domingo, 24 de noviembre de 2019

Victoria, la paciencia y la perdida elegancia


La venganza necesita de paciencia, necesita ser tramada, urdida con calma, tiene que ser sigilosa, una puñalada trapera en la oscuridad.
Es duro resignarse a perder lo que siempre se ha tenido, ese talento que jamás imaginaste que ibas dejar de tener. Ese talento, del que hacías bandera, que era tu principal seña de identidad. Toda la vida escuchando a los otros, a las otras, envidiar tu tipazo, tu elegante delgadez, tu esbelta figura. Algo que tú no hacías ningún esfuerzo por retener, por conservar, y a lo que siempre contestabas:
- Es genetica, yo como de todo, pero no me engorda.
Pues ya ves, la genetica te jugo una muy mala pasada, una pasada que te trae de cabeza, y que tú te niegas a asumir. Claro que como asumirlo cuando existen esas amigas envidiosas, que se alegran de verte destronada del podium de la belleza, de verte con papada, sin poderte vestir con una talla treinta y ocho o incluso con la cuarenta. Esas que te lo recuerdan sin cesar, zahiriéndote en público, para que sepan lo gorda que te has puesto, hasta los que ni sabían que antes, hace un par de años, no eras gorda, no estabas así. Triste verte y que te vean, con problemas incluso para entrar en una cincuenta y cuatro y tener que ir holgada, porque no quieres que la ropa defina, lo que ya no te define a ti.
Así, se fue agriando el carácter de Victoria, a pesar de disimular su enfado perenne, con su imponente sonrisa de dientes perfectos y muy blancos.
No había forma de revertir el proceso, y todo pequeño avance en la pérdida de peso, se veía inmediatamente contrarrestado con una ganancia del doble. Era una obsesión, un despertar por la mañana y no poder creer, no querer creer, que esa pesadilla era verdad. Era gorda, y todo indicaba que iba a ser gorda siempre, que el retorno a las hechuras de antes era imposible.
Se acostumbro al sarcasmo, pero no al de todos, le resultaba intolerable sobre todo la burla constante de Ángel, un imbécil que babeaba por ella, y al que ella nunca hizo caso, por mediocre, por ramplón por zafio, y que ahora que ella era imponente árbol caído, él, el ridiculo de Ángel, se dedicara a lastimarla, ahora que tampoco podría ni tenerla, ni alcanzarla, porque siempre vió al mequetrefe, como un ser repulsivo, pelota, lameculos y sin agallas. Y ella, aun estando gorda, en el tema de hombres, seguía teniendo la cerca muy alta.
Victoria, fue paciente, y con el paso de los años todos fueron olvidándose de esas chanzas y volvió la calma, siguió siendo gorda, pero una gorda que había asumido su nuevo ser, su ser nuevo que había llegado para quedarse. Pero el rechazado, el patético resentido, que ni flaca, ni gorda la había conseguido tener, seguía con sus chanza y fue cuando ella,  decidió ejecutar su venganza.
Hay rutinas que dominamos, que repetimos, que nos definen, que siempre hacemos y repetimos, hábitos mortales, recorridos en los que es muy fácil abatir a la vulgar presa.
Victoria seguía utilizando las escaleras, pra subir y bajar de su despacho. Ángel también las utilizaba, pero las subia y bajaba trotando, de dos en dós bajaba los escalones y siempre del mismo modo, saltaba impares, pisaba pares.
Sólo tenía que poner en el último, peldaño par un poco de grasa, y así lo hizo, y Ángel trotó al bajar, trotó, mientras ella iba detrás, y su rutinario trote ese día fue mortal, resbaló y cayó golpeando se con uno de los escalones de terrazo la nuca, ella, Victoria, gritó pidiendo ayuda y se acercó a socorrerlo, mientras con la manga de su abrigo holgado de cheviot, limpio la mancha.  Cuando los demás llegaron la vieron doliente sujetandole la cabeza en su regazo a Ángel, llorando de satisfacción por haber terminado con tanta chanza.
Dos días más tarde fue su entierro, al que ella asistió con su abrigo de cheviot blanco y negro y con un vulgar ramo de flores de plastico que había robado esa misma mañana en el cementerio, en el que ponía en una cinta, con letras doradas "TE QUIERO".

viernes, 22 de noviembre de 2019

Parecía perfecta


Él, tenía dos hijos cuando decidió casarse con ella. Marío tenía ocho años y diez Rubén.
Los abuelos siempre pusieron pegas a casi todas las candidatas, pero cansados, con esta se relajaron un poco.
Ricardo, era joven, era normal que quisiera olvidar, que quisiera rehacer su vida, que quisiera tener una mujer a su lado, que hiciera de madre para sus dos hijos.
Se casaron de modo sencillo, sólo por lo civil, una pequeña comida con los más íntimos y una semana en la playa sin los niños.
Los niños no la adoraban, pero eran conscientes de que había llegado para quedarse.
Ricardo, era un buen partido, a pesar de tener ya familia, era juez, unas duras oposiciones que vivió Mercedes, que supo entender Mercedes y que marcaron el ritmo de su relación y la boda. La boda religiosa y civil, cuando aprobó las oposiciones. Todo era perfecto, todo era previsible, todo era vivir y ser felices, tenían el futuro resuelto. Nacieron los niños y no cabía más felicidad, sanos, guapos perfectos. Hasta que la desgracia llamó a su puerta, y nunca mejor dicho, llamó a su puerta, porque eso hizo el ladrón que la mató, llamar a la puerta de la casa de la pareja feliz.
No fue, nada, nada fácil, reponerse a todo aquello, Mercedes sólo tenía treinta y dos años, Rubén tenía cinco y Marío sólo tres. Cuántos desvelos había tenido Ricardo, pensando, por qué estaba ella en ese momento allí, por qué no le dejo que robara todo lo que quisiera, por qué la había matado si sólo venía a robar.
Habían pasado cinco años, y había decidido poner fin al ese futuro perfecto, con Mercedes, que se había desvanecido.
Claudia, parecía perfecta, tras varios intentos por cuajar una relación con otras mujeres, intentos que siempre tenían un pero para sus suegros, incluso para sus padres y lo peor, incluso para él.
Claudia, llegó como agua de mayo, llegó para cuidar los niños, para echar una mano a Inés, que era la que llevaba todo desde la desgracia, desde que su madre prescindió de ella para pasársela a él.
Ricardo estaba también cansado de que su casa, era la casa de todos, de sus padres, de sus suegros, de su hermana Monica, todos venian a cuidarle, a verle, a atender a los niños, a sacar el perro de Mercedes, a hacerle feliz, porque todos venían con muy buena intención pero ahora él quería otra cosa, por eso busco una niñera, que pusiera freno a tanta entrada y salida, y pusiera orden en las vidas de sus hijos, consentidos por todos, para compensar la pérdida.
Claudia llegó discretamente y tomó las riendas,  al principio encajó bien con Inés, y no chirrió con nadie, y el resto llegó sólo, se hizo necesaria, y era una joven que estaba bien, sencilla y obediente, dócil, y manejaba a los niños y ellos la respetaban y le hacían caso. Con ella llegó la calma y Ricardo, dejó de sentirse agobiado por el afecto y proteccionismo de los suyos. Claudia les hizo ver que ya no eran tan necesarios y así fue sucediéndose todo, hasta que decidió que era la más conveniente, que era su futuro, ese que quería encontrar. Y ella, no se limitó a estar, enseguida vio la posición que tenía y fue a por él.
Ricardo, tenía treinta y ocho, cuando se casó con Claudia de sólo veintiséis.
No era algo rubricado, pero Ricardo no tenía ninguna intención de tener más hijos. Claudia había asumido esta premisa y decía tomar medidas para no quedarse en cinta. Ricardo con Mercedes había planeado que tendría cuatro hijos por lo menos, pero ahora era otra cosa, no sabía cómo podría afectar esto a Rubén y a Marío y de momento no quería alterar esta tranquilidad.
Todos dieron su voto de confianza a la nueva pareja, les dieron su aire. El primer cambio fue que Inés volviera con la madre de Ricardo, todo esto ocurrió tras convertirse en la Señora de la casa, surgieron tiranteces, y la decisión fue propiciada por la propia Inés, que no se sentía cómoda a las órdenes de la advenediza como la empezó a llamarla, cuando hablaba con los abuelos de los niños. Inés hizo las maletas y se fue a casa de Doña Lidia, algo que esta agradeció, porque las chicas nuevas nunca tuvieron  controlada la casa, como siempre la tuvo ella, y que Inés era como de la familia y eso daba mucha tranquilidad.
Claudia, sin competencia tomó las riendas de la casa, y la fue haciendo a su manera. Retiró las fotografías en las que aparecía Mercedes, fotografías familiares donde ella no estaba, empezó así a diluir, hasta borrar totalmente que Ricardo había estado casado antes. Pero a los niños no los podía borrar, ni tampoco podía romper por completo los vínculos con los abuelos y la hermana de Ricardo.
Su Ricardo era juez, pero el ritmo de vida que llevaban, no era sólo de su sueldo, el dinero venía de los padres de Mercedes, de la abultada asignación mensual que pasaban a Ricardo para sus hijos, para que estudiaran en el elitista colegio francés  "Sacré-Coeur", para que llevaran la vida que les había programado su hija, por eso no podía cortar con ellos, tenía que permitir las vistas aunque poco a poco ella las fuera espaciando y dificultando, pero sin levantar suspicacias. Los padres de Ricardo estaban bien , pero no tenían tanto, ellos sólo consienten a los niños con cosas triviales, como hacia la hermana.
