martes, 3 de diciembre de 2019

Livia


En el jardín de los Rodríguez de Sanabria había un serpenteante paseo flanqueado de matas de celindos, rosales y lilos, que permitía pasear disfrutando de los rayos del sol. El recorrido terminaba en un abrupto acantilado desde el que  Livia, soñaba con lanzarse y volar.
La Pequeña de los Sanabria, siempre tuvo tendencias místicas, se sentía vestal, santa, sacerdotisa de una nueva religión en la que ella era mediadora, entre la divinidad y este mundo.
No era raro verla paseando con un farol por el borde de aquel precipicio, llamado por los lugareños "la muralla de Satán", paseando y esperando y pidiendo la aparición de la divinidad que ella había creado, y ahormado a sus gustos y necesidades.
- Es lo que tiene el dinero, que genera mucha ociosidad.
Esto decía en la cocina del caserón, Ireneo, que continuaba relatando mientras apuraba un café:
- Si tuviera que trabajar como nosotros, se le acababan todas esas tonterías.
Y la verdad es que no iba nada desencaminado el chofer de los Sanabria en estas reflexiones.
Livia Pancorbo Rodríguez de Sanabria, cansaba a propios y extraños con sus tonterías y nadie, excepto Manuel, le hacía caso.
Las ventanas del dormitorio de Livia, estaban orientadas, qué casualidad, al lugar de sus ensoñaciones, al Monte Tabor de su religión. Había crecido con esas vistas, había crecido con aquel acantilado y la advertencia de su peligrosidad. Y con los relatos, de cómo se habían despeñado algunos insensatos, y las historias de marineros que contaban cómo en algunas tormentas el oleaje había encallado y destrozado naves contra él.
Livia, la pequeña, había nacido con una gran diferencia de años respecto a sus cuatro hermanos mayores, que nacieron seguidos, ella llegó veinte años más tarde, veinticuatro años la separaban de su hermano mayor y veinte del anterior a ella. Llegó sin ser esperada, su madre tenía cuarenta y tres años y delego mucho su educación y cuidado en Isidra de Sanabria, su hermana, la solterona, que vivía en casa y estaba aquejada de las mismas fantasías que ahora mostraba la niña.
Marceliano Pancorbo, era el hijo de unos chocolateros de Villaescusa, era burguesía acaudalada, por eso se casó Felipa Rodríguez de Sanabria con él. En realidad, fueron los padres del uno y de la otra los que programaron este matrimonio. Los Pancorbos buscando don y los Sanabrias din, porque no hay don, sin din, sin parné. Eran un matrimonio feliz. Él, Don Marceliano, muy ocupado con la chocolatera y ella criando a los cuatro varones, los primeros, en los que ambos se volcaron, pues ellos perpetuarían la estirpe, y con ellos estaba cumplido el programa de alianzas matrimoniales.
Estas fueron razones de peso para dejar a Livia a su libre albedrío, o en manos de Isidra, porque ni pensaron en casarla, ni en utilizarla como peón en ninguna alianza, ni nada. La estimaron soltera, como a Isidra, para que a la vejez los cuidara.
El acantilado era de piedra negra, de basalto y en las mareas muy bajas se podía pasear a sus pies y buscar en la negra arena pequeños cristales de olivino. Ella, Livia, había erigido esta piedra preciosa, como la gema de su divinidad, de su divinidad marina, porque ella había decidido que su Dios, no vivía en el cielo, sino en el mar turquesa que lamia violento la Muralla de Satán.
Isidra, la había iniciado en estas fantasía, pero con el correr de los años quedó descolgada de ellas, quedó descabalgada de la furia y el brío de la sacerdotisa Livia, que en su maquinación empezó a reglar el culto a su divinidad, a la que llamo Olibel, y decidió también que este Apolo de los mares estaba flanqueado por dos divinidades menores, que eran como sirenas aladas que podían nadar y volar. Estas dos bellezas acuáticas eran Belira y Belmar. Así organizó su panteón de deidades, que controlaban según ella, la pleamar, la bajamar, las tempestades y la música celestial del oleaje que rompía contra las columnas basálticas del templo de su Dios.
Manuel, fue el primero en convertirse a la religión de su amada, porque Manuel en silencio estaba prendado de la calenturienta Livia, de la vestal de Olibel.
Ella y Manuel cuando caía la tarde solían acercarse al acantilado a rendir culto, ella a su Dios y él a ella. Allí en lo alto de la muralla basáltica, al borde mismo del vértigo oficiaba e invocaba Livia a su Olibel, con las túnicas blancas con las que últimamente acostumbraba a vestir, con una diadema de cauris y con el anillo de su abuela en el dedo índice, un enorme olivino de talla esmeralda, montado en oro y con una orla de diamantes talla rosa, con ese anillo su abuelo pidió la mano de su abuela. Su madre jamás se lo ponía, por eso se lo robó de su joyero, porque lo tenía olvidado y porque era la gema de su Dios.
En una de las frecuentes tormentas en la costa de San Andrés, encalló un pesquero a pesar de que en el acantilado estaba  con un farol la vestal Livia, encalló y ella fue la que dió la voz de alarma, de tal modo que los rescataron a todos, entre los rescatados estaba Gonzalo, un muchacho que tras pasar por aquel trance decidió dejar de ser marinero y como hacía falta personal en la casona, fue contratado al día siguiente de ayudante para el jardín.
Había que dar gracias a Dios, porque el pesquero encalló con la bajamar, no sabemos si habría que dárselas al Dios de Livia, a Olibel, o al Dios de los cristianos, a Jesucristo. Pero gracias a que todo aconteció con una bajamar, se pudieron salvar todos porque pudieron abandonar el barco por la orilla de arena negra de la Muralla de Satán. A pesar de la ventisca Livia tambien salió a socorrer, con su túnica blanca y su diadema de cauris, una túnica que la lluvia pegaba a su cuerpo, convirtiéndola en una desalada Victoria de Samotracia, en una bellísima vestal, que encandiló a Gonzalo nada más verla, como una aparición en lo alto de aquel abrupto acantilado. También en la oscuridad iluminada por la mística luna, Livia reparo en el pecho sublime de aquel Apolo que había naufragado frente a su costa, a los pies del altar de su Dios. Aquella noche el rayo fulminante del amor, derribo de su caballo a Livia y le hizo ver la verdad, le reveló, que Apolo era humano y que su soberbio pecho era su nuevo altar.
No fue fácil, pero tan poco difícil, romper con los planes de sacerdotisa de Olibel, ni con el destino trazado por sus padres de mantenerla célibe, por egoísmo, por interés. Felipa y Marcelino se opusieron nada más saberlo a aquel amor descalabrado con un jardinero, pero como la pasión todo lo puede, ante el temor a que los separaran, una noche de luna llena y pleamar se fugaron, con el único ajuar de sus cuerpos y el anillo de olivino, que en su índice le indicaba a Livia que Gonzalo era su nuevo Dios.



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