domingo, 8 de diciembre de 2019

Sin serenidad no hay porte


Sin serenidad no hay porte, la distancia mayor la marca el comedimiento, la calma y la frialdad.
Somos la inabordabilidad que imponemos a nuestros días, la estanqueidad de nuestro séquito. el ensimismamiento y toda su fanfarria de fantasía.
- ¿Quién no ha sufrido un exilio?
Las derrotas son parte consustancial de las victorias, son el peaje a pagar para vencer.
En la pequeña sala estaban Altagracia y Amadora, platicando de trivialidades, hablando de lo que habían perdido, del precio que impone la urgencia, huir para salvar la vida.
- Vivimos marchitándonos en esta ciudad sin iguales, sin generales, ni condes.
Altagracia era todo frivolidad, sólo atinaba a hablar de encajes y alhajas, no se resignaba a la provinciana gloria de Leterete, ciudad un poco pacata, donde no había mucho sitio donde brillar, ni salones a los que ir.
- Además ese capitán que vive aquí, ni siquiera me pretende a mi.
Decía Altagracia, mientras miraba sus pulidas uñas y la lanzadera de amatistas de su dedo índice.
Huir de una revolución es siempre una tragedia, huir dejando atrás Iglesias en llamas y palacios saqueados, por la enfervorecida turba, que como una veleta vira en cuestión de segundos y odia o aclama al viento imperante.
El Marqués de Sotoyermo, puso a salvo a sus hijas, pero él, no corrió la misma suerte, encontró la muerte en una checa, después de haber pagado una gran suma para que lo pasaran a territorio extranjero.
El pueblo había abrazado una republica, que prometía escarnio y que la tierra, todo, cambiaría de manos. Y la verdad es que poco cambió, salvo que los líderes locales ajustaban cuentas asentadas y repartían el botín incautado a los huidos o a los asesinados entre su circulo de confianza, entre unos cuantos.
Nada suele cambiar con las revueltas, salvo que algo de poder y de riqueza cambia de manos, pero nunca todo, porque son muchos los que se travisten y apoyan a quien antes denostaban. Pero jamás se cumple la quimera de que todos sean iguales, porque nadie es igual a nadie. Y bien lo decía Dios, con la parábola de los talentos, hay quien pierde lo que le toca en suerte y hay quien multiplica lo que le ha tocado ganando lo que el otro ha perdido. Guerras cainitas que la envidia incendia y envidia que asesina al envidiado.
En Leterete, las hermanas Garay de Tresserra, seguían esperando que volviera su padre, porque ellas ignoraban la suerte que había corrido intentando salir de España.
¿Quién no ha sufrido un exilio? Era una pregunta retórica de quien en la adversidad encuentra la tilde diacrítica que lo distancia y distingue.
Nadie es nadie sin referencias, sin estar referenciado, sin estar inserto en un contexto. Altagracia y Amadora habían perdido sus referencias en aquella gloria pacata, de días de viento cargado de salitre y arena, de días de bochorno y moscas. De huidos con las manos vacías, que buscaban su suerte.
En Leterete no terminaban de encajar, pero la tardanza de su padre las iba a obligar a elegir destino, porque sin dinero no se puede esperar y sus fondos se estaban agotando, allí ellas no eran nadie, sólo dos niñas bien que ya habían comenzado a vender sus joyas.



