domingo, 29 de diciembre de 2019

Pascualin


Katy, solía decir que ningún hombre la había follado como él.
Como los perfumes, la vulgaridad se vende en pequeños frascos, y eso era Katy, un pequeño y muy vulgar envase.
Pascualin, era un pequeño semental de enorme verga, era una vulgar alimaña muy bien dotada, y ese era su agrio dulzor, penetrar y hacer gozar a zafias como Katy.
Pascualin tenía buena mano en eso de fornicar con ellos y con ellas, porque no sólo la vulgar Katy, había caído rendida a sus pies, también su primo Heriberto José, no daba pie con bolo desde que el enano mental de enorme polla lo monto. El tamaño importa, y no sólo te llena el ojo, te llena el papo y el ojete. Hablar claro implica ser vulgar, llamar a la polla por su nombre y al desafuero perdición.
Katy, era una muñequita, era una pequeña ninfómana, era una perdida iniciada precozmente en la senda de la perdición.
Natura da talentos que tesón no consigue, y ese era el talento que tenía entre las patas Pascualin.
Los atávicos talentos rigen el mundo, subyugan voluntades y rinden doncellas, y abstraerse a esa vulgar dominación no nos hace superiores, porque las batallas de alcoba no las dirime el intelecto, sino la verga y sus arremetidas, y en esas lides la inteligencia lo tiene todo perdido.
Heriberto José, ganó la batalla a Katy, su posición y sus posibles vencieron a la pequeña puta, que sólo podía ofertar fornicio. El primo, el curita, podía ofertar pitanza y vida regalada al pequeño varón de la gran verga, y por eso opto el Pascualin por follarse al padre y dejar de lado a la muñeca, a la ninfómana que sólo sexo fácil podía proponer, sexo fácil, placentero e infiel, porque las ninfomanas nunca te son fieles.


Las maneras innatas


Las maneras innatas, siempre le habían dado dolores de cabeza, no le abandonaron nunca.
A su memoria venían de modo recurrente, aquellas sensaciones que de pequeño le invadieron una vez, cuando jugando al escondite en casa de su abuela Frasca, la madre de su padre, se escondió con su primo Matías en un armario, su primo en el fondo del ropero y él delante, sintiendo en sus frescas nalgas el abultamiento de la entrepierna de su primo, sintiendo una extraña sensación de placer, como aquella protuberancia en el pantalón de su primo, le hizo sentir eternos aquellos minutos de descuidado roce, de divina e inconsciente presión.
Matías, fue su primer amor, su primera obsesión, a la que le seguirán muchas más. Pero como primera ilusión había dejado una huella indeleble.
Matías, era alto, catorce años como él, era atlético, dorado, y su abultamiento, su adorado paquete, era prominente, magnético, era imposible no reparar en él. Ahí fue cuando Manuel, comprendió que él no tenía ningún interés en saber que tenían debajo de sus braguitas sus primas, él sólo tenía interés en la picha de Matías, esa que por unos instantes se frotó contra sus nalgas, por accidente, por casualidad, quien sabe porque, en el interior de un oscuro armario, en aquellos segundos gloriosos, hasta que los sacó de aquel ensimismamiento su prima Raquel.
Su primo favorito, su amor, creció y se distanció de él. Y siguió soñando con él, hasta el día de su boda con la ridícula y pánfila de Isabel Valencia. Fue entonces cuando comprendió que él había salido del armario, sus maneras le habían forzado a salir, pero su primo el divino Matías, aun estaba dentro de él. Fue en esa boda, en el baño del restaurante, cuando coincidió con Matías y sin mediar palabras, se encerraron y el roce de la infancia pasó a mayores, y Manuel pudo saborear la polla de sus desvelos y lamer aquellos huevos gordos y morenos y sentir las endiabladas embestidas y los silenciados gemidos, Comprendio que habia perdido mucho tiempo, que él no engañaba a nadie, pero que su adorado primo engañaba a Isabel.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Los recuerdos


Nada más verlo lo reconoció, rachado por el mismo sitio, con una pequeña pérdida de esmalte sobre la cabeza del pájaro azul. Siguió mirando y vió más cosas, siguió mirando con discreción, sin levantar sospechas ¿Cómo había llegado todo aquello a allí?
El juego de café de plata de su madre, con la pequeña abolladura del azucarero, idéntica, en el mismo sitio.
Reconoció en una vitrina un sonajero, el que le regalaron al nacer, con sus iniciales en el mango de plata y nacar. Siguió deambulando por la tienda sin decir nada, fijándose en todo, localizando los tesoros que eran de su madre. Hasta en los libros estaban las dedicatorias, el nombre de su bisabuelo, el exlibris de su padre.
Preguntó uno de los libros, el más modesto, le resultó caro, pero lo compro, se sintió con necesidad de justificarse y dió explicaciones, que si en su casa había uno igual, que le traía gratos recuerdos, cosas obvias, muy banales, huecas, formales.
Salió de la tienda cegado por la luminosidad exterior, por los objetos que aún titilaban en su cabeza, por la pregunta ¿Qué hacían esas cosas allí?
Hacía casi cinco años que no iban al pueblo, la casa no la habían vendido, su madre vivía con él, no habían repartido nada de lo que la casa atesoraba, de sus recuerdos. Las llaves de la casa las tenia Candida, la señora que siempre las había tenido, nadie les había dicho que les hubieran robado, se pagaban las facturas y la casa estaba cerrada, pero no abandonada.
Se fue caminando a la pensión, ensimismado y confuso, pensando en denunciar los hechos, o en hacer más averiguaciones por su cuenta.

domingo, 22 de diciembre de 2019

Trinitario


Su apetito sexual era exacerbado, buscaba de modo desquiciado lo que le negaban en su lecho marital. Trinitario se casó con la guapa Isabel, pero tras casarse comenzó a padecer la frigidez de la bella esposa, para la que nunca era el momento y nunca tenia ganas, y sobre todo no había manera de yacer con ella, ni siquiera en la noche de bodas pudo consumar el matrimonio, un mes tuvo que esperar a que Isabel le permitiera desvirgarla, y todo ello entre aspavientos, gemidos. lloros y todo el rato refunfuñando y así no había manera de concentrarse y menos aún de disfrutar. Su vida marital fue un desastre, toda una odisea, que terminó dando al traste con la paciencia de Trinitario que decidió centrarse en perseguir a las criadas o a cualquier mujer que quisiera responderle, antes que a la suya, a la que dejó por imposible. Claro que Isabel ningún problema ponía a que su Trini, como ella lo llamaba, fornicara con cualquiera, porque de ese modo, ya no la mareaba a ella.
Desde la barrera Trini, era envidiado, se había casado con un partidazo, con una mujer muy bella, con buena posición y con tierras, que más se podía pedir, y si se podía pedir más, por lo menos eso pensaba el torero de Trinitario, el que lidiaba en el ruedo a Isabel, que se podía dejar domar y montar también.

Héctor Pontedilegno


"A veces me gustaria estar hecho de mármol, para soportar la hiriente intemperie, para resistir el tiempo, para congelar una belleza que se está ajando."
Héctor Pontedilegno, reflexionaba siempre en voz alta, hablaba a solas. Solía ensimismarse en su belleza de Apolo griego, en una belleza que él, veía como el tiempo cruel la iba marchitando.
La gente para conformarse suele decir, que la suerte de la fea, la guapa la desea, pero eso es una supina tontería. Héctor, nació bello, seguía siendo bello, y toda su suerte estribaba en su belleza, ni por asomo un día de su vida se imaginó siendo feo, para tener más suerte.
Quien tuvo, retuvo, y Héctor, sentía como su belleza se escapaba como arena entre sus manos.
Quiero ser de mármol, se repetía frente al espejo, contemplando la tensión de sus músculos, su vello corporal exquisitamente repartido, sus perfectas manos, fuertes, con la finura justa, con la rudeza correcta, un cuerpo que le había abierto las puertas del Olimpo, de una sociedad que devora belleza, que quiere poseer cuerpos bellos, dormir y gozar con ellos.
Pontedilegno, sabía que no podía ser de mármol, que tenía que poner fin a su dispersión, que se tenía que dejar elegir, que tenía que centrarse en un solo poseedor.
Aquella noche delante del espejo, deslizó sus manos por su dorada piel, se acarició con una lujuria distinta, con la lujuria del que despide un amor. Aquella noche vistió su cuerpo con un claro objetivo, elegir a quien tenia que elegirlo, dejarse poseer, dejarse adquirir por el magnate más selecto, Aquella noche iba a buscar la más alta puja, se iba a dejar encerrar en el gabinete del coleccionista, que para siempre, lo quisiera comprar.