Siempre fue Inés, la que más recelos mostró contra la advenediza, la que aguijoneaba a Lidia, con sus sospechas, la que interrogaban a los niños cuando pasaban tiempo con los abuelos y bajaban a la cocina para que los empachara con sus dulces y sus ricas tartas.
Inés, nunca se creyó la sonrisa falsa de la dócil Claudia, y cuando Ricardo comunicó contra pronóstico, que estaba embarazada, dijo con voz sarcástica:
-Lo sabia, lo sabia, yo esto lo veía venir.
A los padres de Mercedes era más fácil complacerlos, los negocios y su vida social, hacían que tuvieran menos tiempo y que con mandar a los niños un fin de semana al mes a su imponente mansión, donde tenían de todo, o con verlos el domingo en misa en la Iglesia de San Marcial, tenían bastante, y eso Claudia, lo cumplía a rajatabla.
Mercedes, era hija única, única y adoptada, eso lo había averiguado recientemente, que no era de ellos, porque no podían tener hijos, y dado su importante patrimonio decidieron tener de este modo una heredera. Por esta razón era tan importante también cuidar a los abuelos ricos, porque cuando faltaran todo pasaría a los niños, a Marío y a Rubén, y claro el tutor era Ricardo y ella su mujer.
Ricardo, reaccionó bien, cuando supo la noticia del nuevo hijo, no se enfado, sino que se ilusiono. Olvidó la promesa, lo pactado antes de casarse y pensó que así se afianzaría la familia. Y nada más lejos, porque ese fue el germen de todo lo que ocurriría después.
El embarazo, como era natural en una mujer tan joven transcurrió bien, incluso se relajó en sus maquinaciones y se dejó mimar y querer por su juez.
Claudia era una incógnita para todos, nunca habían querido pensar mal de ella, pero todo lo relativo a su pasado era un enigma, sólo sabían lo que ella había contado, nunca ninguno de sus familiares había venido a verla, no estuvieron en la boda, decía que tenía tres hermanos que vivían en Francia, como sus padres que habían emigrado allí. La verdad es que ella hablaba francés, de hecho ayudaba a los niños con sus tareas, porque en el "Sacré-Coeur" se estudiaba en español, en inglés y en francés. Según el curriculum y referencias que presentó para trabajar, puericultura lo estudió en Francia, aunque allí no había nacido, había nacido en Galende, Zamora y sus apellidos eran Ramos Ribadelago. Y poco más sabían de ella, salvo que estaba casada con Ricardo e iba a tener un hijo con él.
Por fin nació el nuevo vástago, el hijo de Claudia, el hermanastro de los hijos del juez. Ella quería llamarlo Luis y Luis se llamó, nadie opinó al respecto, a Ricardo el único que podía hablar le pareció bien. Un nuevo Cambreleng, había venido al mundo, un nuevo nieto para Lidia y Samuel, los abuelos Cambreleng, pero este niño ya no tenía a los otros abuelos, a los ricos Coleman, esos sólo eran abuelos de los ricos niñitos, de Marío y Rubén Cambreleng Coleman.
Según fueron creciendo los niños, y fue creciendo Luis, se iba notando cada vez más la diferencia de clase, como los niños ricos tenían acceso a mil caprichos, como eran colmados por sus abuelos maternos de mil atenciones, y como Luis, su hijo, el Cambreleng Ramos, no recibía tanto agasajo. Y fue con ese llover y llover de diferencias, de trato, cuando Claudia que nunca había querido realmente a Rubén y a Marío, empezó a mostrar por ellos una abierta antipatía, una difícil de disimular manía.Y vió que su hijo era el hermano pobre, bueno realmente no era tan pobre , su padre no escatimaba nada en él, pero los otros tenían tanto, iban a heredar tanto, y cuando fueran mayores de edad, ni siquiera sería el administrador su padre, serían ellos.
En el tercer cumpleaños de Luis, lo vio claro todo. Monica y su flamante marido, la abuela Lidia y el abuelo Samuel, Ricardo y sus hijos y ella con la tarta y las tres velas. Sólo faltaban tres años para que Rubén fuera mayor de edad, para que volara, y cinco años más y volaría también Marío. Y con ellos volaría el imperio Coleman. Y su hijo sería un advenedizo, un apéndice de los niñitos millonarios.
Los acontecimientos volvieron a cizañear en su resquemor, un mes más tarde de cumplir los tres añitos Luis, cumplió catorce Marío y se evidenció de nuevo la diferencia de clase, y ahí ya no pudo más y lo que eran sólo pensamientos inconexos, se empezaron a hilvanar como maquiavélico plan.
El cumpleaños fue en casa de los abuelos maternos de los herederos, con una fiesta donde estaban todos los que eran algo en la ciudad, incluso más allá, porque la cadena Coleman, tenía tiendas abiertas por todas partes, estaban todos sus compañeros del "Sacré-Coeur", incluso los profesores, había empresarios con sus relamidas mujeres, abogados, los Cambreleng, Monica y su pijisimo marido, y ella y su hijo, y claro Ricardo, el juez.
Inés, seguía desconfiando de la advenediza, seguía interrogando a los niños cuando iban a casa y seguía obsesionada con la idea de que Claudia, la trepa, algo tramaba.
Los Cambreleng, ahora tenían una nueva distracción, un nuevo foco de atención, Monica esperaba un hijo, otro nieto en la familia, ese embarazo Lidia lo estaba viviendo en primera persona, su unión con Monica era enorme, no sólo era su hija eran confidentes.
Por eso Inés se atrevió a dar un paso más allá, una osadía que le podía haber salido mal. Contacto con Rita, la criada que la sustituyo a ella, la criada de total y absoluta confianza de Claudia. Quedaron en verse en el boulevard de las acacias, en la avenida San Miguel, donde Inés sabía que nunca ninguno de ellos iría.  Se lo jugó todo a una carta, se lo jugó y ganó, porque encontró en Rita, la complicidad que buscaba, y esta le relato determinadas cuitas de la señora, de Doña Claudia, como la llamaba ella
Le dijo que era muy irascible, y que sobre todos desde que nació Luis, estaba especialmente extraña.
- A los niños, los que no son suyos, los odia, aunque lo disimula bien, es muy astuta, pero hay algo turbio en su pasado se nota.
También le dijo que le daba pena Don Ricardo, se veía que estaba muy enamorado de ella y que no desconfiaba nada, que veía por sus ojos.
- Es una gran manipuladora y muy calculadora, le gusta el dinero y el poder.
Tras esta charla tomando un café en un velador tranquilo de los que no dan a las cristaleras, quedaron en tenerse al corriente la una a la otra y volverse a ver en quince días, allí otra vez.
Claudia, siempre fue muy discreta con el tema de su familia, nadie le preguntaba y ella no contaba nada. No vinieron a la boda, nunca vinieron en ninguna Navidad, ni al bautizo de Luis, ni a conocerlo, solamente y no siempre mandaban una postal para felicitar el Año Nuevo. Jamás llamaban a la casa, y en las facturas del teléfono de Claudia, no había llamadas a Francia, o a algún número que pudiera indicar que era de ellos. Tampoco hablaba de su pueblo natal, y no sabía nadie si continuaba teniendo familia en él. Claudia, la dócil, la suave, la advenediza, como la nombraba Inés, no tenía pasado, o tenia el pasado que ella había contado. Su posición social en la urbe era buena, pero no tan buena como ella quisiera, era muy alargada la sombra de Mercedes, la sombra de los Coleman, la sombra de los Cambreleng Coleman, de Marío y Rubén.
Más de cinco años llevaba casada con el juez Cambreleng, cinco años en los que ella ya sentia que habia tocado techo en su ascenso social, eran muchas las señoras de....., con las que ella no podía competir, ni en las asociaciones benéficas de la parroquia de San Marcial, ni en el colegio francés, "Sacré-Coeur", ni en el casino, ni en el club de golf. En nada podía ser la primera por mucho que lo intentara, hasta su cuñadita Monica, despues de la boda con el bobo de Rafael, estaba mejor posicionada en la escala social de la provinciana ciudad. Y ahora el protagonismo era todo suyo, con su embarazo y la venida al mundo de un  Montelongo-Arias y Cambreleng, el niñito que en breve nacería y que convertiría en más segundon a su Luis.
Inés y Rita, volvieron a quedar en la cafetería discreta de la otra vez, quedaron en esperarse dentro, la primera en llegar fue Inés, que ocupó la mesa más alejada de la cristalera. Allí las dos mujeres volvieron a intercambiar cuitas y averiguaciones. Rita le dijo que con mucha cautela porque Doña Claudia era muy suspicaz, había husmeado en sus cajones, en sus bolsos, intentando encontrar una tarjeta, un teléfono, una dirección de la que tirar, y que lo que había conseguido y traía anotado era una dirección de Zamora, y una caja de cerillas de un locutorio, en un barrio donde se supone que ella no tenía que ir, era en el Barrio Social del Cardenal Solórzano, un lugar habitado por la marginalidad de la ciudad. Inés le dijo a Rita que le diera el papel, y que tuviera mucho cuidado con las anotaciones, sobre todo le dijo:
- No tengas nada anotado por si acaso, estoy segura que es una mujer maliciosa, no me fio nada de ella y si te pilla, corres un gran peligro. Estoy segura que tiene algo muy turbio en su pasado.
Además añadió:
- Yo miraré lo de Zamora, en la casa de los Cambreleng tengo carta blanca en casi todo, y yo no despierto sospechas, a mi nadie me vigila, pero a ti si te puede controlar ella.
Tras terminar el café quedaron para la semana siguiente a la misma hora, no debían llamarse, y si lo hacían nunca desde las casas, nadie debía saber que se trataban y que estaban viendo, e investigando el pasado de la mujer de Ricardo Cambreleng.


