloso y frágil, que tenía miedo al amor, a la compañía, a la cercanía, al roce. Era un ermitaño encerrado en aquel cerro rodeado de mar, de acantilados como murallas que impedían la llegada del invasor. Sólo un estrecho istmo le unía a tierra, un puente que no podía izar , sólo una valla cerraba el paso al continente, una portera para que no escaparan sus ovejas.
Eran muchos los curiosos que llegaban hasta su puerta queriendo entrar en su reducto de tranquilidad, eran muchas las veces que los tenía que parar y explicarles que era una propiedad privada, que se fueran a husmear a otro sitio.
La paz nunca es completa, ni siquiera en los lugares más inaccesibles, lugares que generan en algunos más curiosidad aún por su inaccesibilidad.
Zacaría, vivía allí para aislarse del mundo, fue una decisión que tomó tras morir su madre, pero él seguía teniendo una casa con cobertizos y terreno, en el continente a un kilómetro del islote. En el islote sólo tenían una pequeña casa de aperos y un corral para ovejas para encerrarlas cuando pastaban allí. Él había ampliado la casa hacía muchos años cuando creía que el amor traía la felicidad, cuando creó allí el hogar que durante cuatro años compartió con Marian.
Pero el amor como el mar es voluble y tiene mareas, unas veces sube y otras baja. Unas veces te lame y otras te cerca bravo y con violencia. Así también fue el amor de Marian, tierno y manso cuando eran novios, acunador cuando fue madre y violento y colérico cuando ella así lo quiso.
Después de esos dos años, Zacarías volvió al continente a la casa de sus padres a trabajar allí, ya no tenía sentido estar en el islote, eran muchos los recuerdos y olvidar requería irse de allí.
Hasta regresar a la casa del islote pasarón veintisiete años, y fue después de la muerte de su madre, su padre había muerto siete años antes.
De las tragedias uno nunca se repone, uno sólo las asume, las aísla, las anacara, como hacen las otras con los cuerpos extraños que las irritan, cubrirlos de orientes de nácar, para hacerlos desaparecer bajo los irisados brillos, trasmutando el dolor en proeza, en idealización, en alhaja.
fueron sus padres los que soportaron su exacerbada personalidad los primeros años del regreso, la cólera contenida, que a veces se desbocaba, el arador de la sarna que vivía en su corazón, el frío en el alma.
Fueron muchos días de paseos frente al mar para que su brisa secara el dolor de sus ojos, y los encalleciera con su sal.Muchos días de lluvia en los que salía a llorar con la tranquilidad de que nadie lo iba a ver. Se instaló en su pecho la piedra dolor y tuvo que anacararla, para seguir viviendo. Sus padres y cuidarlos fueron su distracción , las ovejas, su perro, el campo su forma de entretener las infinitas horas.
Jamás comprendió lo que había hecho Marian, nunca entendió que en sus ausencias en la mar, buscara a otro, que se lo ocultara, y que para sentirse libre hiciera lo que hizo.
Cuando al año de estar allí, en la casa del otero desde el que se veía todo el mar, se quedó embarazada, le estallaba el pecho de felicidad, cuando llegó su hijo, fue el hombre más pleno del mundo, y creyó que ella lo era, parecía que lo era. Y no había pasado un año del nacimiento del pequeño Zacarías, cuando ella cambió o él percibió entonces sus cambios. En sus largas ausencias en la mar, para traer dinero, ella ya no quería quedarse en la casa, se iba al interior, a casa de su hermana, una mujer que a él nunca le gusto, amiga de marineros y de ir al Puerto de Bravuras, a las tabernas. A Zacarías, no le gustaban esas estancias, pero lo entendía, la quería tanto, quería tanto a su hijo, que todo lo entendía.
Le llegaron rumores, a su madre, a su padre, a él y no los quiso oír, y cuando los quiso oír, era muy tarde, demasiado tarde, irremediablemente tarde.
En su última salida al mar, cuando volvió ya no estaba allí, la busco en casa de su hermana y esta le dijo que se había ido el día antes. Y él le dijo que en la casa del islote no estaba, y que no estaban tampoco sus cosas, y que las del niño, las de su hijo si estaban.
Ella le dijo:
- Te lo he dicho ya, aquí no está, no sé nada, es muy tarde, buscala en otro sitio, quizás vuelva a casa mañana.
A Zacarías eso no lo tranquilizo ¿Porqué se había llevado sólo su ropa?
La busco por las tabernas del Puerto de Bravuras, fue a casa de sus padres en el arrabal de Boletes, y no sabían nada ni ella, ni de su hijo. Le dijeron que hacía muchos meses que no la veían.
Cansado se fue a la casa del islote a esperar que llegara la mañana para seguir buscándola o por si aparecía por allí.
El amanecer llegó, había dormido vestido, no quería perder tiempo, se calentó un café, lo tomo de pie y salió a buscarla, volvió a casa de su hermana que lo recibió con cajas destempladas, y le dijo que no sabía nada, que no estaba allí, que fuera al puerto a preguntar. Esta vez sí le dijeron que la habían visto con un marinero y que no era la primera vez. Pero que no le podían decir más, porque no lo sabían. Fue el dueño de la Taberna del Francés, el que se atrevió a contárselo, le dijo con una cierta sorna y a la vez tristeza:
- Zacarías, el cornudo suele ser el último en enterarse.
Al menos ya sabía algo, pero donde estaba su pequeño Zacarías.
Fue la casa familiar a ver a sus padres, sus padres nunca vieron con buenos ojos a Marian, su parentela tenía muy mala fama, pero que iban a decirle a su hijo, si no iban a conseguir nada.
A la mañana siguiente la cruda realidad le estalló en la cara. Era temprano cuando le aporrearon la puerta, era una pareja de guardias. Le dijeron, que si podían pasar. Le dijeron que se sentara, le explicaron lo que habían encontrado en la playa, al lado del istmo, unos mariscadores.
Zacarías se echó las manos a la cabeza y se puso a llorar como un niño, los guardias estuvieron a punto de llorar con él. Era muy duro ver a aquel hombre como un castillo, desmoronado ante ellos, por la brutal crueldad de una mujer que para volar libre había lanzado a su hijo al mar desde los acantilados del islote, había matado al fruto de su vientre para zorrear, para escaparse con un marinero que conoció en la taberna del Francés.



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