Jonás


El infierno habita en las lloviznas, en el inclemente claqueteo de las inmisericordes gotas de lluvia en el tejado de chapa.
Jonás Elevación, no quería salir de su crisálida, del lío de mantas que le amortiguaba la música de aquel martirio. Si robaran en ese momento nadie les plantaría cara. El puerto era un sitio inseguro, eran frecuentes los hurtos en los hangares pesqueros.
Hacía tiempo que Jonás no salía a la mar, desde el accidente, desde que Cliserio le clavó el arpón en la pierna y lo dejó cojo. Desde entonces se quedaba en la nave, vigilandola, aguantando la soledad, el ruido de las lluvias perennes en la cubierta de chapa.
Jonás Elevación, era el mediano de doce hermanos, era unos más, uno de los muchos hijos que parió su madre, uno de los doce hijos de los que se desentendió su padre. Desde que tenía memoria estaba trabajando, estaba buscándose la vida en el puerto. La primera vez que se embarcó tenía catorce años, le contrataron en la cocina, aunque hacía de todo, hasta salar pescado y almacenarlo en la bodega. Nunca fue a la escuela, no sabía leer, sólo sabía lo que había aprendido en los muelles, en la playa, en las tabernas del puerto, en la cocina de La Malvarrosa, con Viridiano, el viejo cocinero que lo trato como un padre, el viejo marinero que lo acogió en su casa y le hizo sentir que la familia no son sólo los lazos de sangre.
Jonás, en aquel letargo se permitía soñar, imaginar que era otro, que dejaba de ser cojo, que era dueño de un barco, de una taberna, de algo que le permitiera prosperar, dejar de malvivir.
Cuando el barco salía a la mar, la nave pasaba a ser su casa, allí pasaba los días y las noches hasta que el Santa Barbara volvía, solo, en compañía de tres gatos y del fiel Jeremías, un viejo mastín que cuidaba la nave con él.
Jonás era de carácter reservado, melancólico, era huraño, de pocas o ninguna relación, salvo Viridiano, que fue el único que penetro su costra de rudeza, de seriedad, de ensimismamiento.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Amalia Raposo Durán, la Espiritista


Los muertos son invisibles, pero no son ausentes.
Amalia, jamás estuvo sola, siempre presumió de estar en muy buena compañía, siempre tuvo ese don, el hablar con los muertos, con los que se habían desencarnado, como le gustaba a ella, llamarlos.
No era fácil hablar con los muertos, pero menos fácil era decirlo y exponerse como se exponía Amalia, a que la tomaran por loca.
Desde pequeña tuvo ese poder, aprendió a cocinar y a coser de su abuela que había muerto tres años antes de que ella naciera. De hecho como oficio tuvo hasta su muerte ser costurera, y lo hacía bien porque trabajo no le faltaba y en su taller, siempre tuvo al menos dos ayudantes. Arreglos de costura desde chica le encargaban, claro que siempre las que iban a su casa terminaban hablando con algún muerto a través de la güija o a través de tiradas de cartas. Era muy conocida y demandada en la comarca, y venían de lejos para consultarle mandas, asuntos pendientes, temas que el muerto se fue sin zanjar.
Amalia Raposo Durán, la Espiritista, como la llamaban en Merlo. Amalia, nació en Pueblo Escondido, al pie de Cerro Áspero, su padre era minero, se dedicaba al tungsteno, en un poblado que ya se abandonó, más tarde pasó a vivir a Merlo, a la casa de su abuela con la que ella solía platicar desde chiquita, a pesar de que su abuela estaba muerta. Fue en esa casa donde montó con el correr del tiempo su taller de costura y su despacho espiritista.
Salud y Teodoro eran los ayudantes que tenía Amalia en el taller de costura. Eran muy desenvueltos y lo que se dice, muy bien mandados, lo hacían ellos todo, porque la verdad sea dicha es que la Espiritista no daba a basto para atender tanta comunicación con el más allá. Claro que al son de comunicarse con los muertos, los encargos de costura nunca dejaban de llover.
Toda la vida llevaba Salud con ella, desde muy niña entró a su servicio, creció con ella y se casó con la mediación de su madre difunta, que desde ultratumba le dijo con quién se debería casar, y la verdad es que le iba bien, había acertado la güija con el casamiento de Salud. Ernesto era un hombre bueno, correcto, trabajador, no era muy brioso, pero cumplía en casa y fuera de casa y sobre todo, se dejaba aconsejar por su mujer. Tres niños tenían ya, y un cuarto en camino. Ernesto era telegrafista, era un buen partido, no era ni minero, ni destripaterrones, trabajos duros, que te terminaban dejando viuda y cargada de churumbeles. Pero Salud, a pesar de que la vida la había tratado bien, tenía desafueros que Ernesto no le aplacaba, y esos desafueros los conocía bien su madre, que no dejaba de cizañear a través de la Güija a Amalia, para que se lo hiciera ver, para que la metiera en vereda, porque si no era así, su niña Salucita, iba a terminar muy mal. Y era cierto lo que predecía Prudencia, porque Salud, terminó peor que mal, termino hablando con Amalia a través de la güija como su madre, terminó descalabrada por su marido, el poco brioso, porque la pilló encamada con Máximo Pelete, y la despeño a ella y a la criatura que esperaba, porque la tiró por el balcón. Y las tres criaturas no terminaron en el hospicio porque fue Amalia, la que se hizo cargo de ellas, haciendo usos de sus influencias con el Gobernador, porque Ernesto término en la cárcel por aquel crimen pasional y desde allí no podía mantener a sus tres hijos.
con la muerte de Salud, que pasó a trabajar en el despacho espiritista, tras partir al otro mundo, tuvo que contratar a Basilia Molete, que era dócil y panfila a partes iguales, pero no levantaba la cabeza de la tarea, y teniendo a Teodoro que manejaba bien el oficio, Amelia, podía seguir hablando con los espíritus con tranquilidad.
Teodorito, como lo llamaban en Merlo, era dicharachero y colorista, era hacendoso y un buen chaval, terriblemente afectado y de porte muy lánguido. Todo esto estaba muy bien, si no fuera porque era también muy promiscuo, era lo que se suele llamar, una zorra inquieta. Y esos devaneos con los de arriba y los de abajo, con casados y con solteros, le terminaron por pasar la pertinente factura.
Un siete de octubre, día de fiesta en Merlo, fiestas patronales de Nuestra Señora del Rosario, en los bailes de altas horas, Teodorito se vio envuelto en una refriega, causada por él.
En las publicaciones del Departamento de Higiene y en los Archivos de psiquiatría se podía leer: "Que el invertido, era un sujeto que adoptaba el rol opuesto, es decir que practicaba una sexualidad contra natura: mujeres masculinas y hombres femeninos. Sujetos que encontraban la realización de su deseo en el mismo sexo, sujetos muchas veces amanerados hasta la comicidad."
Ser sarasa, era tolerado en los tugurios marginales, estaba más extendido de lo que se pudiera uno imaginar, pero lo que no estaba tan bien visto y sí estaba muy perseguido, era el exceso de notoriedad. Y Teodorito, aquella noche se hizo notar. el altercado que se montó por su culpa, en el Cabaret de La Azucarera, una trifulca que dado su fin trágico tuvo su eco en los diarios, en la crónica morbosa. De todos era muy conocida la perversión de estos lupanares, de estos reductos del vicio, prostíbulos necesarios en las grandes ciudades, pues satisfacían una demanda muy extendida entre las clases bajas y las muy altas. En La Azucarera, eran habituales en sus fiestas las actuaciones de travestidos, las putas exóticas, y una amplia concurrencia de fornidos patanes que se ganaban unos cuartos haciendo gozar a acaudalados de la Villa y alrededores. Un habitual era El Marquesito, que era como llamaban al Hidalgo hijo del Marqués de Cerro Áspero. Era habitual él y su estela de moscardones y de viriles mancebos, con los que se encerraba en los cuartos altos para dar rienda suelta a su degeneración y a sus vicios. entre los viriles sementales, estaba Alejandrito Palacios, del que estaba prendado Teodoro, La Modistilla, como le llamaban por allí, cuando vio entrar en La Azucarera, a Alejandro como corte de El Marquesito, no lo podía creer. Además el muchacho, ni lo miro, dejándole claro que hoy no estaba para él, que estaba centrado en asuntos mayores, centrado en la manirrota de Calixto Trasserra de Guerrero, el futuro Marqués de Cerro Áspero. Todo esto exaperó sobremanera a La Modistilla, habituada como estaba a tener él, también su corte de aduladores y moscones, y a no ser rechazado por nadie. Esa noche bebió y bebió alcohol y quina, probó su propia medicina sus desplantes y desdenes. Teodorito, se fue encendiendo hasta que se presentó ya caliente y desinhibido en el cuarto alto donde fornicaba la corte de Calixto y allí la lió.
La Azucarera, era propiedad de Manolito Verdejo, una marica muy lista, que supo ver el negocio de este fornicio y con la ayuda del Conde de Torrebermeja, se hizo con una manzana en el centro de la villa, y allí montó su cabaret, al que no era nada fácil acceder, porque en la calle no tenía ninguna señal y atravesando el portón de la casona, había siempre que llamar a una cancela de hierro cerrada y si no te consideraban adecuado no te dejaban entrar.  La Azucarera, tenía además una puerta trasera mucho más discreta, que sólo se abría para gente importante, que podían entrar incluso con sus carruajes al patio central del caserón, y esa era la puerta por la que solía entrar Calixto, una puerta discreta y elitista para el Trasserra.
Manolito Verdejo o Manolita La Azucarera, como la llamaban en la noche, era un proxeneta y un alcahuete, al que recurrían, para conseguir género de todo tipo, las clases altas de la Villa de Merlo y partido. Le llamaban La Azucarera, porque en sus tiempos, a sus clientes les hacía las mamadas enharinándoles en el capullo un poco de polvo blanco, de cocaína, que entre chanzas, él, solía llamar azúcar, mientras se carcajeaba con su enorme boca de níveos dientes.
.- A mi me gusta comerlas con azucar, asi las corridas son más dulces, son más ricas, son mejores.
Y lo eran, porque él se hizo rico así y de ahí surgió el imperio de Manolito La Azucarera.
Teodorito, en cuanto entró en los cuartos altos, divisó a su Alejando Palacios cabalgando a Calixto, y de forma airada, haciendo aspavientos los desengancho, mientras estrellaba una botella de champagne contra el sobre de un velador de mármol blanco macael, y blandiendo en la diestra la botella rota, se lanzó a por El Marquesito y le rajó la cara, que aturdido, perplejo y sangrando, no daba crédito a lo que le estaba ocurriendo. Nada más hacer esta locura, La Modistilla, salió corriendo y no paró hasta llegar y encerrarse en su casa.
Destrozar la cara a un Marqués, no le iba a salir gratis a Teodorito y menos aún con tantos testigos, al amanecer del día siguiente a la fiesta del Rosario, lo prendieron y terminó en la cárcel, de la que dado el poder del padre de Calixto, era seguro que iba a salir de ella con los pies por delante. Amalia, perdía de nuevo otro de sus ayudantes, ahora le urgía encontrar a alguien de confianza que controlara a la trabajadora pero pánfila, de Basilia.
Tres días más tarde de ser la comidilla de Merlo, porque indirectamente se hablaba del taller de costura y de los espíritus de Amalia, llegó Salvadora, una mujer de San Antonio de Padua, hacendosa y bien hecha, llegó para una consulta a la vidente y se quedó como costurera. Amalia que la vio noble y que había hablado con su padre sobre un tema de tierras, en San Antonio, tierras que se habían quedado los hermanos de Salvadora, desheredándola con unas últimas voluntades ológrafas, que el padre de Salvadora, Pascasio le había dicho a la vidente que eran falsas. Salvadora ya lo imaginaba, estaba más tranquila, pero no tenía dinero para pleitear, con lo cual sabía que sus hermanos que la habían engañado, pero seguiría sin heredar nada del legado de su familia.
La tranquilidad regresó con Salvadora, pero el runrún de Teodorito siguió mucho más tiempo, y aunque las visitas con fines espiritistas crecieron, tambien creció la suspicacia de Don Faustino, el cura de la Iglesia de María Auxiliadora, que siempre fue el más beligerante con la espiritista. Habia tambien que añadir, que aunque la Raposo, no era culpable de las acciones de su modistilla, la Marquesa de Cerro Áspero, la había colocado en el disparadero y se había propuesto vengar la afrenta a su hijo, que quedó marcado para los restos, porque los cortes le desfiguraron toda la cara, a través del taller de costura y superchería donde trabajaba Teodorito, La Modistilla.
Don Faustino movió todos los hilos que tenía a su alcance, y a pesar de que los agarres de Amelia con el poder eran grandes, las habladurías sobre satanismo y misas negras que desde el púlpito empezó a propagar el cura, haciendo a Amelia responsable de la posesión diabólica de Teodoro, de su vida licenciosa e invertida, fueron creciendo hasta el punto de que por miedo nadie se atrevía a defender a la pobre médium, que tantos favores había hecho a la gente de la comarca. Y tras una sesión de güija con su abuela y con la desgraciada de Salud, en la que las dos coincidieron en advertirla de que hiciera el petate y se fuera. muy a su pesar y con gran dolor cerró la casa de su abuela y con ella, el taller y se marchó con los ahorros que tenia, que no eran pocos, a Buenos Aires, y se llevó con ella a Salvadora, que no tenía con San Antonio, ni con Merlo ya ninguna atadura, después de cómo la habían echado de su casa y desheredado sus hermanos. Las dos mujeres, no tardaron, en San Telmo, en abrir un negocio similar al de Merlo. Claro que en ese barrio bonaerense, los hermanos bethlemitas también las pusieron en el disparadero, sobre todo Pedro de San José O. F. B.