Continuará

jueves, 21 de noviembre de 2019

Casilda y la vejez


Las personas que no son productivas quedan fuera del sistema, quedan relegadas, convertidas en estorbos. Pero lo que habría que preguntarse es ¿Qué es la productividad?
La sóla presencia de alguien genera cambios, y eso en sí, es productividad, porque introduce variables que con su ausencia no existirían. Los nuevos tiempo no sólo traen progreso, también traen involución, considerar a nuestros mayores estorbos, algo de una supina necedad, porque vivir es curtirse, es sabiduría, es recordarnos a donde vamos a llegar nosotros, recordarnos que nacemos dependientes y moriremos volviendo a depender.
La deshumanización de los nuevos tiempos preocupaba mucho a Casilda, ella veía como sus tres hijos habían volado del nido hace tiempo, habían formado sus propios nidos y ella se había quedado sola, en aquella casa, llena de bellos recuerdos, pero a la vez sin la vida de ningún niño corriendo por los pasillos, por el patio, jugando con los gatos, con los perros, jugando y aprendiendo de todo lo que ella les podía enseñar y contar.
Ya ni venían todos en Navidad, ahora sí venían se quedaban un solo día. Eran otros tiempos, eran unos malditos tiempos de prisa, tiempos sin calor, tiempos en los que ella se resistía a terminar en una residencia y abandonar para nunca más volver su casa, su perro, sus pájaros, su limonero y las hojas que esparcía el viento y ella tenía que barrer. Ella no era una inútil, no quería ser una inútil, quería que su vida siguiera teniendo sentido, con el sentido que te dan los recuerdo, objetos que han salido de tus manos, de tus decisiones, de tus deseos, de tus afectos.
Casilda, no sabía cómo abordar y solventar esta soledad, ese poder llegar a necesitar, depender, ser una carga. Toda su vida se había desvivido por sus hijos, había supeditado su felicidad a la de los demás, eso no quería decir que ella no hubiera sido feliz., las renuncias no necesariamente nos hacen infelices, la felicidad es contagiosa, y ver feliz a quien quieres te viste de felicidad. Estaba claro que quería vivir y convivir, quería ver felices a los suyos y ser feliz.
Casilda había inculcado estos valores en los suyos, había dado ejemplo con su conducta, había vivido su matrimonio como algo más amplio que dos. su casa siempre fue una casa abierta, en ella pasaron sus últimos años sus padres, su marido, su suegra después de morir su marido, su hermano mayor, la casa y ella sabían despedir, cuidar y exprimir al máximo el regalo que era disfrutar de alguien. Por eso no podía entender que su destino pudiera ser pasar sus últimos días sola, o tener que abandonar su casa por no poderse valer. En esta Navidad que se acercaba, quería abordar este asunto porque ella no soportaba ese horizonte tan desolador.
Ochenta años de vida y viviendo en el mismo sitio, y sin echar de menos nada, eso si echando mucho de menos a todos los que se habían ido. Sus hijos habían volado, porque allí no había futuro, o no estaba su futuro. Ahora el mundo es tan abierto y tan grande que en los pequeños pueblos donde cada vez quedan menos los jóvenes se asfixian. Sus niños volaron el día que se fueron a estudiar fuera, y conocieron a sus amigos de fuera, y venían al pueblo y salían con los que como ellos ya entonces proyectaban y soñaban con la vida fuera, y en la universidad conocieron a sus novias de fuera, y se casaron y empezaron a tener hijos fuera, en sus casas de la capital con sus trabajos en la capital. Y empezaron a repartirse en los momentos importantes como la Navidad, pasándolas un año sí y otro no con ella. Casilda nunca tuvo ese problema, su marido era de allí como ella, sus familias estaban allí, no había que dividirse, todos los días podían verse, besarse, desearse los buenos días, las buenas tardes, las buenas noches, todo era cercano, todo era pequeño, cuatro calles, cuatro pasos y estabas allí.
Ella sabía que ninguno de ellos iba a volver, no quería creerlo pero lo sabía. Sabía que sus hortensias morirían con ella, que su limonero se agostaría cuando ella se durmiera para no volver. Sabía que cerrarían la casa, que quizás la venderían, que en el mejor de los casos vendrían algún verano. Sabía que nadie cuidaría su descanso eterno, que no le llevarían flores, que ni misas dirían por ella, lo sabía y no lo quería creer. Qué pasaría con sus pájaros, con las migas de pan que ella les daba, con su perra, que sólo tenía cinco años, quien se haría cargo de ella. Al calor del brasero, aquel veintidós de noviembre mientras fuera llovía y acariciaba a Blasita, que estaba en su regazo dándole fiel compañia, no pudo reprimir ponerse a llorar, con un llanto de impotencia, de frío, de soledad.
Casilda, sentía que ahora si era un estorbo, un trasto viejo, que en las casas modernas de sus hijos no encajaba, sentía que el destino no le devolvía lo que ella tan gustosamente había sembrado. Pero aun así tenía fe en juntarse con los suyos en esa ya próxima Navidad y que si Dios quisiera. se obrara un milagro.
Carlos Tomás, su hijo mayor, llegó el veintitrés, con sus dos hijos, Carlos y Tomás, y con Matilde su mujer, este año venían a Nochebuena, pero no vendrían en Nochevieja, y  si volverían a aparecer para recoger los Reyes. Casilda gastaba muy poco, por lo que se podía permitir ser muy generosa, con sus hijos y nietos, en Reyes, y eso era un poderoso reclamo para que nunca faltaran y si lo hacían, la visita en los fines de semana siguientes estaba asegurada.
El veinticuatro por la tarde llegó Luis José, no vino con su mujer, se trajo a un amigo, un tal Ismael, un muchacho muy majete, justificó a Clara, diciendo que tenía asuntos que resolver, que ya nos contaría.
Jesús Enrique, no vendría, tenían que ir a casa de Marga, su padre estaba muy delicado y ante el miedo a que fuera la última Nochebuena con él, habían decidido ir allí, y según como lo vieran y si tenía ánimos, vendrían a comer el veinticinco.
El panorama dentro de lo que cabía pintaba halagüeño, porque en la comida de Navidad par que iban a estar todos, salvo Clara que no podía, por asuntos, venir.
Tomi, alboroto en seguida la casa nada más llegar, su perro corría tras los gatos, sus hijos tras de él. Matilde les daba voces, diciéndoles:
- ,Dejazlo, que los gatos son muy listos y se saben defender, que ya se subirán a un árbol o a una tapia.
 A todo esto, Blasa, ni se levantó del sillón, demasiado alboroto para la calma que ella disfrutaba todos los días.
Carlos y Tomás, estaban enormes, más altos que la última vez que los vio, eran dos hombrecitos,  Carlos, el más alto, tenía dieciséis y Tomás no tan alto, tenía dieciocho, que mayores, que formales, que bien los había educado Matilde. Y que guapos, Carlos con sus ojos verdes y Tomás con sus ojos color miel. Que orgullosa estaba de sus nietos, ahora sólo faltaba rezar y a ver si había suerte y estaban todos en la comida del veinticinco de diciembre.
Después de comer al día siguiente, el día veinticuatro, salieron a dar un paseo, ella quería que la vieran con sus nietos, con su hijo y con su nuera, que vieran la familia tan bonita que tenía, que vieran a Tomi, a su niño grande.
Del paseillo volvieron pronto, tenían que hacer la cena y estaba al caer la llegada de Pepe.
Y llegó Pepe y presentó a Ismael diciendo:
- Ismael, un amigo y compañero, con el que estoy planeando montar un negocio, ya os contaré.
Y añadió de seguido:
- Mamá, lo de Clara, ya te lo explicaré.
Ya estaban dos de sus hijos, se empezaba a obrar el milagro.
Pepe y Clara no tenían hijos, nunca explicaron porque, pero no los tenían.
Luis José, era el pequeño, el más soñador, el más artista, el más bohemio, había estudiado filosofía y daba clases en un instituto. Clara se dedicaba a lo mismo, así se conocieron y dadas sus muchas afinidades decidieron casarse y compartir viajes, amor y proyectos.
El bullicio en la cena fue como en las cenas de antes, todos hablando a la vez, los perros pedigüeñeando alrededor de la mesa, hasta Ismael estuvo integrado y risueño. Cantaron villancicos y Casilda de alegría lloró, e hizo llorar a Pepe, e incluso soltó alguna lágrima Ismael, al ver tanta emotiva complicidad.
Pepe, contó que Ismael era arquitecto, que trabajaba desde casa, que tambien era interiorista y que en alguna ocasión había acompañado a ferias de decoración y antigüedades.
Ismael, no hablo mucho, se veía que tenía una gran complicidad con Pepe, en determinados momentos parecía sonrojarse ante los cumplidos que le hacía Pepe al describirlo. Se notaba en él sinceridad y franqueza y que quería caer bien.
Llegó la hora del café y se trasladaron todos a los sillones, todos menos Pepe y su madre que retiraron algunas cosas de la mesa y fueron a la cocina a hacer el café. Fue allí y en ese momento apartado del resto, cuando le dijo a su madre:
- Me he separado de Clara, por eso no ha venido, llevábamos mucho tiempo mal, pero ahora todo está aclarado, está todo bien.
Casilda, lo miró comprensiva, y no dijo nada, no sabía que tenía que decir, pero al final mientras él se servía un licor y empezaba a salir el café, le dijo:
- ¿Pero tú eres feliz?
A lo que él contestó abrazándola:
- Ahora si, soy muy feliz.
Madre e hijo, salieron con la bandeja con las tazas y la cafetera, preguntando:
- ¿Quién quiere café?
- ¿Como lo quieres?
Pepe se sentó cerca de Ismael, que tenía en su regazo a Blasita, algo que sorprendió a Casilda que dijo:
- Blasa, pero que lista eres, me has cambiado por este chico tan joven y guapo, por el arquitecto, vaya, vaya, dónde está la fidelidad a tu ama.
Ismael, hizo el intento de llevarla al regazo de la madre de Pepe, a lo que Casilda, riéndose, le dijo:
- Pero que no, que estoy bromeando, ya habrá días que no os tenga a ninguno de vosotros y si quiere estar en el regazo de alguien, sólo podrá estar en el mio.
Y en ese punto se puso seria, algo que enmendó enseguida, por que no quería estropear aquella noche tan bonita.
El veinticinco por fin llegó, tras el desayuno, todos salieron a dar paseos, Tomi con Matilde, Carlos y Tomás se fueron con su perro, y Pepe e Ismael hizieron lo mismo pero por su cuenta.
Casilda se quedo en casa con Blasa, por si todo se confabulaba y aparecia Kike.
Y al final apareció, llegaron sobre las doce, se les veía cansados, pero estaban allí, Kike y Marga, y sus tres hijos, Adriana, Raquel y Jeremías. La dicha era completa, estaban todos, todos menos Clara, pero Clara ahora ya no era de la familia, con lo cual estaban todos. Que más se podía pedir.
Evidentemente las comidas no se hacen solas, la estaba haciendo Socorro, la de siempre, la que venía tres veces en semana a darle una vuelta a la casa. Socorro era de confianza, era como de casa, era la que controlaba que todo estuviera bien en las largas ausencias de los tres hijos de Casilda.
Olvidaba deciros que Kike y Marga, también tenían perro, un labrador chocolate. El único que no tenía perro era Pepe y era porque no le gustaban a Clara.
En la comida eran doce, mucha más algabia, feliz algarabía, doce y tres perros, tres pedigüeños perros.
Casilda no podía concebir más felicidad, o ¿Quizás si?
Bebieron vino y brindaron por las veces que quedaban por venir, por la suerte que tenían de tenerse, por dejar atrás lo malo, por la familia..... hasta que se levantó Pepe y puesto en pie les dijo:
- Me gustaria deciros algo, decíroslo ahora que estais todos, que estamos todos.
Tomo aire, dio un sorbo de su copa, miró a su madre y miró a Ismael y continuó:
- Mi vida a dado un giro enorme, no es ni por asomo la que hasta ahora he llevado, se han producido muchos cambios y más que quiero que tengan lugar.
- Voy a dejar mi trabajo, me he separado de Clara, y tengo una nueva ilusión, un nuevo amor, un nuevo proyecto de vida.
Todos le miraban con mucha atención, en silencio, con expectación.
Y siguió.
- Mi amor es Ismael.
Y se fue hacia él y lo besó.
Todos reaccionaron perplejos, pero sin acritud, porque era su felicidad y el era el que la tenía que escribir.
Ismael se ruborizó y agachó la cabeza, mientras daba un sorbo de vino.
Y fue entonces cuando se obró el milagro, cuando dijo Pepe:
- Mamá, quiero venirme a vivir aquí, contigo.
- Los dos nos vendríamos a vivir aquí.
- Queremos montar una casa rural y quedarnos a vivir aquí.


La Heliogábala


Era muy difícil resultar prudente, cuando nuestro norte es el exceso. Cuando nuestra voracidad nos domina. Asfixiados por una lluvia de pétalos, que no son un gesto de amor, sino la desmedida aversión hacia quien nos supera en autocontrol, pantagruélicas cenas para calmar nuestra amoralidad.
El ringurrango esconde taras, los excesos carencias.
Heliogábala, la llamaban en los círculos del vicio, tragona, insaciable mondonga.
No era un sino fácil, ser blanco de miradas, sentir como el punzante dardo del dolor, al leer los labios de los que discretamente y en voz muy baja te llamaban vaca, bufona, tragaldabas, puta gorda, gorda puta.
Claro que lo malo no era ser un odre, un vulgar y henchido odre, lo malo era el apetito voraz que la forzaba a mamar lo inmamable, a clavar en sus deformes carnes cualquier verga, sentir un enorme come come en la gruta, que nunca se saciaba y siempre pedía más, pedía guerra.
Ninfomana, oronda, vulgar, zafia, así era Marata, María Teresa, La Heliogábala.
A mil tratamientos se había sometido, en mil manos se había puesto, a mil remedios se había encomendado. Y ninguno eficaz, todos conseguían una distracción momentánea del apetito único y dominante, del ansia por follar, por chupar, lamer, por frotar, tocar, asir, por menear, comer pollas, muchas pollas, grandes, enormes pollas.
Era un duro complejo, era duro estar tan acomplejada y sacar fuerza de aquel cuerpo fuerte, para hambrear por los bares del vicio, para buscar borrachos, degenerados, desesperados, grupos enteros que por curiosidad y perversión querían tirarse a aquella deformidad. Cuando hay hambre, no hay pan duro, y ella era correoso pan, pan mohoso, que siempre a altas horas de la noche, en los cuartos oscuros, en las callejuelas de la amoralidad, alguien quería comer, probar.
Marata, era un plato recio y urgente, era comida para hambre asentada. Era, aquí te pillo y aquí te mato y si te he visto no me acuerdo. Era episodio digno de olvidar, era pensar que las prisas no son buenas y que un salido se tira a cualquier cosa. Cualquier cosa era, porque nunca, casi nunca querían repetir, querían charlar con ella. Salvo los degenerados, que encontraban placer en sus sórdidos relatos, en sus húmedos relatos, donde tres vergas enormes se disputaban su boca,  donde tres hombre se besaban entre ellos, mientras ella les comía las vergas. La verdad. es que no era nada raro que se prefirieran besar entre ellos, antes que besarla, incluso terminaban prefiriendo comerse las pollas unos a otros, antes que ella se las siguiera comiendo. La verdad, es que su papel en estos juegos se tenía que reinventar cada día, ante la competencia que le terminaba surgiendo.

Quien recibe a veces no lo entiende


Quien regala bien vende y quien recibe a veces no lo entiende.
Dolores casó de forma modesta, de modo acorde a su mediana posición, se casó con Ángel Vetete, el hijo de La Veteta, una payenca  muy pariora, quince hijos tuvo, de los que le vivieron trece, y Ángel era el último. Casó con él. porque todo sea dicho, eran muy trabajadores y listos los hijos de Modesta, como lo era ella, no así el crápula de su marido, que sólo sabía preñarla. Remigio Ledesma, tenía un pequeño capitalito y cuando murió su madre y heredó, se trajo a la payenca para que le sirviera, y vaya que le sirvió, cinco hijos tuvo ella antes de que se decidiera a casarse, decisión que tomó porque el capitalito menguaba y era ella la que llevaba  las riendas de todo y además no eran pocas las presiones que ejercía don Honesto, el cura de Fuenroya, que consideraba muy indecente toda la situación. Y llegaron diez hijos más, dos muertos, unos mellizos que venían mal colocados y Margarita, la matrona, no pudo salvar.
Ángel Ledesma, trabajó mucho y en muy variadas cosas desde muy pequeñito, como todos en aquella casa, salvo el golfo de Remigio. Fue monaguillo, por la pequeña propina del domingo, pero monaguillo de ayudar a Don Honesto todos los días, sacrificio que el compensaba a su madre tambien, pues siempre la vio como una feligresa abnegada y buena. Trabajo haciendo recados en el colmado de Zapatones, estuvo llevándole las cuentas a varios ricos del pueblo, y eso lo hacía desde bien chico, porque la verdad es que listo era un rato largo. Y por último cuando debería haber hecho la mili, de la que se libró porque tenía una cojera debida a la polio, recaló en la fábrica de harina, donde se quedó como contable.
Dolores siempre se había fijado en él , no era un muchacho al uso, era calladito y diligente, no era fanfarrón, no tenía ninguno de los vicios de su padre y salvo la cojera que le forzaba a llevar bastón, era un muchacho bien plantado, de hecho el bastón le daba un aire elegante, que Dolores, siempre supo apreciar.
El caso es que casaron, con el beneplácito de la madre, porque Remigio, ya había muerto por entonces. Les casó Don Honesto, un sábado por la tarde, ella vestida de negro, con el velo de ir a misa, de su madre, que era de un encaje muy fino, y él con un traje gris que tenía para los domingos, un traje que había comprado cuando le contrataron en la fábrica. No fue mucha gente a la boda, los hermanos de Ángel que estaban fuera no vinieron, su madre fue su madrina y a Dolores la llevó al altar su hermano. El convite fue en el patio de la casa de los Ledesma, debajo de la higuera y el limonero, unos dulces y una viandas que pagó el hermano de Dolores. Aquella noche la pasaron en la que sería su casa, la casa de Dolores, la casa de sus padres, que desde que murieron por ser la soltera era suya, su hermano no vivía en el pueblo y no le importó que la soltera se la quedará, dicho sea de paso, Serafín, no veía con malos ojos esta boda, Ángel era muy tranquilo y presumía el temperamento del muchacho, que no le iba a dar mala vida a su hermana.
La casa de Dolores era más modesta, más pequeña, pero estaba en la plaza, lo peor eran las tres plantas y que Ángel tendría que subir y bajar muchas escaleras.
Tres meses llevaban casados cuando comenzó se proclamó la República, tres meses y doce días cuando los disturbios llegaron al pueblo, tres meses y doce días lo que a Dolores le duró la dicha.
Nunca lo pudo entender, nunca le entró en la cabeza, que los que jugaron con él, que los golfos a los que él ayudaba a hacer los deberes, que los amigos con los que compartía los caramelos que le daban de propina en el colmado, le segaran la vida, que se la segaran por trabajar para un rico, para Don Urbano Bonilla, el dueño de la fábrica de harina, por haber sido monaguillo de Don Honesto, por tener fe e ir a misa, nunca pudo entender aquel odio cainita contra alguien que nada malo hizo, salvo trabajar. quererla a ella y a su madre e ir los domingos a misa.
En el huerto del convento lo colgaron, y a su lado colgaron tambien a Don Honesto y al hijo grande de los Bonilla. Fueron los Bonilla los que los descolgaron a los tres y los llevaron a la casa parroquial para limpiarles los salivazos, para adecentarlos y amortajarlos. No la dejaron verlo, no querían que viera Dolores, la mueca de sufrimiento de su Ángel. Le pusieron el traje gris de su boda y cerraron la tapa, e idéntico proceder tuvieron con los otros,  y a los tres los velaron en grande la sala de la casa del cura, y sin misa, los enterraron por la mañana.
Esta tragedia, unió inexorablemente a la viuda de Ángel Ledesma y a la madre de Jesús Bonilla, aunque sumidas en el dolor, se apoyaron y animaron en ese primer y terrorífico año de luto. Don Urbano, no escatimo nada hacia la viuda, sintiendo que compensaba, paliando su dolor, su propia pérdida. Le asignó una renta holgada para que nada necesitara y viviera sin estrecheces y a partir de ese momento fue habitual ver a las dos señoras haciéndose compañía y acudiendo a misa juntas.
Fue muy reconfortante para Dolores, sentir a los Bonilla a su lado, sobre todo porque a la muerte de Ángel, le siguió conocer que ella estaba en cinta, y que por la locura del dolor a los cinco meses se frustró su embarazo, algo que en cuestión de desgracias, no paró ahí, pues quince días más tarde del aborto, mientras la atendía en casa, un infarto fulminante acabó con la payenca, con Modesta Veteta, y fue entonces cuando quedo totalmente sola, porque ninguno de los Ledesma vivía ya en el pueblo, y su hermano estaba claro que ya nunca iba a volver. Estas nuevas tragedias afianzaron aun más el vinculo con los harineros, con los pudientes de la villa.
En las tardes de rosario y pastas en la casa del barrio alto de los Bonilla, se empezó a gestar el cobro de la afrenta, como hacer pagar a los malhechores, a esos que se los encontraban por la calle y que ni habían pedido perdón, ni agachaban la cabeza. Ahora que se había recobrado la calma tras el alzamiento, era el momento de planear la venganza.
No debía saberlo nadie, todo debía estar hecho con mucho sigilo, con calma y sin dejar rastro para que aunque creyeran saber, nunca pudieran probar nada.
Don Urbano, Doña Águeda, Dolores y Virgilio, el pequeño de los Bonilla, planearon cobrarse sin despertar sospechas el ultraje a Ángel, a Don honesto y a Jesús.
Aquellas reuniones eran vistas con naturalidad, por lo que no despertaban recelos, y había pasado más de un año desde la tragedia, con lo cual todos los baladrones estaban confiados y ni pensaban que dos viejos y una viuda les pudieran cobrar la cuenta.
Estaba casi todo pergeñado y se aproximaba la fecha. Todos los asesinos eran del pueblos, amigos de Ángel y amigos y quintos de Jesús, eran del circulo del ateo de Lino, del instigador anarquista, de las familias envidiosas, hijos de obreros resentidos.
Mil veces habían desfilado por sus sueños, las caras de los trece ruines, de los trece que ahorcaron  y torturaron por los mismos celos que sintió Caín, a los dos muchachos que estaban empezando a vivir.
No era muy cristiano lo que iba a hacer, pero la justicia divina no es la de los hombres y ellos los dolientes Bonilla y la viuda de Ledesma, no podían esperar a ver el cobro en el más allá, querían hacer justicia ahora.
Ellos sabían muy bien los hábitos de Lino, sabían de su fanfarronería y era fácil con esos espartos trenzar la soga que los ahogaria.
Del primero al último de los trece , eran unos mediocres, eran unos crecidos con los aires revolucionarios, que pensaron que se iba a dar la vuelta la tortilla y ellos pasarán a estar arriba. Y estaban la verdad sea dicha, en el mismo sitio, seguían hambreando fortuna y seguían siendo unos pobres de solemnidad. Lo que sí habían conseguido es un mal nombre, y que determinados terratenientes y comerciantes de la comarca, a petición de Don Urbano, no les dieran trabajo ni a ellos, ni a sus familias, y eso hacía que estuvieran caninos, sin blanca en los bolsillos y mendigando una ronda, un vulgar chato de vino.
Se aproximaban las fiestas de San Lino de Volterra, que eran las fiestas del pueblo, el 23 de septiembre empezaban, dos días, con sus procesiones y verbenas.
Los fanfarrones que mataron a Don Honesto, ahora sí iban a la Iglesia, iban sólo esos días, porque si sacaban al Santo los convidaban y pasaban gratis las fiestas. Además era el Santo del Judas de Lino, de Lino el anarquista, el comunista que había podrido el seso a los trece tontos, que segaron la vida de tres inocentes.
En San lino el chico, como se llamaba al segundo día de fiesta, quedaban los de casa, la procesión era menos concurrida y en los jolgorios y convites estaban los que estaban y sobre todo estarían los que al plan interesaban.
Estos días en los que empieza el otoño, son días revueltos, lo mismo hace sol que llueve, pero no llovió, y el sol hizo que los trece y su líder salieran a buscar diversión a florearse en la plaza, a cargar con el patrón y a disfrutar de las dádivas del mayordomo de ese día.
Los Bonilla y la viuda, se ausentaron como en las anteriores fiestas, unos días antes se marcharon a una dehesa que tenían en Ciudad Grande, a La Tortosilla, lejos nadie los podía relacionar con nada, si alguien pensaba relacionarlos.
 Esa mañana en la sacristía el nuevo cura, el que sustituyó a Don Honesto, les dijo a los zagalones del Lino, aqui teneis lo que me ha mandado por correo el mayordomo de este dia, cuando termine la procesión os lo lleváis, tres arrobas de vino bueno, un jamón y tres quesos. Así que ya podéis sacar el Santo bien.
Todos sonrieron y preguntaron a coro:
- Y ¿Quién es el generoso?
A lo que contestó el curita:
- Es un devoto, que vive en la capital, me lo ha comunicado por carta hace un mes, que quería ser el mayordomo de San Lino el chico. Que era una promesa, por una gracia concedida. Y anteayer me llegaron los bultos que veis aquí, y el dinero para pagar la misa y todo, que ya lo he puesto yo a buen recaudo.
Miro al cielo, o más bien al techo de la sacristía y añadió:
- Menos mal que aun queda gente buena.
Los trece, salieron de la sacristía, diciéndole a Judas:
- Hoy sí que vamos a celebrar bien tu Santo, no como ayer, que con dos chatos y una lasca de queso nos despacho Saturio el portugués.
El primero en sentir malestares fue el cura, contra todo pronóstico, porque nada de lo enviado por el mayordomo era para él. Pero la avaricia rompe el saco y el curita, se quedó una arroba de vino, seis chorizos y un queso. Y esa avaricia poco cristiana, se la jugó.
El joven Anselmo, se llevó a casa su perdición. A los dos días de haber empezado a tomarse una que otra copita de vino, o a comer el queso y las viandas, comenzó a notar dolores abdominales, revoltura, dolor de cabeza, y así hasta ir empeorando cada vez más. Él fue el primero porque, él disfruto del botin el día antes de San Lino el grande, el 22 de septiembre, con lo cual su malestar se mostró el 25, y de ahí a su triste obito mediaron cinco días.
Los fanfarrones, fueron cayendo igual, uno tras otro, se fueron cagando vivos y poniéndose amarillos fueron echando la bilis, sin que ni el médico, ni el boticario tuvieran claro a qué se debía el malestar de todos ellos, salvo que se juergueaban juntos y eso algo tendría que ver.
- En quince días todos estan muertos.
Dijo el boticario, dando a entender que nada se podía hacer.
El cura, fue un daño colateral, que incluso vino bien, porque eliminaba la posibilidad de rastrear el origen del mayordomo y hacía imposible que pudiera declarar nada, pues había estirado la pata como los demás. Hubo muchos rumores en el pueblo, se investigó y  se supo que eran los vinos, el jamón, los chorizos y los quesos y que no podía ser casualidad que todos los muertos fueran anarquistas, y que el Lino estuviera entre ellos, pero no se pudo dar con el mayordomo misterioso, que mandó las viandas de la capital.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