domingo, 15 de diciembre de 2019

Gloriosa decadencia


Sólo los que han rozado la gloria, los que han sido invitados al cruel banquete de la celebridad, los que han gozado del vino y las rosas de los días soleados, de la fascinadora cúspide de nieves perpetuas que es la estelaridad. Sólo esos, los malditos elegidos, saben brindarnos la gloriosa decadencia.
Cuando se corre el telón, son muy pocos los que siguen interpretando, los que viven para y por mantener vivo el fuego de la hoguera de la vanidad. Así fue como consumió más de la mitad de su vida. Stella, la Divina Stella.

"Vengo de Dios.
Pertenezco a Dios.
Al final, volveré a Dios."

La endogamia estrangula mucha valía, amputa muchas alas, impide volar, y cuando conscientes o inconscientes de que el tiempo no vuelve, fuerza a volar de modo tardío, a emprender a deshoras, pero con la gracia y la exclusividad que brinda la rareza, sintiendo que hasta el último latido, hay vida y con la vida la capacidad para hacer proezas, exquisitas proezas sin público, proezas entre bambalinas, en las sórdidas alcobas de nuestra intimidad.
Stella Grey Nabetse, flor y nata de una sociedad clasista que se retroalimenta, nació con el corset y los privilegios que imponía su clase, nació y fue desdeñando éxitos, rechazando amores, abrazando desgracias.
Concatenación de estigmas que fueron martirizando la crisoelefantina talla, a la musa de poetas, al dechado de elegancia, y la fueron convirtiendo en novísima musa de ismos aún no nacidos, en adelantada, en precursora, en adalid de una modernidad aún no inventada, que entre escombros y sin ningún aderezo brillaba sin focos, con sublime soberbia.
Gloria Swanson, sin artificio, sin máscaras, sin afeites y luces cenitales. Virgen de un panteón olvidado, de salas llenas de latas de comida para gatos, Reina de los felinos, de los mapaches, de los gorriones y las urracas. Reina de recuerdos, de notas que el viento que se cuela por las ventanas de cristales rotos desordena y reescribe caprichoso nuevos capítulos de cándida belleza.
Stela, era porcelana descabalada de una cara vajilla, olvidada en un desván, llena de polvo, pero con su blanco níveo intacto, con su sonrisa intacta.
Muchas veces el lujo es frío y resulta más cálida la miseria, el calor de lo no alambicado, la ruina, el abandono. Los escenarios bellos no son cómodos, en ellos no habita el ingenio, no habita el talento. El talento habita en el caos, en la espontaneidad, en la valentía de evitar lo relamido, y ser siendo y deslumbrar con el candor de la espontánea carcajada, el baile inadecuado y la automática dicción, sin orden, dejándose fluir, sin guión. Verbos fáciles e hirientes, como las palabras que brotan de la boca de un niño, abruptas, aborregadas, sinceras, cortantes.
¿Que es correcto? ¿Que es conveniente? ¿Dónde está escrito?
La vida no es lineal, es una espiral, un laberinto, un bucle perenne de manías, de taras, de obsesiones, todas embalsadas tras el dique de lo conveniente, de lo adecuado, de lo que puedes o no puedes hacer por pertenecer a una divina familia, casa de prebostes y sepulcros enjalbegados.
Stela, no era nada de eso, eligió no seguir la norma, abrazar una soltería vista como un fracaso, abrazar el cabaret, en una familia de poderosos titiriteros, de artificiosos y elegantes espectáculos, espectáculos de portada, crónicas de la nueva realeza.
La desgracia cuando ara, suele cruzar el surco, y cortar la herida dos veces, así de ese modo el campo da un excelente e incomprendido fruto, el fruto de Stella, el fruto del díscolo, del que muestra las heridas de la guerra de nacer en la preeminencia.
Stella no era una muñeca rota, nada roto estaba en ella, y si algo estaba roto era el cíngulo del pudor, el aprisco de los necios, el corral en el que se encierra el que quiere ser conveniente.
Stella, fue prisionera involuntaria del infortunio de su madre, de su dipsomanía, de los temblores que remediaba bebiendo cada vez más. de su pánico escénico. Compañera sumisa del abandono de su padre, divorcio que arruino y desestabilizo más aun a la manipuladora progenitora y que esta utilizó para afianzar más la dependencia de la bella Stella. Uniendo sus destinos en un destierro de caprichosa dejadez, de alambicadas conversaciones con un servicio inexistente, de teatrales discusiones entre madre e hija, dos Reinas sin reino que se abandonaron a vivir días sin horas, sin tiempo, sin reglas, sin principios.
Las dos se encerraron en Domus Bartalis, un caserón familiar, lleno de recuerdos, el escenario propicio para interpretar sus nuevas vidas, unas vidas marcadas por la decadencia, por sus eternos y trasnochados estilismos, por sus verbos locos y chisporroteantes, sus bailes animados por una gramola de quejumbrosos sonidos, y por la presencia de los que eran invisibles, los ausentes, los memorables de una casta que entonaba postrimerías en la mesa de la güija, los muertos familiares que también vivían allí, en los cuartos cerrados, en las vitrinas de la plata, en los armarios llenos de delicados harapos que ellas volvían a lucir en sus exclusivas fiestas, en las veladas de piano, que la fracasada mamá daba para todo el árbol genealógico que moro en la casa. Jarrones de Sevres con flores marchitas desde hacía décadas, velas que generaban al derretirse unas sobre otras monstruos sobre los candelabros de plata, cortinas que el viento mecía, y cristaleras por las que se colaba la hojarasca.
Era frecuente verlas bebiendo en el poche, vestidas de noche y con diademas, a la una del mediodía, a las cinco de la tarde, a las tres de la madrugada, y con la música lúgubre de la "Oda a la muerte de Mister Henry Purcell". Todo en ellas era teatro íntimo, absurdo, libérrimo y bellísimo. Incomprendido lirismo de dos divas que habían creado su propia compañía y generaban sus propias e irrepetibles obras.
Años de abandono, años en los que el mundo también las abandonó, se olvidó de ellas. Sólo generaban alguna habladuría en el pueblo, siempre desmentidas por Stephen, el único que las visitaba, que las proveia de suministros, el único que conocía lo menguado que estaba su fideicomiso, el único que sabía que la vieja mansión ya no soportaba más decrepitud, y sus inquilinas marchitas como el salvaje jardín estaban entonando su final.
Y así fue como volvieron a la estelaridad de las portadas, una mañana de diciembre. Posiblemente fuera un quinqué, o una vela mal apagada o el fuego de la chimenea del salón. Esa noche ardió Domus Bartalis, el fuego iluminó la noche oscura, ardió como una gran tea, y nada se pudo hacer, nada se pudo salvar de aquella mansión colonial, de ellas no había ni rastro entre los humeantes escombros, sólo había alrededor de los rescoldos cientos de expectantes  y huérfanos gatos.




sábado, 14 de diciembre de 2019

La postrímera gloria


Missis Corali Rawson, ya no aspiraba a nada más, sus días estaban colmados, sólo quería marcharse arropada por el calor de sus joyas, por sus trofeos, por el botín de sus victorias.
El fin de nuestros días no debe ser nunca aséptico, debe ser un festín, un hangar lleno de marchitas victorias, un barroco desfile de vanidad. Nadie debe morir en una alcoba yerma.
Estas eran las reflexiones que se hacía en voz alta Missis Rawson. El ocaso nos hace asirnos con fuerza a los logros, apurar su disfrute, carganos de las condecoraciones con las que nos ha premiado la vida, para brillar jubilosos en los últimos instantes que nos quedan por vivir.
En su mano izquierda, en el dedo anular el diamante Eleonora, cara y efímera victoria. Fue el precio que pagó su primer marido por desposarla, por su virginidad, por ser el primero en disfrutar de su saber estar, de su alta cuna, de sus relaciones sociales, de su maquiavélico ingenio.
¿Quien la acompañaría a su última morada? ¿Quien la desvalijaría? ¿Quienes serian los cuervos enlutados que vendrían al conciliábulo del saqueo de su casa?
En la muñeca de su mano derecha, la pulsera de perlas australianas, cuatro vueltas, cierre en platino, con brillantes y una perla mabe de orientes rosas. John Baltimore, siempre tuvo muy buen gusto, nada logro de ella, nunca a pesar de sus agasajos consiguió un mísero contrato, sólo que le presentara, tras rechazarlo ella. a la que sería su primera y única mujer, a Marita Verge, una hija bastarda del magnate Nick Verge, una rica bastarda.
Son muchas las moscas que acuden a sacar partido de la decadencia, de la necesidad de afectos, de la soledad, de los días en los que la candidez de la vejez nos hace plaza fácil, cuartel rendido. Malos actores que en las horas bajas, buscar hacer el agosto.
En el anular de la mano derecha, el solitario de la perla llamada "la inmisericorde", la perla que coronaba la tiara nupcial de la Emperatriz Eugenia. Anillo que le regaló Federicci Montigny, su segundo marido, del que heredó tambien el titulo de Princesa de Juvara, y un castillito en la Lombardía.
Somos lo que atesoramos, la envidia que generamos, somos ciudadela casi rendida, asediada por los enemigos, por los feudos que la quieren saquear.
Corali, tenía claro que por mucho que ella dispusiera, su preciado ajuar no se iba a ir con ella a la tumba, por eso en estos últimos años de vida, retirada casi por completo de todo el ajetreo de la vida social, lucía sus caras joyas, a diario, intentando impregnarlas de su esencia, impregnarse ella, de lo que todas esas piezas rememoraban. Todos los capítulos de su vida comenzaban con una alhaja y ponerse sus joyas, era recordar.
En su muñeca izquierda el corsario brazalete, que podía ser utilizado como broche para el pecho, o como ella solía llevarlo como barroco brazalete que siempre se ponía en la mano izquierda. Llegó a ella en el Mediterráneo, frente a las costas de Nápoles, cuando se escapó con Giovanni Forniano, un amante que para olvidar y distraerse se había agenciado en esa época, un amante imponente y de vida disoluta, que se hizo ilusiones con ella, penso que podria llevarla al altar y redimirse él, de aquella vida de crápula, de fornido gigolo de millonarias. En la cubierta del yate mientras le besaba la mano y el imponente Eleonora, le colocó el brazalete en la muñeca y le dijo con su voz grave y pulcra, esa voz que subyugaba cuando en el tórrido galope susurraba al oído de Corali, "mía cara bella":
- Cara mía, sólo tú sabrás lucirla como merece, sólo puede estar contigo, sólo tú sabrás valorar este gesto.
Missis Corali Rawson, no la desdeño, la dejó adornar su muñeca los dos días más que se quedó en Nápoles. Evidentemente pensó que era una pieza cara, muy cara, que le habrían dado a Giovanni Forniano, como pago de algunos favores, y si él, había decidido que le tenía que pagar algo a ella, ella no se iba a oponer. Para no generar vínculos y complicar las cosas, hizo un mutis por el foro y desapareció sin ruido y alharacas, volviendo a su Boston natal, a su Nueva Inglaterra, con el brazalete corsario barroco de oro y diamantes, su nuevo trofeo de vanidad.
La materia siempre tiene nuevas vidas, los objetos pasan de unas manos a otras, ha ella habían llegados y tras ella se dispersarían, volverían a tener nuevas vidas, a dar brillo a otros, a ser los hitos del camino de victorias de otra mujer como ella.
En el cuello un magnífico collar de cinco vueltas de perlas perfectas, exquisitas. Toda gran mujer, debería poseer uno. Este trofeo llegó a ella de las manos de una mujer, llegó tras la muerte de su madre, cuando los tesoros de la progenitora se dispersaron, se dividieron en tres lotes y a Coralí le tocó en suerte el lote donde estaba el collar, las perlas de la gran y poderosa dama que era su madre. Missis Rawson no tenía ni hijos, ni hijas, tenía sobrinos, entre los que no había ningún favorito al que legar el valor sentimental de sus destellos.
En Beacon Hill, en su casa estaban atesoradas todas sus vivencias, fotos, cartas, sus vestidos icónicos, sus pieles y bolsos, su colección de porcelanas, y el esquisto mobiliario de la residencia, decorada para recibir y deslumbrar. Arropada por el calor de sus pertenencias y por el ingrato servicio de la casa del que no se fiaba nada, veía pasar los días. Desfile de estaciones y de esquelas, en el obituario del The Boston Globe, de los que habían sido sus iguales.
Adornando sus orejas las grandes perlas, en la oreja derecha "Arquímedes" la perla blanca y en la oreja izquierda "Saturno" la perla negra, dos perlas que pertenecieron a la desgraciada dinastía de los Romanov, y que llegaron a ella de la mano de su tercer y último marido que las adquirió en Sotheby's. Samuel Frederick Rawson, el marido que le dió la serenidad, y que le legó, la casa en Rockport, en el condado de Essex, idílico lugar en el que pasaban los veranos rodeados de artistas, hasta que Samuel, también se marchó.
Corali había vivido, había ambientado su vida con el lujo y el confort que estaba al alcance de su mano, y ahora, en las últimas horas, ya no vivía, sólo rememoraba y a través de los cristales de la galería, veía vivir.