María Bartolo Lirín, La Escuerzo


A veces el placer llega solo. A veces esperar es una virtud. A veces no desfallecer en la espera, es mucho más que fe.
Era un domingo del tiempo ordinario, era un domingo de otoño, al entrar en la iglesia lloviznaba, por eso los pequeños corrillos se formaron dentro.
Los tiempos habían cambiado, ahora las clases altas nunca se sentaban delante, en las primeras filas sólo se sentaban los que buscaban lo les negó natura.
Los Coca-Munguia, los Ibarramendi, los Álvarez-Urquijo, los Urbizu, todos estos estaban sentados de la mitad para atrás.
Y en los primeros bancos; los Lirín, los Muti, los Sappo y los Bartolo, lo peor de cada casa, lo más florido, lo más manchado, lo más abyecto.
Y en el primer banco, como adelantada y abanderada de los nuevos valores y méritos, María Bartolo Lirín, la Escuerzo, como la llamaban los suyos, los que salidos de las Corralas de Morete, hacían apología de lo tuerto.
Cuando termine de contaros, lo entendereis, como Dios reparte suerte y reparte todo tipo de suerte, hasta el punto de que el mismo se enmienda la plana.
La misa comenzó como siempre, con los cantos desatinados de la Crescencia Muti, seguida de sus parientas las Lirin, las que sólo tienen orejas. En seguida apareció el cura con la casulla verde, y los famélicos hermanos Sappo, Marcelito y Jacintin. Las lecturas y el salmo los leyó Tere Pescueza, con su tono áspero y lineal, y alterando como siempre las pausas de los puntos y las comas, daba igual porque nadie le prestaba atención a esta mojigata señora.
Llegó el evangelio, que versaba sobre los malhechores crucificados con Jesús, y cómo recibimos el justo pago de lo que hacemos. El cura lo leyó como siempre, mirando a las filas de los tuertos, a las filas de la patulea. Y tras el evangelio, soltó un pequeño y relamido sermón, que nada tenía que ver ni con la palabra de Dios que se había leído.
Continuó la celebración y los canturreos, hasta que llegó la paz y la diferencia de clases se hizo patente de nuevo. Los últimos bancos, sin algarabía daban la paz al de al lado, sin moverse, ni girarse. Pero en las primeras filas, todo era circo, giros y exagerados besos, las clases populares se quieren muchos  y son de muchos aspavientos. Y claro está María Bartolo, la Escuerzo, la que más, recorrió el pasillo central varias veces, repartiendo ósculos y arrumacos a diestro y siniestro, ella era de hacerse notar y pasearse, que vieran y envidiaran que tenía abrigo nuevo, un abrigo verde de piel de conejo.
Y por último llegó la comunión y el paseillo por el pasillo central, y todo amenizado por los desafinados cantos de las cantoras de gorigoris y su reservarse para comulgar las últimas, y claro está la ultimísima tenía que ser como siempre, la diabla de la Escuerzo. Y se puso en la fila con su abrigo de pellejo verde, canturreando mientras se acercaba:
- A ti Señor levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo, a ti Señor levanto mis ojos, porque espero tu misericordia..............
Abrió entonces la boca, y Don Senén, depositó el Cuerpo de Cristo en su lengua, que ella recogió y girándose para que la viera todo el pueblo, intentó retomar la canción y se atraganto al decir, misericordia, y comenzó a toser y a toser, y a toser y a toser, mientras el cura subía al altar y sus compañeras de canto seguían cantando desgañitándose para tapar su tos. Tras la tos, vino el carraspeo, y el intentar con los dedos sacarse la hostia consagrada de la garganta, después vino el pataleo y el ahogo, y los gestos de pedir ayuda. Todo esto ante la perplejidad y la inacción de todos, todos que la veían ponerse roja, todos los que veían como sus ojos se salían de órbita, y como con voz sorda y con puñetazos al banco, maldecía a la puta hostia que la estaba ahogando. Por último ante la imposibilidad de despegar el Cuerpo de Cristo de su garganta, salió corriendo, con su vulgar abrigo, de piel de conejo teñido de verde, hacia la entrada de la Iglesia y se puso a beber de la pila del agua bendita, buscando tragar la oblea que la estaba asfixiando, y fue en ese momento que tosio y gargajeo y decidió salir al atrio del templo, buscando la ayuda que le negaban dentro, y vencida por una segunda fortuna, por un segundo golpe del azar, pero diametralmente opuesto, cayó al suelo, y murió sobre un charco, mientras llovía a cántaros, y murió rodeada de gente, de esa gente, de su gente, que por delante la adulaban y por detrás la ponían como a su abrigo, verde.
Nadie, ni fuera, ni dentro la ayudó, y se demostró que pocos la querían, que nada la querian, que no la quería ni Dios, que con su Santo Cuerpo ajustó con ella cuentas y la ahogó.
El cura, terminó la misa y bendijo a los fieles y les dijo que podían irse en paz, y al salir todos la vieron allí, calada, tirada.
Y una dijo:
- Si alguien la quiere que la recoja, porque esta hoy ha recogido lo que sembró.

El Señorito Julito


La huerta de Pomponi, estaba pegada al pueblo, de la Calle Larga, salía un callejón y a unos veinte metros te encontrabas con la puerta del huerto. Esa proximidad a la calle principal, hacia del huerto un lugar goloso para los pequeños hurtos. Eran tantos y tan frecuentes que traían de cabeza a Julito Pomponi, el maestro del pueblo. Y lo peor era que cuanto más se impacientaba con este tema, más le entraban en el huerto. Era consciente que muchos de estos robos eran niñerías, pero eran travesuras hechas con ánimo malicioso, para reírse de él. Salvo de cuatro de sus alumnos, del resto, de los otros veintiocho, sospechaba de todos, hasta el punto, de obsesionarse con que los zagales se reían todo el rato de él, a sus espaldas.
El Maestro Pomponi, no dejaba de machacarse, intentando idear cómo poner fin a esa burla que le sacaba de quicio. Mira que las tapias eran altas, que la puerta tenía su llave, que incluso el gallinero tenía su llave, poro nada, salvo que se pasara el día entero allí, ni un huevo encontraba en los ponederos, ni una pera madura en el peral, ni una naranja en su sazón. Pensó en llevar y dejar allí a su perro, pero sólo pensar que se lo podían envenenar o matar de una pedrada, le hacía desistir de esa ocurrencia. Llegó a pagar a Mercedario, para que pasase el día entero allí, claro que entonces le robaban por las noches. Era desesperante, lo traían estas trastadas por la calle de la amargura y el devaneo y la obsesión cada día iban a más. Sospechaba casi de todo el mundo y temía ante tan loca fijación perder la cabeza y a la vez pensaba: No me estaran haciendo esto, para que la pierda.
Don Julio Pomponi Mendizábal, era el hijo del veterinario y de Amalia Mendizábal Urbino, la Casta, hija malcriada y única de Berenguela Urbino y Miguel Mendizábal, los ricos más estúpidos y ridículos que en el pueblo ha habido, ni ella con sus ocurrencias los superó.  Don Julio, su padre, era buena gente, se prendó de Amalia, pero el destino quiso que la tuviera que aguantar y disfrutar, poco. Porque la Casta, después del parto del Señorito Julito, se cogió unas zangarrianas, que sumadas a sus empachoseos y su obsesión con que la querian envenenar tocándole la comida, hasta el punto de raspar el pan, en un año se fue para el cementerio. Nada pudieron hacer, el empeño y los desvelos de su marido, y la razón de vivir que debiera haber sido el hijo que había alumbrado.
A julito, lo crió Justi la Viruta y lo amamantó Amancia, crecio ensimismado, retraido y sólo, y pronto Don Julio, lo mandó a internados, hasta que hará unos cinco años, regresó, tras la muerte de su padre y como maestro nacional.
O sea, que aunque sea sólo un poco, de casta le venía al galgo. Pero sin faltar a la verdad, los hurtos eran ciertos y pareciera que una mano negra, quisiera volver loco al Señorito Julito.
Hasta tal punto llegó su devaneo que casi ni comia, y la Justi, muy preocupada, busco consejo hasta en la botica y compró por su cuenta un reconstituyente, carne líquida del Doctor Valdés García. Y la verdad es que como a ella le hacía caso, tomarselo se lo tomaba, pero como seguía sin comer y dormir bien, el buen semblante perdido ni recuperaba, ni se le quitaba la desazón.
El Maestro Don Julito, no era muy de contar nada, y lo del huerto, salvo la Justi, Mercedario y la Amancia, no lo sabía nadie, porque el no era ni de salir a tabernas, ni de jugar partidas, ni de entretenerse en los corros que se formaban al salir de misa. Tenía fama de raro y no hacia nada por disiparla, lo que si hacía y lo hacía bien era su trabajo de maestro y cumplir a rajatabla el ritmo marcado para las lecciones, y la verdad sus alumnos no lo adoraban pero aprendian.
La Justi, vivía en la casa y llevaba la casa como si fuera suya, ya lo hacía antes en vida de Don Julio padre y más ahora con un niño grande que era como su hijo, y para el aunque nunca lo articulará la Justi era como su madres.  La verdad es que como madre postiza y ama de la casa, era la única que se percataba de la gravedad de los devaneos del Señorito.
Un viernes de marzo a última hora de la clase aviso a sus alumnos que el lunes y el martes próximos, no les daría clase, que por motivos personales, por gestiones, tenía que ir a la capital. Les marcó unas tareas y se marchó diciéndoles.
- Nos volvemos a ver el miércoles.
El domingo hizo lo mismo con Justi, a la hora de la cena, en la camilla de la cocina mientras se tomaba un tazón de leche migada con magdalenas y se tomaba una cucharadita del reconstituyente del Doctor Valdés, le dijo:
- Mañana salgo en el autobús destino a la capital, para hacer unas gestiones y regresaré la tarde del martes ¿Quires que te haga algún encargo?
Justi, le dijo:
- No Julito ¿Y a que vás?
A lo que él contestó:
- Buenas noches Justi, y no te levantes a hacerme el desayuno que te conozco, el autobús pasa muy temprano y yo se calentarme un tazón de café con leche. Hasta el martes.
El martes por la tarde llegó y con él, el regreso de Julito. Se le veía contento, risueño, relajado, como si se hubiera sacudido de encima sus preocupaciones, o el monotema de su preocupación.
Entró en casa con varios paquetes, uno de ellos lo llevó directamente a su cuarto y el otro lo llevó a la cocina y se lo entregó a Justi, tras mostrarse más afectuoso y dicharachero de lo habitual.
Estaba envuelto en un papel muy bonito, que la Justi, procuro no romper y tras retirarlo, lo dobló con esmero y lo guardó en el cajón de las servilletas. Era una caja de chocolates Viuda de Solano, era tan elegante y resplandeciente que Justi, sin abrirla la apretó contra su pecho. Ella sabía que su niño la quería, lo que ocurre es que jamás se lo demostraba y este gesto de hoy la conmovió y la preocupó. Activó en ella la alerta de madre y pensó; a que ha ido mi niño a San Carlos y que ha pasado o ha hecho allí, para este gesto tan inusual.
Julito, se sentó en la mesa y se mostró locuaz mientras devoraba el tazón de leche con magdalenas y se tomaba el tónico reconstituyente. Le hablo de los grandes paseos llenos de palmeras, de la catedral, de las gentes elegantes, del bullicio, de las tiendas y las librerías. Parecía que quisiera irse a vivir de nuevo allí. Y sobre todo un par de veces hablo en plural, incluyéndola a ella es sus planes.
El miércoles se levantó temprano y lo primero que hizo fue bajar al despacho de su padre, estaba como antes, nadie entraba allí, salvo Justi a limpiarlo, rebusco en los cajones, en los armarios, entre el instrumental de su padre, hasta que encontró lo que buscaba y regresó a su habitación a guardarlo junto a su misterioso paquete.
En el desayuno se mostró de nuevo animado y locuaz, y Justi, se alegró por el inesperado cambio tras el viaje.
Justi, ya le había sugerido varias veces que se olvidara del huerto, que lo vendiera, que no necesitaba ese quebradero de cabeza, que fruta no les hacía falta, que los huevos los podían comprar, que la Pascasia tenía muy buenos huevos y que ante la falta de huevos de nuestras gallinas se los cogía a ella casi siempre.Y que en el corral de la casa si así lo quería, podían tener un gallinero, que su padre lo había tenido en tiempos debajo de la higuera, en la caseta que guardaban la leña ahora. Pero lo que también sabía la Justi, es que no era una cuestión de opciones, era una cuestión de orgullo, y que ese orgullo era lo que le traía de cabeza.
El jueves amaneció doblando desde bien temprano, doblaban y doblaban las campanas, tocaban a muerto. Por eso Justi, se asomo a la ventana de la cocina que daba para la calle, esperando que pasara alguien a quien preguntar, y ese alguien pasó y le contó la tragedia, se había muerto la Amancia, su marido y tres de sus cuatro hijos, y que había sido Benjamín, el pequeño, el que por la mañana los había encontrado, todos muertos alrededor de la mesa, con las cabezas metidas en los platos, escandalizada decia la Macaria:
- Estaban comiendo unos huevos fritos, y se salvó el niño porque ceno antes que ellos, un tazón de calostros y se acostó.
- Se los ha encontrado él, al despertar y verse solo en la cama por la mañana. porque sabes que dormía con su otro hermano pequeño, pobre criatura, que se ha quedado solito.
Y gritaba entonces llevándose las manos a la cabeza:
- Que desgracia, que desgracia.
Y seguis exclamando con aspavientos, en medio de la calle larga, la Macaria, mientras las campanas seguían doblan:
- Pobrecitos, que desgracia, comiendo unos huevos fritos, pobrecitos, que desgracia.