viernes, 13 de diciembre de 2019

Gaspara y el luto


Con demasiada frecuencia es tan liberadora la fatalidad.
Tras los duelos a veces se respira. Más vale un luto que te libra de un fresco, que seguir padeciendo al fresco y no estar de luto.
Gaspara, lloro y lloro, pero vamos que cuando llego a casa y cerró la puerta tras de sí, rio con estruendo, tranquila porque allí nadie la escuchaba, rio y bebió y festejo el nuevo estado, viuda y libre, rica y sin rendir a nadie cuentas. Sola, triste y sola, que alegria.
No siempre había sido así, hasta antes de ayer, ella estaba sometida a su querido César Augusto, como le gustaba que le llamaran, a su bodoque, como ella en su fuero interno lo llamaba.
A César Augusto, su padre le compro el titulo de farmacia. Le compró el título, la farmacia y compró a Gaspara, porque la viuda, antes de ser desposada era un buen partido y el bolonio, necesitaba una mujer de bandera y de posición si era posible. Y posible fue, porque el necio de César Augusto, el boticario, casó con Gaspara, en la Catedral de Salta, un seis de enero de 1893, día de la onomástica y del cumpleaños, de Gaspara Baltasara Melchora de María Benjumea Godoy, y cierto era que el día venía que ni al pelo, pues Gaspara era un regalo de Reyes, para el niñito malcriado de César Augusto Terencio Güemes y Álvarez de Arenales.
Muchas veces se envidia la suerte de la res llevada al matadero, se la envidia porque nadie conoce la trastienda de los fastos, y casarse en la Catedral, en el altar mayor, con el Arzobispo Don Luis Pirraca de Sal y Sumalao, en Salta generaba envidia.
Gaspara, la mujer del boticario de la Calle Caseros, de la botica principal de Salta, nunca fue lo que se dice feliz. Era difícil serlo al lado del mastuerzo de César Augusto, un misógino, que se casó con ella y nunca la toco, quizás mejor así, porque nunca le dió la lata con requerimientos maritales, en ese sentido la dejo libre, todo lo libre que le permitía ser la Señora de Güemes, la boticaria, porque era ella la que atendía y despachaba en la farmacia, con la asistencia de dos mancebos, Áureo y Electo, que también ayudaban con las fórmulas magistrales.
La misoginia del boticario se manifestaba en una falta de confianza atroz hacia su mujer, que paradójicamente era la que controlaba la farmacia y era muy respetada por los parroquianos y los mancebos. Aunque la consideraba un trofeo y como tal la exhibía en la vida social de la urbe, llevándola a su lado como su perrito faldero, y atándola en corto con respecto al gasto y sus relaciones en solitario. Gaspara, salvo las salidas a la misa diaria de las ocho de la mañana, y recibir y corresponder las visitas de su hermana, con nadie más tenía relación, salvo el trato a los clientes de la farmacia, siempre vigilado por los dos mancebos que tenían órdenes muy claras de relatar a César Agusto, todo lo que fuera de la norma hiciera su mujer.
Harta estaba de ese control sobre sus gestos, vestuario, alhajas. Era un regalo de Reyes sin desenvolver, sin usar, que no se podía casi ni ver y menos aun tocar.
Era evidente que Dios, no les mandaba hijo, porque si se los mandase, sería hijos de Dios, porque Gaspara fue virgen hasta que enviudó. De ese modo el único aliciente de la Benjumea era la farmacia, las vitrinas llenas de albarelos, las fórmulas magistrales, las grageas, las pomadas, los jarabes.
Quince años vivió presa en aquella torre, en aquella botica, en la rutina de las misas, los mancebos y su hermana. Hasta que aburrida del tipo de vida que le esperaba si ella no hacia algo, decidió poner fin a las francachelas de su esposo, a sus cacerías, y sus amigos inconvenientes, sus amigos sarasas, a sus partidas de cartas. Y versada como estaba en drogas y venenos, le preparó la perfecta pócima, aquella que lo mata fuera de casa y sin dejar rastro, en sus horas de alterne, en sus idas y venidas a la finca de San Ramón de la Nueva Orán.
Tan planeado lo tenía todo Gaspara, que hizo que muriera su César Augusto el mismo día de su nacimiento, ese era su regalito, ese era su presente, morir justito el día de su cumpleaños. Murió en la casa de San Ramón de la Nueva Orán, en su adorada finca, seguró que murió en los brazos de su querido de turno. Allí lo amortajaron y se lo trajeron a casa, se le veló en la sala grande de la planta noble de la casa de los Güemes, sus padres desconsolados no atinaban a entender que su niño se hubiera ido tan joven. Y Gaspara, enlutada de pies a cabeza y bajo un velo, lloraba y lloraba, comunicando a unos y a otros entre moderados gimiqueos aspavientos, que qué iba a ser de ella ahora.
En la catedral que los casaron, se ofició el entierro, ante el Señor y la Virgen del Milagro. Y como ilustres que eran en la provinciana Salta, un carruaje negro, tirado por diez negros caballos, coronados con plumeros negros, condujeron al difunto César Augusto Güemes, al Cementerio de la Santa Cruz, al majestuoso mausoleo familiar.

lunes, 9 de diciembre de 2019

Ceferina Valfuente



Ceferina Valfuente, era muy de canturrear en las misas, muy de ir la primera en las mal atinadas letras para que las demás la siguieran. Era una mujer henchida de soberbia, airada, fresca, era de cabeza alta y desafiante, solía mirar para atrás, a sus compañeras, las dominadas, a las voces sumisas que ella capitaneaba, para reprenderlas e imponerles el ritmo rápido que ella, con su falsete engolado, marcaba.
La vejez hace que mucha gente de un giro a sus vidas, que sus vidas en apariencia viren. Sólo en apariencia, porque la zorra cambia de pelo, pero nunca de mañas.
Ceferina era muy de ir enfundada en un abrigo de astracan polvoriento con cuello de zorro gris, nadie supo cómo había llegado a sus manos, di de qué mano era, pero era claro que era algo que chirriaba a pesar de estar ajado, con su paleto y provinciano estilismo. El zorro en cuestión envolvía el ancho cuello de Ceferina, y le confería entre el pelamen y el tufo a perfume fuerte y barato un aire de madame de barrio marginal de urbe con mucho obreraje. Ceferina era mayor y estaba en horas bajas. pero siempre había tenido buena boca, no solía hacer asco a casi nada, y sobre todo si ese algo tenía algo de parné. Quien la ha visto y quien la ve. En primera fila, dándose golpes de pecho con los papeles del canturreo, luciendo baratijas orinadas, perlas falsas y estampados estridentes, siendo la señora que nunca fue, siendo la reina tuerta, entre las ciegas súbditas.
Que fácil es encumbrar al que no tiene pasado, y que difícil es asumir que la zorra con armiño, ya no es una zorra con las mismas mañas. Eso era lo que pasaba en el pequeño cosmo que era Pernicio. La Garufa, que era como la llamaban en el pueblo, eso sí, jamás en su presencia, porque como suele pasar con los acertados motes, no suelen hacer ninguna gracia al ínclito.
Costaba trabajo imaginar, a pesar de su aire estridente, a Ceferina, La Garufa, peleando por un hombre, por un hombre que no era el suyo, con Agapita Vinagre, en el atrio de la Iglesia, porque se estaba amancebado la ínclita, con Gustavo Velo. Y Agapita, harta, la trinco al ir a misa y la revolcó por los suelos, desarmándole el enlacado moño rubio de potasa. Si algo era Agapita, era recia, fuerte y por eso le dio bien pal pelo a la zorra de La Garufa, mientras le gritaba:
- Puta, puta, reputa, como te vuelvas a acercar a mi hombre te rajo.
Arrepentidos los quiere Dios, claro que el arrepentimiento de La Garufa, era muy somero, era de sepulcro blanqueado, porque a pesar de estar más amainada, seguía buscando jaleo entre los maridos de otras, buscando fiesta y si podía sacarles a estos incautos, algunos cuartos por la jarana, mucho mejor.
Agapita, no era de las de las primeras filas, más bien era de misas contadas, de funerales, entierros y fiestas grandes. No era de las que buscan brillar como corrobla del cura, pero un día en la calle que pilló al curita, le dejó claro que la que cortaba el bacalao en la Iglesia, era una harpía. Le dijo:
- Dios que todo lo ve, sabe muy bien de esa furcia galana, de la falsedad de sus rezos, y de que por mucho que se enfunde en ese pellejo de zorra que lleva, nunca será una señora, porque encamarse con los maridos de las demás no es de fresca, es de puta.
El cura le dijo, que no eran formas de hablar, pero que si eso era cierto, pues que no estaba bien. Pero de estas palabritas, el tibio del cura no pasó, porque él, ni quería tomar partido, ni quería tener discordias con la feligresa Ceferina, más por miedo a su lengua viperina, que porque fuese santo de su devoción la cantora de La Garufa.
Muchas eran las que habían tragado quina con los devaneos de Ceferina con los hombres del pueblo, con sus maridos, pero no todas tenían el carácter de Agapita, para plantarle cara, la mayoría eran de murmurar por detrás y no atreverse ni a chistarle en público.
Agapita, por desgracias de la vida, cayó muy enferma y quedó postrada en la cama, algo que utilizo La Garufa, para darle otro tiento a Fermín, con el único fin de joder y cobrarse el revolcón del atrio, que se ganó años atrás cuando estaba como una berraca tras el marido de la Vinagre. Y los hombre que de natural son tontos y veletas, a sabiendas de que su mujer estaba a las puertas de la muerte y que lo más seguro era que un alma caritativa le llevara el rumor a su lecho en una visita, cedió a la berraquera de la Ceferina Valfuente. No tardó en llegarle el chisme y la mujer de Fermín el Recio, que empeoró con el berrinche tanto, que aquella tarde que le llegó la fatídica nueva, Don Victoriano, le tuvo que dar la extremaunción y en las primeras horas de la madrugada murió. Murió prometiendo al cura y a las que estaban en su lecho de muerte, que volvería para cobrarse el daño que le había hecho la malnacida zorra de La Garufa.
Ni duelo respeto la Ceferina, hasta en el mismo día del entierro se la veía rozarse con él, y nada tardo que se encamara con Fermín, hasta en la cama de la muerta, y menos tardó en vaciarle los bolsillos al tonto del viudo de la Vinagre. Pero no tardaron mucho en mostrarse signos de que Agapita había vuelto. El primer síntoma fue que en la misa del día de la Inmaculada Concepción, se le cayó un diente mientras cantaba, se lo tragó mientras berreaba gorigoris y casi se añurga en la propia misa, tosiendo como una posesa., dió la nota, pero se le pasó. Días más tarde se le caía el pelo a puñados, hasta el punto que en una semana estaba calva, y se tuvo que tapar un pañuelo en la cabeza. Los dientes que le quedaban se le fueron cayendo también, hasta el punto que desdentada, ni cantaba, ni hablaba bien. La cara se le empezó a llenar de pústulas y las uñas se le quebraban y le sangraban. Y claro está con la promesa de Agapita, en su lecho de muerte, no tardaron en correrse los rumores por el pueblo de que era la Vinagre, la que la estaba matando poco a poco y convirtiéndola en un asqueroso guiñapo, para escarníar lo zorra que era y para que lo viera todo el pueblo.
Ceferina entre los tufos de las pomadas y el olor a lupanar de su abrigo, se fue quedando sola en primera fila, sus amigas las cantoras le fueron haciendo el vacío, por un lado por lo mal que olía y porque era mejor no estar al lado de ella si la Agapita, era la artífice de aquella venganza.
Ni el médico de Pernicio, daba con el origen del mal de La Garufa, incluso él, no tenía muchas ganas de auscultarla, por el hedor que desprendía y porque vete a saber si aquello era contagioso.
En torno a Ceferina Valfuente, se hizo el vacío, y probó en sus últimos días, lo que era estar sola, despreciada y jodida. Hasta ella misma comenzó a pensar que era un castigo divino, por lo mala pécora que había sido.
Y la verdad de este asunto, es que los muertos para ejecutar venganzas necesitan colaboradores, y había sido Nicanora, la que le había echado una mano al destino. Nicanora, estaba casada con Amancio, un chaval que trabajaba en la central nuclear de Almaraz, y era de allí de donde venía el mal de la Ceferina, de unos polvos que robo por que se lo habia pedido así Nicanora, polvos que la hija de la Vinagre, mezcló con el azúcar del azucarero de porcelana de la casa de su padre, sabedora de que su padre no endulzaba el café, pero si y mucho La Garufa, y que como estaba metida todo el día allí, en la casa de su madre, era ella la que iba a vaciar el dulce azucarero, y así fue como la Agapita le cobró a la zorra, sus malas mañas.