martes, 19 de noviembre de 2019

El féretro lleno de sal


El féretro estaba en la bodega que había bajo el zaguán, cerrado y lleno de sal, para que no se descompusiera, como una salazón, esperando que Don Melquíades se dignara a oficiar su entierro.
Visi y Valitu, no entendían la cabezonería del cura, su cerrazón a darle sepultura con oficio de misa y responso.
Tres hectáreas tenía el jardín de la casa, que ocupaba una manzana entre las calles Onteniente y Meridiano y las plazas de Reconquista y de San Rafael, la plaza de delante del atrio de la Iglesia del mismo nombre. Vivían las dos ancianas en el mismo centro, a unos pasos del poder de Dios y a unos pasos del poder de los hombre, del Ayuntamiento de la Villa de Berruguete.
En el centro del ahora descuidado jardín de las enormes araucarias, estaba el palacete decimonónico de las Maquedas, como llamaban a las dos apergaminadas nonagenarias.
Por supuesto la puerta principal estaba enfrentada a la plaza del poder de Dios, la trasera a la del poder de los hombre y en las calles Onteniente y Meridiano, simplemente no había puertas, sólo altas tapias.
Visi y Valitu, no necesitaban ponerse de luto, llevaban  de luto casi cincuenta años, desde que murió su padre Don Ismael Maqueda, Jurisconsulto y Alcalde Perpetuo de la Villa. Desde su muerte no se abría la puerta de la Plaza de la Reconquista, puerta devorada por las madreselvas y los jazmines rantonetti que trepaban tambien por las tapias. Las dos vivían protegidas en ese búnker de bella maleza, vivían acompañadas por la octogenaria de la Genara, la criada eterna, que se había enclaustrado tambien con ellas en aquel cenobio de paz, sólo perturbada por la algarabía de los pájaros y los ladridos de Pirraca y de Furriña, las dos teckel de las dos viejas.
Visitación Enriqueta Crescencia y Valentina América Policarpa, vivían como antes, como muy antes, como antes de las tres guerras. Vivían como cuando su madre, Doña Máxima Salavarrieta, murió, el progreso no había entrado en aquella casa, Todo estaba igual pero más viejo, las concesiones a la modernidad habían sido mínimas, una nevera de gas, como la cocina de tres fuegos, y un motor de gasoil para sacar agua del pozo una vez a la semana y llenar el depósito que suministraba de agua la cocina y el único baño que ellas tres utilizaban actualmente. De la casa ya solamente habitaban la planta baja, de tal modo que del gran zaguán, se pasaba al salón, del salón al despacho, que era donde ellas habían retirado la mesa y los sillones y habían instalado en ese espacio dos camastros y cegando un ventanal, un armario, y allí dormían ellas y las dos fierecillas de la casa. Del despacho se pasaba al comedor de diario y del comedor a la cocina y de la cocina al baño y al cuarto de Genara. Y claro está de la cocina se  podía salir al zaguán y tambien al patrio.
La cocina era soleada y amplia, y casi todo el tiempo estaban en ella, todos, las perras y las tres viejas y con frecuencia los independientes gatos que venían a pedigüeñear. Allí tenían una mesa camilla y allí pasaban los días y las horas, mirando el fuego de la chimenea en invierno y viendo pasar las estaciones a través de los ventanales en el patio.
Era un cenobio la casa de Visi, Valitu y Genara. Un cenobio visitado tres días a la semana por Don Melquiades, el párroco de San Rafael. Él, tenía llaves y abriendo la puerta de la plaza de Dios, se encaminaba por el recto camino de adoquines negros y blancos a ver a las tres vetustas y enclaustradas mujeres, a verlas y a controlarlas, porque no tenían herederos y todo apuntaba a que se lo dejarían todo a la Iglesia. Esa era una poderosa razón para seguirles la corriente, para no contrariarlas, para ceder a aquel entierro.  Ceder pero sin ruido y notoriedad.
Normalmente Melquíades se acercaba sobre las cinco de la tarde, antes de la misa de las seis, pero ese martes se presentó por la mañana, después de la misa de las nueve, y además se presentó con el ánimo de comer con ellas y zanjar el tema del entierro de una santa vez.
Cuando llegó estaban todas en la cocina, también las perras, Pirraca y Furriña, que ni ladraron, porque le conocían, le saludaron un poco, pero al ver que el cura, no les hacía ninguna zalamería se fueron al jergón que tenían frente a la chimenea.
- ¿Qué tal están Doña Visi, Doña Valitu? Y ¿Cómo está usted Genara?
Todas contestaron al unísono.
- Pues no lo ve, no muy bien, somos viejas y estamos ya llenas de achaques.
Melquiades les contestó.
- Siempre hay quien está peor que nosotros, piensen eso, que creo les servirá de consuelo.
Y rehuyendo los prolegómenos, acercó una silla a la mesa y se sentó con ellas tres, diciéndoles.
- Buenos Doña Valentina, hablemos del entierro.
A lo que Valitu, respondió.
- Eso, hablemos y solventemos ya de una vez este asunto, y saquemos ya de una vez el féretro del sótano y llevemoslo donde tiene que estar en nuestro panteón, en el Campo Santo.
Respondió entonces el cura.
- Estoy dispuesto a oficiar ese entierro, pero será a las siete de la mañana, a primera hora, soy consciente que son ya varios meses los que llevamos sin cerrar, y enterrar este asunto, y estamos empezando la primavera y no quiero que esto esté sin resolver cuando llegue el calor y el verano.
Entonces tomó la palabras Visi.
-¿Pero hay misa o no?
A lo que respondió el cura.
- Hay misa, ustedes ganan. Habrá misa, pero a las siete de la mañana. Ahora sólo queda fijar el día.
A lo que Genara apostilló.
- El mejor día es el lunes, que es cuando viene Andrés, a meternos leña en la cocina y a sacar agua del pozo.
Y replicó Valitu.
Si pero que se venga arreglado, que es un entierro y va a ayudar a sacar el ataúd y a llevarlo a hombros a la iglesia.
Melquiades dijo renglón seguido.
-De acuerdo, yo busco otros tres hombres y sobre las seis y media de ese lunes estoy aquí.
El cura estaba de acuerdo, porque los lunes era día de mercado, y el mercadillo estaba a la otra punta del pueblo, con lo que tenia asegurado que no iba a haber ninguna expectación en la plaza de San Rafael. Ahora sólo faltaba apalabrar la discreción de Andrés y buscar en Figueruela a tres hombres mudos, para los cuatro que llevarían el féretro.
Melquíades, estaba dispuesto a pagar de su bolsillo el silencio de las hombres de Figueruelas, y pagar traerlos y llevarlos después de hecho el trabajo.
Tenía que hilar muy fino este asunto y tenerlas contentas, porque el solar de la casona en el centro de Berruguete valía un potosí, y las Señoritas, estaban empeñadas en dejarselo todo, si morían antes, a Genara. Y la Genara, si tenia familia, aunque esta ni la viniera a ver, ni ahora le hiciera caso. Claro que si heredaba, eso era otro cantar. La solución es que si ellas morían antes se lo dejaran de modo vitalicio, sólo el usufructo, por eso había que ceder en el entierro, porque después y de buenas sería más fácil convencerlas.
Tras comer con ellas unas sopas de patata y tomar un café, un mistela y unas pastas, se despidió de ellas diciéndoles.
- Buenas, queden ustedes con Dios, y el jueves vengo a esta misma hora, después de la misa de las nueve, comemos juntos otra vez y cerramos ya definitivamente el día del entierro.
La tarde del martes terminó, tras la visita del cura, con la rutina de siempre, un pequeño paseo por el jardín con Pirraca y Furriña, un corto paseo y por los senderos limpios y llanos, porque de otro modo, dada la edad y las limitaciones, no podía ser.
Al no estar electrificada la casa, se cenaba pronto y a la luz de un quinqué, aunque ahora en primavera no era necesario, a las siete ya estaban cenando las tres, las Señoritas Maqueda y la Genara, sentadas al calor del brasero de picón en la mesa camilla con sobre de mármol macael, se comían una tortilla francesa con un vaso de leche tibia, y tras rezar un rosario, mientras las perras dormían plácidas en su jergón, junto a la pobre lumbre, se despedían, deseándose unas a otras, la buenas noches y el hasta mañana si Dios quiere, y desfilaban cada cual a su camastro, unas al despacho del Jurisconsulto y la otra al cuarto de servicio, y las perras remoloneando abandonaban el cálido lecho de la cocina, para ir tambien a vigilar el sueño de sus amas.
Tras las oraciones de la mañana y el desayuno, las Señoritas Maqueda, salieron a asolanarse un poco al banco que había en la zona del patio de la cocina, junto al cobertizo del motor de pozo y donde se apilaba la leña. Genara por su parte se afanaba, en quitar hojas secas a las hortensias y en barrer tras el expurgo, el enlosado de pizarra.
Genara, se dirigió a las nonagenarias diciéndoles.
- Señoritas ¿Qué comemos hoy?
A lo que Visi, contestó.
- Pues lo que tu creas, pero yo pienso que hoy nos toca, patatas con bacalao, yo puse a desalar un trozo ayer, está dentro de la fresquera, en la despensa.
Y entonces intervino Valitu.
 - Llevadme a la cocina, que yo pelo las patatas.
Otro día más que se iba finiquitando, al ritmo de las comidas y mecido por la algarabía de los trinos de la mañana.
Y llegó el jueves, y llegó Don Melquíades y se fijó el día. El entierro sería en cuatro días, hoy estábamos a dieciocho y sería el lunes veintidós. Además tras saberlo, corriendo había buscado Valitu en el santoral y le parecía pero que muy adecuado uno de los Santos festejados ese lunes, Santa Oportuna, y desde luego que era oportuno, que se llevara a cabo el entierro ya de una vez.
El lunes por fin llegó, el cura, revestido, abrió la puerta de la plaza de Dios, la abrió de par en par, y flanqueado por los cuatro trajeados hombres entre los que estaba Miguel, desfiló por el paseo empedrado, hasta llegar a la puerta principal, Allí estaban las tres, enlutadas como siempre, esperando que los hombres bajaran a la bodega para comenzar de una vez con el extraño funeral. Los dirigió Miguel, que se conocía bien la casa, subieron el ataúd del sótano y en la entrada del palacete, frente a las mujeres, se lo cargaron a hombros, cuando Don Melquíades con el hisopo rociaba con agua bendita el ligero féretro. Los cuatro hombres con sus modestos trajes, caminaron delante, tras ellos el cura y tras él, las tres mujeres, atrás dejaban los ladridos sordos de Pirraca y Furriña, que estaban encerradas en la cocina para que no pudieran importunar.
En la plaza ni un alma, eran las siete menos cuarto, y entonces empezaba a amanecer, en la puerta de la iglesia donde habían sido bautizadas las tres, les esperaba con la puerta abierta, Tomas, el viejo sacristán de San Rafael, al pasar delante de él, hizo una reverencia al féretro y luego otra a las tres.
La misa fue corta, sin sermón, una misa de diario, con una sola lectura y su salmo, que decía.
Protegeme, Dios mio, que me refugio en ti.
Yo digo al Señor: "Tu eres mi Dios".
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa
mi suerte está en tu mano.
En la misa, en la primera fila de la izquierda estaban los cuatro hombre, y en la primera de la derecha las tres mujeres, sólo ellos estaban en aquel raro entierro, que se había hecho de rogar.
Tras el responso Don Melquiades, bajó del altar mientras los hombres cogian el feretos y comenzaban a salir para llevar los restos al Campo Santo, que estaba detrás de la Iglesia, el viejo Campo Santo, porque ya a nadie se enterraba allí, salvo a los Maqueda y a tres familias más de igual prestancia, que tenían sus imponentes y solariegos panteones en él.
El cura, acercándose a Valitu, le dijo.
- Satisfecha, esta partida la ha ganado usted.
A lo que Doña Valentina Maqueda, respondió.
- No la he ganado yo, la ha ganado el sentido común, mi pierna tiene derecho a ser enterrada  como le corresponde por ser una cristiana parte de mi cristiano cuerpo, con su correspondiente entierro, misa y responso, pues si yo tengo alma, en lo que le toque en parte, mi pierna tambien. Ahora descansa en paz y tranquila donde tiene que estar, y por cierto que allí me espere mucho tiempo.
Y tras decir esto marcharon detrás del cortejo fúnebre por fin y por última vez. El cura, Visi y la Genara que empujaba la silla de ruedas de la nonagenaria y cabezona Valitu.