domingo, 8 de diciembre de 2019

Sin serenidad no hay porte


Sin serenidad no hay porte, la distancia mayor la marca el comedimiento, la calma y la frialdad.
Somos la inabordabilidad que imponemos a nuestros días, la estanqueidad de nuestro séquito. el ensimismamiento y toda su fanfarria de fantasía.
- ¿Quién no ha sufrido un exilio?
Las derrotas son parte consustancial de las victorias, son el peaje a pagar para vencer.
En la pequeña sala estaban Altagracia y Amadora, platicando de trivialidades, hablando de lo que habían perdido, del precio que impone la urgencia, huir para salvar la vida.
- Vivimos marchitándonos en esta ciudad sin iguales, sin generales, ni condes.
Altagracia era todo frivolidad, sólo atinaba a hablar de encajes y alhajas, no se resignaba a la provinciana gloria de Leterete, ciudad un poco pacata, donde no había mucho sitio donde brillar, ni salones a los que ir.
- Además ese capitán que vive aquí, ni siquiera me pretende a mi.
Decía Altagracia, mientras miraba sus pulidas uñas y la lanzadera de amatistas de su dedo índice.
Huir de una revolución es siempre una tragedia, huir dejando atrás Iglesias en llamas y palacios saqueados, por la enfervorecida turba, que como una veleta vira en cuestión de segundos y odia o aclama al viento imperante.
El Marqués de Sotoyermo, puso a salvo a sus hijas, pero él, no corrió la misma suerte, encontró la muerte en una checa, después de haber pagado una gran suma para que lo pasaran a territorio extranjero.
El pueblo había abrazado una republica, que prometía escarnio y que la tierra, todo, cambiaría de manos. Y la verdad es que poco cambió, salvo que los líderes locales ajustaban cuentas asentadas y repartían el botín incautado a los huidos o a los asesinados entre su circulo de confianza, entre unos cuantos.
Nada suele cambiar con las revueltas, salvo que algo de poder y de riqueza cambia de manos, pero nunca todo, porque son muchos los que se travisten y apoyan a quien antes denostaban. Pero jamás se cumple la quimera de que todos sean iguales, porque nadie es igual a nadie. Y bien lo decía Dios, con la parábola de los talentos, hay quien pierde lo que le toca en suerte y hay quien multiplica lo que le ha tocado ganando lo que el otro ha perdido. Guerras cainitas que la envidia incendia y envidia que asesina al envidiado.
En Leterete, las hermanas Garay de Tresserra, seguían esperando que volviera su padre, porque ellas ignoraban la suerte que había corrido intentando salir de España.
¿Quién no ha sufrido un exilio? Era una pregunta retórica de quien en la adversidad encuentra la tilde diacrítica que lo distancia y distingue.
Nadie es nadie sin referencias, sin estar referenciado, sin estar inserto en un contexto. Altagracia y Amadora habían perdido sus referencias en aquella gloria pacata, de días de viento cargado de salitre y arena, de días de bochorno y moscas. De huidos con las manos vacías, que buscaban su suerte.
En Leterete no terminaban de encajar, pero la tardanza de su padre las iba a obligar a elegir destino, porque sin dinero no se puede esperar y sus fondos se estaban agotando, allí ellas no eran nadie, sólo dos niñas bien que ya habían comenzado a vender sus joyas.



Práxedes


Todas las certezas tienen fisuras, y aquel caso se había cerrado en falso, era cierto que todas las averiguaciones y las pruebas conducían a pensar que Práxedes, se había marchado a América, pero nunca había escrito, y en su destino los familiares no sabían de ella. Era raro, pero la habían visto coger el tren y en la lista de embarque estaba su nombre, se presuponía que había cogido el barco, pero en el barco se perdia su rastro, porque en el puerto de Mar del Plata, no la habían visto desembarcar.
Quince años habían pasado desde que Práxedes, saliera rumbo a América y nunca llegará a América. Quince años que no se habían aplacado las sospechas de Ovidio, y no se habían aplacado porque Práxedes le había confirmado a él, que no iba a ir a Buenos Aires, para pasar a estar a las órdenes de su hermano, para servirle y cuidar a sus hijos, que en sus planes no estaba el quedarse soltera, y Ovidio sabía bien de qué planes hablaba, porque el plan era él, casarse con él a pesar de la oposición de la familia y el destino que le habían trazado contra su voluntad.
No era difícil encaminar sospechas, pero era muy difícil encontrar pruebas de las encaminadas sospechas de Ovidio.el sabia que esta larga ausencia y sin noticias sólo significaba que había muerto, que seguramente había muerto en el momento de su desaparición, que ni cogió ningún barco, ni ningún tren, que sería alguien que quiso simular que era ella , para confundir y que nunca se supiera nada. Pero había pasado tanto tiempo, su desaparición estaba tan bien organizada, fueron tantos meses los que pasaron hasta que comenzaron a aflorar las primeras sospechas, la preocupación por la falta de noticias, una carta. Era tan largo el trayecto a investigar, que bien podía haberse caído del barco y que por eso no llegó a Mar del Plata. Pero tampoco había aparecido su equipaje en el barco, o al menos eso decía su familia en Buenos Aires, que había transmitido su preocupación a la Compañia Transatlantica. Práxedes había iniciado un viaje al que nunca llegó.
Las heridas que se cierran en falso, no están cerradas, están enquistadas, y ese resquemor y preocupación, periódicamente tienden a aflorar. Y eso era Práxedes para Ovidio, una herida, un capítulo sin cerrar que le impedía afrontar su presente a pesar de que habían pasado quince años y en el pueblo el revuelo inicial hacía mucho tiempo que se había aplacado y ya nadie nombraba a Práxedes.
Ovidio, seguía guardando sus última letras, con aquel trébol de cuatro hojas que encontraron en su último paseo. Ovidio seguía aguardando su regreso, esperaba el fatal desenlace, saber de su muerte, esperaba tener una tumba donde ir a llevarle flores el veintiuno de julio, día de su onomástica y cumpleaños.
Querido Ovidio, le decía. Mil veces le había expresado su preocupación, la desaprobación de su familia a que se ennoviase  con él. Las amenazas que sufría por no querer acatar el destino que le habían impuesto, una egoísta e interesada soltería, primero para cuidar a su madre y luego con un destino de ultramar para cuidar a sus sobrinos.
Olivia Ledesma de Urbizu, la madre, murió antes de lo esperado, quedando libre Práxedes, que en ese momento tenía ya treinta y cuatro años, era ya una mujer mayor para casarse, pero antes no lo había podido hacer porque estaba atada al ordeno y mando de su madre, una mujer clasista y de un carácter insufrible y dominante. Ella era la que nunca vio bien a Ovidio, un simple escribiente en la notaría, así solía decirle ella, a la prudente Práxedes:
- Si por lo menos fuera el notario, sería otra cosa, pero como te vas a casar con un simple escribiente.
Así en esta espera pasaron años, pero la liberación llegó, aunque fuese a costa del óbito de Doña Olivia, Viuda de Urbizu. Y la liberación se torció y eso era lo que le relataba la prudente Práxedes en las últimas letras,  le contaba cómo querían mandarla a Buenos Aires de criada de su hermano mayor.
Y tras estas letras sin adiós, pues no se despidieron, monto en un tren rumbo al puerto de embarque y ahí perdía su rastro ¿ Fue ella la que montó en el tren? Porque todas las mujeres con sus trajes y sombreros con velos se parecen y bien podría haber sido otra. Esas eran las conjeturas que poblaban la cabeza de Ovidio, respecto a su amor imposible, a ese amor que pasados quince años de su desaparición, no se borraba de su corazón, hasta el punto que no había rehecho su vida y vivía consagrado al amor perdido, a su primer amor, a su divina e idealizada Práxedes.
Era veintiuno de julio y ese día fue el elegido para el retorno, ese día en tren regreso del más allá, de donde estaba, Práxedes. Llegó a la estación que la vio marcharse, al pueblo del partió rumbo a un destino al que nunca llegó. Práxedes había vuelto para cerrar ella también un capítulo abierto, cerrado en falso, para saber si Ovidio se había casado y tenía hijos, para quitarse aquel pesar de su cabeza, aquel devaneo, lo que pudo haber sido y no fue.
Llego y lo buscó. Casi nada había cambiado, pero ella sí había cambiado y mucho, tenía cuarenta y nueve años, la vida no la había tratado mal, pero sus formas redondas se habían vuelto angulosas, los años para ella habían pasado afinando su cuerpo y rostro, su porte era el mismo, estirado como el de Doña Olivia, su palidez nivea y su mirada mucho más acuosa que cuando partió. El retiro al que se había sometido y al que hoy ponía fin, la había nacarado. Quince años había pasado en un convento de clausura, preservada del ruido, de la luz, de las miradas, quince años que no habían servido para olvidar a Ovidio, sólo para martirizarse ella y martirizar a los suyos con su desaparición.
Era grato que nadie la reconociera, tan extremadamente delgada y pálida ¿La reconocería Ovidio? Reconocería ella a su no olvidado amor. A través de los cristales de la notaría, lo vió en el despacho de siempre, en la mesa de antes. Estaba encanecido, también a él lo había afinado el paso del tiempo. No sabía si llamarlo, dio varias vueltas a la calle mientras pensaba y al final entró y con voz suave pregunto:
- Podría hablar con Don Ovidio, soy una conocida suya, una amiga de hace mucho tiempo.
Lo llamaron y salió a la sala de espera y la vio, no dijo palabra, enmudeció mientras la escrutaba con la mirada, no dando crédito a tal visión, y tras unos segundos eternos se acercó a ella y la beso y la beso, y sacando de su bolsillo un guardapelo de oro que abrió, le dijo:
- Feliz cumpleaños mi amor.
Y se lo entregó. Allí estaba el trébol de su último paseo, el trébol de cuatro hojas que ella le cogió.



Continuará

viernes, 6 de diciembre de 2019

Celeste Durán


Hay quien decide encender la caja de los fósforos de su vida, toda a la vez, prender todas esas cerillas, para brillar sobre la mesura de los uniformes, para en un repentino y fugaz alarde de luminosidad, con una intensa llamarada desaparecer, trayectorias de bólidos, de veloces corceles, que tras llegar los primerísimos a la meta caen rendidos y victorios, para desvanecerse y dejar, en la retina de los corrientes, ese fogonazo que por unos instantes les cegará y que en la memoria colectiva se asentará como hito.
A la sombra de los hitos surgen interesados, personajes convenencieros que viven relatando batallas que dicen que presenciaron. Son los hagiógrafos de los que tras la proeza desaparecen dejando la estela de su intensidad. Cínicas viudas, amigos intimísimos, primos, hermanos, novios, todos ellos dolientes. Prosperan a la sombra del derribado cedro, exprimiendo la memoria y los logros del portento finado. Eso era Meli Donaire, o sea, la Melitona. Una figura muy marginal en la vida de Celeste Durán. Celeste nació en el mismo barrio que Melitona, fueron juntas al colegio, pero ni por asomo compartieron ni intereses, ni amistades. Sólo que vivían en la misma calle, hasta que Celeste comenzó a despegar cuando la eligieron reina del instituto, y más tarde de la ciudad, así hasta lograr ser Miss Estado de Carabobo y participar en el certamen de Miss Mundo, como Miss Venezuela, y trasladarse a vivir a Gran Valencia para nunca volver a Güigüe.
Fue meteórico su despegue, su ascenso y las difusión de su belleza, en todas la televisiones, en las portadas de revistas. Bellísima, perfecta, apunto estuvo de lograr el título mundial, pero no hacía falta, era ya una celebridad, disputada por los publicistas, asediada por magnates que deseaban aquel trofeo para sí. Pero sus fósforos ardieron todos a la vez, y una mañana los noticieros despertaron al país con la noticia de su muerte, con la trágica desaparición de Celeste, y fue ahí cuando encontró su hueco Meli Donaire. Su primera aparición fue en unas entrevistas a pie de calle, en el barrio de Güigüe, donde nació y pasó sus primeros años, esos años de anonimato, de la bella Celeste, preguntaron a Meli, que sin cortarse contó que eran íntimas, y exhibió una carta de Celeste, unas letras en las que se interesaba por ella, dijo que ella sabía de Celeste porque se lo contaba todo y que su trágico final era debido a que no estaba bien. Así comenzó, hasta pasar a estar en nómina de una tele estatal en Gran Valencia, y pasar a ser la cronista oficial de Celeste y a hablar de otras divas y famosos. Así Melitona ahormo la memoria de Celeste a su interés, sin nadie que la recriminara, ni llevará la contraria, porque Celeste era hija de madre soltera y su madre tras la muerte de su hija, se sumió en una depresión que necesito de frecuentes hospitalizaciones, por mostrar los mismos impulsos suicidas que la diva. Incluso todo esto le vino bien a Meli, tenía carnaza para rato con este drama familiar.
Es lo dramático de los hitos. que los narradores los desvirtúan, que enturbian las proezas con la vulgar camaradería que muestran, y dan al público ávido de carroña, el relato procesado y relamido que vende circo, que no hazañas.
Meli. exprimió el jugo de la belleza de Celeste y como la muchacha no se ahormo a un mundo de depredadores que le quedaba grande por desalmado y vicioso. Un mundo que la erosiono, hasta lacerar su alma, y forzarla a tomar la decisión de volar como un ángel, desde el piso doce de su torre, de su jaula dorada, de la cárcel que es ser diferente, ser preciada y disputada mercancía. Voló sin haber nunca escrito a Melitona, sin haber comunicado a su madre su amargura, sin gritar al mundo que era una infeliz reina rodeada de lobos y de alimañas.
Voló Celeste. Y Melitona, aprovechó el azar de un micrófono, para construir una estelaridad que natura y talento le habían negado, para edificar sobre los rescoldos de una televisiva diva, su televisivo y lucrativo porvenir en Gran Valencia. Se convirtió en tertuliana del alcahueteo, en uno de esos programas de máxima audiencia. Y escribo un libro, vamos fue un negro quien lo escribió y ella tan sólo lo firmó, "Bellezas y dramas". Y fue el libro el que detonó su ocaso televisivo, no haber medido bien lo que en él decía, y nombrar un idilio entre Celeste y el hijo del magnate del caucho, Severo Smith, le llegó una querella, y el papá del heredero movió hilos, para que le movieran la silla en aquella tertulia de maledicentes. Y no hizo falta más para borrarla del mapa, porque uno no suele amasar el dinero que fácilmente llega, y Melitona, no había sido previsora, su caro departamento, tuvo que dejarlo, y sin el púlpito en aquella cadena especializada en airear miserias, ya no había fiestas, ni notoriedad. Y la puntilla fue que perdió la querella en la corte suprema y le tocó pagar, por haber hablado de Severito Smith, y haberlo colocado esa noche en el departamento de Celeste, la noche que se precipitó al vacío, la noche que los noticieros airearon que Miss Venezuela se suicidó.

jueves, 5 de diciembre de 2019

Trovadores ambulantes


La vida nos desdibuja, borra nuestra furia, mancha nuestro brillo y arruina los níveos orientes de la frescura con la que intactos empezamos a vivir.
Nada hiere más que verse fenecer, ver como los días opacan el brío. Como la seda de nuestra piel se llena de surcos, de los surcos de los días felices, de los surcos de la infelicidad.
Áridos son los postrimeros amaneceres, las lunas de las noches de tristeza infinita.
Isolda, nació para brillar entre candilejas, nació con el destino marcado por el traqueteo de la carreta, de las barracas que montaban en los pueblos, en los que por la voluntad, sus padres ponían en pie los versos de Garcilaso, los poemas de Lope de Vega, los populares estribillos de Góngora. Palabras bellísimas que en la boca de Ulpiano y Lucrecia, cobraban vida y retumbaban febriles en las lóbregas plazas, en los arrabales de las moscas, en los descampados de las ferias.

¡Oh niebla del estado más sereno,
furia infernal, serpiente mal nacida!
¡Oh ponzoñosa víbora escondida
de verde prado en oloroso seno!

Vivir dando tumbos, nacer en un carromato, sentir que las palabras y el sentimiento con el que se declaman, son tu herramienta, son tu trabajo, es tu vida. es algo que solamente pueden decir aquellos que bajo la lluvia, pasando frío, a pleno sol, han hecho vibrar a un público, que no suele vibrar con las palabras, a una plaza llena de una galería de olvidados, de esos que viven en los pueblos, enfrascados y ensimismados en una endogamia de dramas y afectos, amando a lo próximo y odiando y envidiando al prójimo. Pueblos de autos sacramentales y ejecuciones en plaza pública, pueblos capaces de las más bárbaras miserias y las más triviales proezas. Sólo vagabundear nos da la amplitud de miras necesaria para abarcar todas las cataduras morales, todos los estereotipos humanos y mortales.
Es una riqueza que no compra pan, que te impide acomodarte, que te obliga a vivir en camino y a no saber en qué pueblo o fosa común te enterraran. Isolda, sabía mucho de esto, de perder a un compañero tras una función, de amortajarlo tras los aplausos y después de pasar la gorra, y de enterrarlos al alba en una tumba sin lápida y emprender de nuevo la marcha, olvidando dónde has enterrado al camarada de aplausos, el lugar donde descansan los restos del que llegó con sueños, penó por los caminos soñando y murió recitando desvelos de poetas inmortales. Poetas que también penaron y murieron pasando hambre de comprensión, poetas malditos y olvidados, genios de las palabras que llegan al corazón, maestros de elevado y sublime verbo.
- ¡Que vienen los titiriteros!
- ¡Que vienen los titiriteros!
Gritaban los niños cuando los veían llegar al pueblo.
Noble oficio el de entretener, el de acercar las palabras a los que no sabrían nunca expresarse de ese modo con ellas, a los que sentían que sus sentimientos eran los mismos que declamaban Ulpiano, Isolda y Lucrecia. Con las caras blancas de cerusa veneciana,los labios rojos y los ojos negros, salían a escena a interpretar, con las manos, con los gestos, con la muecas, amores, celos y vendettas.