lunes, 18 de noviembre de 2019

Fermín Bermejo Ruiz-Casamar


La debilidad suele apuntalar traiciones, suele abrazar por temor al que vence, al que dice haber vencido.
Eso era Fermín, un débil, un vendido a la corriente imperante, un indolente que jaleaba la represión al idéntico, al igual en perseguidas taras, al igual que no cobarde, al valiente que sin hacer alarde de su innata inclinación no la negaba, al que asumía sus amores y amoríos inconvenientes.
Fermín Bermejo, Ruiz, el mayor de una mediocre patulea de hermanos, a cual más trepa y convenencioso, mostró lo que en casa mamó. El interés del usurero de su padre, la cobardía mojigata de su madre, que siendo bellísima, se resignó a casarse con Jacinto Bermejo, porque sus padres, los Ruiz Casamar, estaban asfixiados por los empréstitos y dieron en pago a su abnegada y tibia Mercedes.
La usura como la tibieza son líquidas, adoptan la forma del recipiente, se ahorman al bando de la victoria, al discurso imperante, al tirano que subyuga y reprime al diferente, al disidente.
Fermín, aprendió pronto de lo conveniente, del teatrillo de adular al poderoso, del agasajo y los frívolos aspavientos serviles que se propinan al que ordena. Don dinero manda y manda servir al que abre las puertas de tu negocio.
Mercedes, que de por sí, era ya una nulidad, una bella nulidad, se ahormo muy bien a la vida regalada y fácil que tenia con aquel marido horrible, repulsivo y zafio. El amor no se compra, al amor se le distrae, y ella distrajo su amor, con las sedas y los oros, con la casa vulgar y grande, con la calesa dorada hasta las trancas que la llevaba los domingos a la misa de las diez. En el pequeño cosmos de las preeminencias, ella que sólo era linda fachada, se rindió enseguida a las onzas de caro chocolate suizo, a los hojaldres, al buen yantar y vestir, y olvido que su pecho se desbocaba, cuando entraba en la sala de la casa de los Casamar, Miguel. Había llovido tanto de aquello, había llovido y había parido y había engordado y se había apoltronado, a la vida opulenta y mediocre de los Bermejo Jarrete, de los usureros de Albamoral.
Miguel Tormo, era el hijo del herrero y herrador de bestias de la villa, era el que herraba a la yegua negra azabache que tenía por entonces su padre, a Cayeta, una yegua preciosa a la que ella también montaba a la amazona, en la silla de terciopelo rojo de la Marquesa de Cardiel.
Miguel, joven, alto y vigoroso, tambien la miraba, cuando entraba en la sala de abolengo menguante de los Casamar de la Plata, en la sala de paredes enteladas de rojo damasco, donde se notaban las faltas de los cuadros importantes, vendidos para poder seguir capeando el temporal de la ruina. Él, también la miraba y le hacía ojitos, porque en verdad, la bella Mercedes era una mujer a la que era imposible no mirar. Alta, delgada, grácil, de cutis anacarado y ojos suaves de color avellana, y con una boca definida y jugosa, era todo eso Mercedes, además de simple y dócil. Era una venida a menos, pero con la prestancia de quien viene de donde viene, era el vivo retrato de la Marquesa de Cardiel, pero sin su temperamento. Ella suspiro por Miguel y Miguel por ella, pero nunca pasó a mayores, algo que nunca habrían consentido sus padres, que contra pronóstico, pues esperaban un emparentamiento de alto copete, terminaron pagando sus deudas emparentando con los vulgares y acaudalados de los Bermejo Jarrete. No hay Don sin Din, y ahora había mucho Din y un poco menos de Don.
Miguel, rápido se recompuso y casó con Engracia Valente, un poco menos guapa, pero muchos más sensata, ambiciosa y conveniente.
Volvamos a Fermín, el sansirolé de los Bermejo, el primogénito, y aunque él no lo reconocerá nunca, al sarasa de los Bermejo. Fermín, era un pánfilo como su madre, un delicado y acomodaticio bobalicón, que aunque voluble, no tenía la listura de su padre. Y ser tibio sin el don de la oportunidad, no era del todo conveniente. Es lo malo de casar con bellas necias, que corres el riesgo de que te nazca la prole con esa genetica.
Al carácter ñoño de Fermín, contribuyó mucho Jacoba,  su ama de cría, la que le dió el pecho, porque al principio, en el primer alumbramiento la esbelta de Mercedes, ni leche daba, luego con la afición que cogió a las pastas y a los dulces que la hicieron engordar, los siguiente partos si la dió, buena y abundante leche. Por esa escasez y para criar sano a Fermín, tuvieron que traer de nodriza a la criada de Doña Mercedes Casamar, la madre de Mercedista, como la llamaban en su casa. Trajeron a Jacoba, que un mes antes había parido a su primer churumbel también. Y fue muy culpable la Jacoba, fue ella la que metió muchas tonterías e insensateces, los delirios de clase alta de los Casamar, en la cabeza del pazguato de Fermín. Jacoba como criada que había sido de la madre de la señorita Mercedita, siempre se considero por encima del resto del servicio de la casa de los Bermejo, siempre se sintió ella enharinada de la hidalguía de la hija y de la nieta de la Marquesa de Cardiel, a la que ella ni había conocido, salvo por el retrato de dos metros de alto, que presidía el salón de damasco rojo de la casa de los Casamar.
Con un poco de Jacoba y un mucho de genetica, el señorito se fue atontolinando, sin perder la mamada tibieza de los prestamistas y se fue escorando en fundamentalismo hasta tal punto que quien sabía de sus cuitas secretas, no daba crédito a tanta contradicción, entre su ser natural y su inventado ser. Claro que él, no era el único sodomita, metido a macho en las filas del Partido Montañés. El no era el único y por eso quizás, porque estaba prendado del Recio Silvano, terminó allí. Recio Silvano, hasta que tres tragos lo transformaba en la Viciosa Silvana, claro que eso sólo pasaba en la Taberna de Tarantos, a última hora, cuando la dipsomanía les soltaba la melena en los cuartos privados, con los selectos fanfarrones de los pueblos. que se vendían a los señoritos invertidos por cuatro monedas, por cuatro tragos, por muy poco. De lo que ocurría en esas salas nada trascendía, era algo silenciado por todos, ni los que iban por curiosidad, ni los que iban por irrefrenable pulsión, ni los que lo querían ver y probar, soltaban prenda sobre aquellas orgías, a las que acudían variadas moscas y moscones. Es lo que tiene la perversión, el vicio tiene su público y atrae a su pequeña y selecta parroquia.
Silvano Petrelli, era el hijo mediano de Don Facundo, el médico, casado con Gervasia Molina, la terrateniente de Albamoral, era un morlaco, con trazas de supermacho, por eso lo llamaban el Recio, claro que casi nadie salvo los iguales y los de las fiestas secretas de los Tarantos, sabían de su debilidad, muy bien disimulada por su hombría y por su empeño en mostrar masculinidad y rudeza.
Fermín, bebía los vientos por Silvano, pero Silvano, no los bebía por Fermín, algo que engancha mucho más que ser correspondido.
Era insensato, que a pesar de su carácter voluble, un joven con los delirios de hidalguía de Fermín, militara en el partido anarquista y antimonárquico, aunque fuera el partido vencedor y que gobernaba tras el pucherazo, toda la comarca, claro que también era incomprensible que Don Facundo el médico, casado con la Rica del pueblo, fuera el Alcalde republicano de la villa, y que su hijo, el hijo de la Rica, fuera también republicano y anarquista. Incongruencias, que no son tan incongruentes, porque el poder y el dinero buscan su acomodo en cualquier ideología, y ni tienen Dios, ni tienen principios, ni tienen una idea clara de Patria. El caso es que las dos adineradas y locas, estaban con el poder, con el vencedor y en el mismo partido, y corriéndose el mismo tipo de viciosas juergas, entre bambalinas, en la discreta trastienda. El uno, buscando que lo cabalgaran fornidos fanfarrones y el otro. buscando que lo montara el Recio Silvano.
Fermín, que a duras penas disimulaba su afectación, era muy cómico soltando exabruptos contra los maricones, contra los delicados como él, contra los que jugaron con él, en la infancia. Contra Bartolito, el hijo del notario, Don Braulio. Bartolito, que estuvo interno en los salesianos de Cardiel, interno como él. Bartolito, con el que se hizo las primeras pajas y fantasearon juntos con fornidos mancebos que los quisieran correr.
Fermín, era pura incongruencia, porque ya no era estar de perfil en esta tropelia de retrógrados, que no sabían ni lo que era el anarquismo, sino que por amor bebía y trasnochaba mendigando que se fijara en él, el Recio hijo de Don Facundo.  Y Silvano, otro idiota, que no sabía muy bien para que lado estaba canteado. Claro que la incongruencia de Silvano, era más fácil de entender, después de todo su padre era el Alcalde republicano del pueblo.
Todo es inútil si dejamos pasar infecundas las horas. Si dejamos que nos atropelle la desidia, la infértil pereza de los días sin preñez, de los logros que perseguimos y nunca llegan.
Fermín, se emperezo en asolanarse en la postrante tristeza, se rindió al inútil amor del que no te corresponde, a la guerra perdida que es amar a quien nunca pensó en corresponderte, en compartir contigo la más trivial de sus caricias.
Silvano nunca lo vio como su partener, y el destrozo que suponía seguirle en sus correrías y ver como era poseído por cualquiera, sin que existiera el mínimo atisbo de que el Recio, lo quisiera poseer a él.
Militar en el Partido Montañés, fue una agria derrota, fue sumirse en la soledad de sentirse rodeado de desiguales, de la vulgar milicia de un régimen malsano que apedreaba a gente como él.
Ser tibio no es no tener sentimiento, no es tener un pedernal por corazón, hasta los necios lloran cuando se les zahiere. Y eso era Fermín, un necio zaherido por el desdén del fornido Silvano, por el cuerpo imponente y arrastrado de la Viciosa Silvana, por la promiscuidad del Apolo del Petrelli.
Nada se puede envidiar a quien arrastra su orgullo por los tugurios y bebe para morir y olvidar, y ni muere, ni olvida, sigue vivo, maldiciendo y malviviendo sin la caricia perseguida y sin sentir el alivio del beso del que quieres amar.
Solo, el hidalgo de provincias, abandonado por sus iguales ante su estúpido y cruel desdén, con la boca agria de alcohol y mamadas, con el corazón roto de ver como cualquiera poseía al toro de sus desvelos, cansado de los días sin noche, de las salas del vicios sin caricias, de fingir y llorar tras engañarse y engañar. Con las carnes agarrotadas porque nadie disputaba su corazón, porque la bestia ni siquiera atisbaba su amor. Agarrotado por ver como Silvano, ni siquiera era consciente de que él, sólo buscaba robarle un beso en la vorágine de brazos y miembros, un beso con sabor a polla de otros, a semen de otros, un beso que no era ni para él. Solo, se rindió y derramó el frasco de su trivial y tibio aroma en las vías del tren. Se postró ante los raíles, esperando el abrazo férreo, que lo redimiera de aquel penar tan atroz. Y así fue, a las cinco y veinticinco minutos de la madrugada del jueves 23 de noviembre de 1863, un tren de mercancías que ni paro, rompió su cuerpo grácil y frágil y lo liberó.


domingo, 17 de noviembre de 2019

Melania de Windsor


Melania de Windsor siempre sintió aversión por las medianías de los tibios y mediocres, solía decir sobre un compañero de correrías de la infancia que aun sintiendo cosas similares a ella eligió un camino diametralmente distintos.
"Siempre desconfíe de los blandos, no hay peor cornada que la que te dan las mosquitas muertas. Mansurrones que con sus finas palabras te envuelven de dulzor y aspavientos.
La verdad es que eran un bucle sus sermones, eran un vuelta la burra al trigo, una crítica suavemente despiadada a la valía, al orgullo que genera hacer rendir tus talentos. Dios nos dejó bien claro que no podemos enterrarlos. Acaso es delito, acudir a quien te los ha dado con la cabeza alta y sonriendo, después de haberlos multiplicado y habiéndote ganado el pan con el sudor de tu frente, no pedigüeñeando el pan a los otros, a los que lo han ganado con su propio sudor.
Triste ver, como quien tú sabes que tiene cámara y recámara, desordenada trastienda, luce relamido y acicalado con oropeles mundanos, mientras critica las leyes de este mundo, que no son otra cosa que una trasposición más imperfecta de las leyes del otro y perfecto mundo.
Si debemos rendir y trabajar, como no descansar de la jornada, con un pelin de humana soberbia, de engreimiento, que no es otra cosa que sin maldad, mirar atrás y ver que tu tesón te distancia de los que creen que el Dios benevolente que recoge donde no siembra, les va a regalar fortuna sin dar un palo al agua o por parasitar a quien lo da, y esperar de él, del laborioso, una mal entendida caridad. No se dan peces, se enseña a pescar, y para pescar uno tiene que querer primero aprender y estar dispuesto a faenar."
Melania, entendía de traiciones, de manos que en la sombra te acarician y manosean, y en la plaza prentas cogen una piedra para lapidarte.  Melania, siempre entendió de trastiendas, de sótanos, de puertas y corralas traseras. Entendió de dobles y triples vidas, de enharinados hipócritas, de jueces que no soportarían que se exhibiera, y juzgará con sus mismos argumentos, en un escaparate su escondida vida. De blandos convenenciosos, acicalados y relamidos, embaucadores, serpientes, amigos de Satanás que cuando nadie los ve, se desnortan y maman con ansia puta todo lo que se les pone por delante.
Melania de Windsor, nació atrapada en un cuerpo de hombre, que ella costosamente convirtió en el de una bella y explosiva mujer, por eso hablaba desde el orgullo que da creer en Dios, pero enmendarle la plana, pues Dios escribe con renglones torcidos y ella contra viento y marea, le enderezó los renglones a Dios.
Ella, siempre solía decir:
- "No existe la perfección inalcanzable, existe la perfección que no se alcanza"

Las tres misas de Remedios la Pelirrata


No hay nada peor que ser menesteroso, ni tienes dinero, ni tienes un ápice de credibilidad, nadie cree aun pobre de solemnidad.
Remedios la Pelirrata, era eso, una pobre diabla, a la que nadie prestaba atención, ni su madre la creyó cuando acontecieron los hechos y se los contó, más bien porfió con ella y le dio un par de soplamocos por tener esa imaginación tan calenturienta.
Con el correr de los días y con lo fácil que era seguir con el abuso, la niña se hartó y aunque sufrida comenzó a maquinar. Ella no lo habia leido en ninguna parte, porque sencillamente no sabía leer, pero ella sabía y en las calles decían, "ojo por ojo y diente por diente", y renglón seguido añadían los viejos, que lo decía Dios en la Biblia.
Valeria la Capamachos, era bruta y poco cariñosa, era despiadada con la delicadeza de su hija, era despectiva con sus formas gráciles y delicadas, que en nada se parecían a las trazas de acémila de la Capamachos. La niña que desde bien temprano se ganaba su pan y lo que no era su pan, pues llevaba el jornal que ella podía a casa, trabajaba limpiando y haciendo los oficios que le encomendaban, aunque ahora lo hacía en exclusiva en la casa de Don Marcelo Ventura, el párroco.
Remedios, sufría resignadamente y pensaba y pensaba, en los ojos y en los dientes, en los que a ella le tocaban, en los que a ella como cobro le correspondían..
Remedios la Pelirrata, no era muy lista, pero era observadora, y mirando y mirando y con la teoría del acierto error, ideó su venganza.
Tres meses llevaba sirviendo en la casa del cura, y tras tres meses de ir y venir el cántaro a la fuente, ella supo que se había roto y que se había quedado preñada. Lo silencio, porque sabía que si hablaba se ganaría una paliza del gañan de su padre y de la aviesa acémila de la Capamachos. Y probó con ella, la tramada venganza, a ver si era cierto y acertaba. Fue probar y al día siguiente la descompostura de sus padres era tan grande que entre retortijones, vómitos y cagaleras estiraron la pata, y se llevó por delante dos al precio de uno.
Los enterraron como a pobres, en unos ataúdes prestados para llevarlos con un poco de decoro a la iglesia y al cementerio y allí sacarlos y metidos en unos fardos viejos de aceitunas, tirarlos a los dos juntos en el mismo agujero. Fue un entierro triste, sólo ellos, los siete hermanos. Cinco de ellos ya ni estaban en casa, habian volado del nido, pero vinieron para asistir al velorio y al sepelio. Solas se iban a quedar Remedios y la Santa, que en ese momento tenía ya siete años, pero atendía ella toda la casa, porque la difunta Valeria, siempre estaba fuera haciendo dulces y matanzas. Siempre los tuvo muy desatendidos y eran entre ellos los que se atendían. Poco iba a mudar a partir de ahora, no iban a dejar de ser pobres, no iban a ir más atrás, salvo que ganarían en tranquilidad. Con el dinero de Remedios, de momento podrían mantenerse las dos, en espera de las nuevas decisiones.
Remedios, tras el acierto, siguió con sus cuitas, pero con mucho más cuidado, porque ya lo había visto en su casa, queriendo un diente, saco de un tirón dos, y eso no se lo podía permitir ahora, porque a los pobres no los atienden los médicos, se mueren solos y del último mal, y así lo firman en los papeles, que comieron algo que les sentó mal y la espicharon juntos y en buena compaña, cagandose los dos juntitos las patas abajo sin poder llegar por los retortijones al escusado.
Con aquella calma en casa, lo ideó todo mejor. Y vistiendo holgada con los trapos de su madre para que nadie notara su preñez, ahorro y ahorro. Y fue entonces cuando planeo encargar tres misas por el eterno descanso de sus padres, tres misas pagadas, tres misas que pagó a Don Marcelo en la sacristía, sacristía que tuvo también que limpiar como parte del pago y fregar de rodillas con un cepillo de raíz el suelo el suelo de losas de piedra, para desentrañar la asentada roña que no limpiaba Críspulo el Pulgo, el holgazán y amanerado cretino del sacristán. Lo hizo gustosa y al día siguiente se remudo y arreglo tambien a su hermana y juntas en primera fila asistieron a la primera y pagada misa.
Ni que decir tiene que Don Marcelo, no dijo ninguna misa más, esa misma noches cagando sangre y entre dolorosos retortijones, estiró la pata.
A él. si lo miro y remiro el médico, y saco como conclusión que se había envenenado con algo, que algo malo había comido, pero como recorría tantas casas tomando pastas y anises, chocolates y churros, que vete tu a saber donde, porque en casa no encontraron nada, y ni Remedios, ni la Pascuala, que era el ama de la casa tenían nada, con lo cual nunca dedujeron que la niñita le hizo hincar el cuenco, envenenandolo con una reducción de boletus satanas y oronja verde y blanca, que puso en la vinajera mezclada con el vino de consagrar, mientras limpiaba y pagaba las misas funerales de sus pobres padres.
Cobrado el diente y sin trabajo, las dos niñitas y lo que venía en camino, pusieron tierra de por medio y marcharon al pueblo donde trabajaba Ramón, el más sensato y generoso de los hermanos.
No hay crimen sin castigo y hay castigos que se cobran con mucho más que un diente.

Úrsula Molín de los Visos


Se amaban como se aman las fieras, en silencio, sin enturbiar la urgencia con palabras.
Tres días a la semana, asía su firme mano la cabeza de la serpiente, para que golpeara la manzana de bronce el chapón del llamador. En seguida le abrían la puerta, con el habitual zalamero servilismo que prodigaba Ascensión. No era necesario que le dijeran dónde ir, ni le acompañaran, él sabía cómo encaminarse y llegar. A las seis de la tarde mueren los días a finales de otoño y a las seis menos diez ya estaban encendidos los tres quinqués de la sala, y ya estaban corridas las cortinas rojas de terciopelo adamascado.
La casa de los Visos, estaba a las afueras, en el centro de una enrejada parcela y encaramada en una redondeada y boscosa loma. No había motivos para sospechar, pero sobre todo no había que dar motivos, por lo que toda cautela era poca.
Úrsula Molín de los Visos, era una acaudalada y devota viuda de la urbe, vivía en la zona alta, por donde no se había desparramado el caserío. Su casona oteaba desde lo alto, el poblado llano, los barrios enteros que eran de su propiedad.
Severiano, entró en la sala y cerró tras de sí la puerta con una vuelta de llave, el servicio sabia y sobre todo Asunción, que no tenían que importunar. Doña Úrsula, ni se movió, en la mesa estaban la tetera, las pastas y el Áncora de Salvación. En el libro abierto, por la página seis, se podía leer "Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios de los ejércitos..........."
Él, se sentó frente a ella, se sirvió un té que aún abrasaba, y tras tomarlo se levantó, desplazó su sillón y apartó sus negras sayas, algo que ella, también facilitó, acto seguido se abalanzó sobre Doña Úrsula, liberando su tórrida y encarcelada fiera, y con rápidas acometidas y con opacados jadeos la poseyó. Y sólo por un instante se recobró en su rostro, la rosada color, y él, con una última y colérica embestida, rindió su cabeza en el hombro izquierdo de Úrsula, y tras tres segundos de celestial reposo,  como un resorte se incorporó, abotonandose la bragueta y enjaulando de nuevo su  desfallecida verga, mientras ella hacía lo mismo, cubriéndose y atusando sus sayas.
Los dos en silencio. y tras recobrar ella su pálida tez, volvieron a servirse otra taza de té.
Y Úrsula, dijo entonces:
- Padre Severiano, confiéseme ahora usted.