Tanto el temor con el amor conforma
que era pedir centellas a los hielos
estar ausente y no tener recelos
aun a la sombra que el pensarlo fuera.

Esa noche el noble oficio no fue muy rentable, tras recoger el instalache y cenar frugal al calor del fuego y de un lugareño vivo, tocaba dormir un poco para volver a emprender la marcha y recorrer los pueblos dormidos.
Era mediodía y decidieron parar en una rivera, para descansar y comer, y que los mulos y caballos se repusieron, cuando de un baúl de mimbre salió un zagal que entumecido se desperezaba estirando sus largos miembros y gritando mientra desagarrotaba sus piernas y sus brazos después de haber estado metido todo un día en aquel pequeño baúl.
- Quiero irme con vosotros, quiero vivir la vida recorriendo pueblos y no encerrado en la cortedad de mi Villa, rodeado de villanos y sintiéndome infeliz e incomprendido.
Ulpiano le hecho una terrible bronca, diciéndole que no había allí sitio para él, que no eran una compañía dedicada a la caridad......
Pero medio Isolda, que vio en el chaval su porte masculino y su gallardía y se prendó de ella:
- Padre, donde comen siete comen ocho, seguro que nos viene bien, déjelo y no lo abronque más, que parece despierto y espabilado y con su gracia y galanura de seguro que pasándolo él, nos llena el sombrero.
Y donde comían siete, comenzaron a comer ocho, y Palmiro se incorporó a la troupe, y aprendió a recitar y a embelesar a las mujere y a los hombre con su porte espigado y sus trazas hidalgas. Y demostró tener una picarona galantería que intranquilizaba a Isolda, que estaba colada por él. Claro que era difícil colarse por alguno de los otros hombres de la  por el Enano de Abraham o por el que compartía carromato con él, el viejo Inocencio, o con Marcelo que a parte de estar casado con Ifigenia y ser muy buen cómico, tenía muchos años y un fuerte y rancio olor corporal que él no hacía nada por mitigar. 
Palmiro paso a compartir carromato con Abraham e Inocencio, por cuestiones lógicas. Claro que a falta de pan buenas son tortas y Palmiro terminó cediendo a la calentura de Isolda y de seguido como era lógico con la aquiescencia de Ulpiano, la compañía pasó a tener una cuarta carreta, la carreta de nueva pareja y no tardó Isolda en quedar en estado de buena esperanza y la troupe se inundó de alegría ante la llegada de tan joven miembro a la caravana de los trovadores.
Ellos no tenían cuartos para festejos, pero en uno de los pueblos en los que se instalaron, al día siguiente había una boda, y los padres de la novia les pidieron que se quedaran para amenizar la fiesta y que además de cobrar, podrían comer cuanto quisieran, y claro está ante la expectativa de quedarse bien saciados de viandas, dulce y vino, aceptaron.
Actuaron, incluida Isolda a pesar de su avanzada preñez disimulada bajo un miriñaque y una pesada túnica de terciopelo púrpura. Palabras de amor galante, comicidades y música de bandoneón. Y después a comer hasta hartarse. Así hicieron, pero Abraham se extralimitó tanto, que le dio una perpejía, tuvo que llevarlo al carromato Palmiro, porque no se podía ni mover, en el banquete pensaron que se había agarrado una buena curda el enano. Cuando Inocencio dejó de tocar y se fue a verlo no tenía buen color y tiritaba con sudores fríos bajo una manta en su camastro. Tras cobrar emprendieron la marcha aunque era de noche, había luna llena y el cielo despejado dejaba ver el camino, pararon muy a las afueras, porque Abraham estaba cada vez peor y por respeto a la boda no querían que muriera en el pueblo. Y a la luz de la inmensa luna y al lado del fuego, Abraham se marchó, rodeado de los suyos y diciéndoles que gastaran sus ahorros en un buen ataúd y en una lápida que pusiera su nombre, que no quería desaparecer en la tierra sin una señal que dijera que Abraham estaba allí.
Al llegar a Salorino, hablaron con el cura para que oficiara un entierro, le compraron el mejor ataúd y para que su pequeño cuerpo no se moviera en él, lo calzaron con toda su ropa, y con sus tres libros y en las manos un rosario que tenía de su madre, y encargaron al cura la manda de la lápida y que le dijera algunas misas, con el dinero que dejaba el pequeño trovador.
Tras el entierro la vida se abrió paso, y en el pueblo donde descansaría Abraham, vivo al mundo el hijo de Palmiro e Isolda. Nació en el carromato, fue un parto fácil a pesar de ser una primeriza, lo asistió una comadrona local, Venancia Zanca, ayudó a venir al mundo a un precioso varón que por unanimidad se llamó Abraham. Volvían a ser ocho en los carromatos y volvían a ponerse en marcha. 
Es traqueteo de los caminos acunaba a Abraham, el traqueteo quemaba etapas y escribía renglones torcidos en las plazas, así pasaron unos cuantos inviernos, y tras una triste actuación en Tamurejo, hubo que llamar al cura del pueblo, de la Iglesia de Santo Toribio de Liébana, para que diera la extremaunción y confesará a Marcelo, que tras la función que habia hecho aun estando ya muy mal. se desvaneció tras salir de escena, tras recitar unos premonitorios sonetos:

Esta cabeza, cuando viva, tuvo
sobre la arquitectura de estos huesos
carne y cabellos, por quien fueron presos
los ojos que mirándola detuvo.

Aquí la rosa de la boca estuvo,
marchita ya con tan helados besos;
aquí los ojos, de esmeralda impresos,
color que tantas almas entretuvo;

Aquí la estimativa, en quien tenía
el principio de todo movimiento;
aquí de las potencias la armonía.

¿Oh hermosura mortal, cometa al viento!
En donde tanta presunción vivía
desprecian los gusanos aposento.

En el carromato el cura lo confesó y le ungió con los oleos, recitando en latín mucha palabrería y surtió efecto, porque no se murió, a la mañana siguiente aunque aturdido, estaba vivo, pero estaba cambiado, estar en el umbral del más allá, le hizo tomar la decisión de abandonar esa vida, de pasar sus últimos días, en el pueblo de sus padres, teniendo cerca a sus hijos, que ni habían seguido sus pasos, ni tenían un ápice de su espíritu titiritero. Ifigenia, era de la misma opinión, era una vida dura la de penar por los caminos llevando a los pueblos galantes palabras de amor, cuando los reumas aquejaban sus cuerpos. Aquella mañana, tras ir a ver al milagroso Santo Toribio, los carros salieron de Tamurejo, dividiendo los destinos; Ifigenia y Marcelo tomaron el camino de vuelta y los otros tres carros siguieron el marcado peregrinar.
Llegó la primavera y con la floración un poco de alegría, Inocencio se animó con la estación de los colores y su bandoneón, se alejó del tono quejumbroso marcado por las pérdidas, si él hubiera podido abandonar la ambulante comitiva, lo habría hecho, pero no tenia ningun lugar donde ir, y lo más parecido a una familia que tenía era era a Ulpiano y a Lucrecia, al joven matrimonio y a su sobrino postizo, el pequeño Abraham. Vivir recorriendo caminos genera muchos surcos y afianza el afecto de los que en ese vagar de cómicos comparten contigo el excluyente talento, que es estar tildado por las musas del arte de la escena, no ser capaz de vivir en una casa, en un pueblo y agarrando un arado o una azada. Ser cómico aísla y condena al trovador a una maldita endogamia, de seres libres que pagan el alto precio del desarraigo.
Inocencio, se avivó con la primavera, soporto el calor y las moscas del verano, pero se deshojó el otoño y se marchó cuando llegó el invierno. Ni siquiera el pequeño Abraham pudo retener al espíritu libre, a la voz quebrada de Inocencio y su bandoneón. La compañía de los tres carros cambió su recorrido y volvió ese invierno a Salorino, y allí sintiendo aquel pueblo como última parada, tocó por última vez y tras retirarse a su carromato, ya no despertó más, sabia que aquel era su sitio, por eso quiso volver allí, para descansar con Abraham, el enano del enorme corazón, su compañero, con el que había recorrido tanto y con el que quería descansar.
Dura vida la de los cómicos que llevan alegría a los pueblos y se guardan para sí tanta tristeza. Los tres carretas volvieron ligeras a Ciudad Real para renovar la compañía, para guardar un duelo que el ajetreo de llevar a los pueblos palabras de amor, no les había permitido aún.