Práxedes


Todas las certezas tienen fisuras, y aquel caso se había cerrado en falso, era cierto que todas las averiguaciones y las pruebas conducían a pensar que Práxedes, se había marchado a América, pero nunca había escrito, y en su destino los familiares no sabían de ella. Era raro, pero la habían visto coger el tren y en la lista de embarque estaba su nombre, se presuponía que había cogido el barco, pero en el barco se perdia su rastro, porque en el puerto de Mar del Plata, no la habían visto desembarcar.
Quince años habían pasado desde que Práxedes, saliera rumbo a América y nunca llegará a América. Quince años que no se habían aplacado las sospechas de Ovidio, y no se habían aplacado porque Práxedes le había confirmado a él, que no iba a ir a Buenos Aires, para pasar a estar a las órdenes de su hermano, para servirle y cuidar a sus hijos, que en sus planes no estaba el quedarse soltera, y Ovidio sabía bien de qué planes hablaba, porque el plan era él, casarse con él a pesar de la oposición de la familia y el destino que le habían trazado contra su voluntad.
No era difícil encaminar sospechas, pero era muy difícil encontrar pruebas de las encaminadas sospechas de Ovidio.el sabia que esta larga ausencia y sin noticias sólo significaba que había muerto, que seguramente había muerto en el momento de su desaparición, que ni cogió ningún barco, ni ningún tren, que sería alguien que quiso simular que era ella , para confundir y que nunca se supiera nada. Pero había pasado tanto tiempo, su desaparición estaba tan bien organizada, fueron tantos meses los que pasaron hasta que comenzaron a aflorar las primeras sospechas, la preocupación por la falta de noticias, una carta. Era tan largo el trayecto a investigar, que bien podía haberse caído del barco y que por eso no llegó a Mar del Plata. Pero tampoco había aparecido su equipaje en el barco, o al menos eso decía su familia en Buenos Aires, que había transmitido su preocupación a la Compañia Transatlantica. Práxedes había iniciado un viaje al que nunca llegó.
Las heridas que se cierran en falso, no están cerradas, están enquistadas, y ese resquemor y preocupación, periódicamente tienden a aflorar. Y eso era Práxedes para Ovidio, una herida, un capítulo sin cerrar que le impedía afrontar su presente a pesar de que habían pasado quince años y en el pueblo el revuelo inicial hacía mucho tiempo que se había aplacado y ya nadie nombraba a Práxedes.
Ovidio, seguía guardando sus última letras, con aquel trébol de cuatro hojas que encontraron en su último paseo. Ovidio seguía aguardando su regreso, esperaba el fatal desenlace, saber de su muerte, esperaba tener una tumba donde ir a llevarle flores el veintiuno de julio, día de su onomástica y cumpleaños.
Querido Ovidio, le decía. Mil veces le había expresado su preocupación, la desaprobación de su familia a que se ennoviase  con él. Las amenazas que sufría por no querer acatar el destino que le habían impuesto, una egoísta e interesada soltería, primero para cuidar a su madre y luego con un destino de ultramar para cuidar a sus sobrinos.
Olivia Ledesma de Urbizu, la madre, murió antes de lo esperado, quedando libre Práxedes, que en ese momento tenía ya treinta y cuatro años, era ya una mujer mayor para casarse, pero antes no lo había podido hacer porque estaba atada al ordeno y mando de su madre, una mujer clasista y de un carácter insufrible y dominante. Ella era la que nunca vio bien a Ovidio, un simple escribiente en la notaría, así solía decirle ella, a la prudente Práxedes:
- Si por lo menos fuera el notario, sería otra cosa, pero como te vas a casar con un simple escribiente.
Así en esta espera pasaron años, pero la liberación llegó, aunque fuese a costa del óbito de Doña Olivia, Viuda de Urbizu. Y la liberación se torció y eso era lo que le relataba la prudente Práxedes en las últimas letras,  le contaba cómo querían mandarla a Buenos Aires de criada de su hermano mayor.
Y tras estas letras sin adiós, pues no se despidieron, monto en un tren rumbo al puerto de embarque y ahí perdía su rastro ¿ Fue ella la que montó en el tren? Porque todas las mujeres con sus trajes y sombreros con velos se parecen y bien podría haber sido otra. Esas eran las conjeturas que poblaban la cabeza de Ovidio, respecto a su amor imposible, a ese amor que pasados quince años de su desaparición, no se borraba de su corazón, hasta el punto que no había rehecho su vida y vivía consagrado al amor perdido, a su primer amor, a su divina e idealizada Práxedes.
Era veintiuno de julio y ese día fue el elegido para el retorno, ese día en tren regreso del más allá, de donde estaba, Práxedes. Llegó a la estación que la vio marcharse, al pueblo del partió rumbo a un destino al que nunca llegó. Práxedes había vuelto para cerrar ella también un capítulo abierto, cerrado en falso, para saber si Ovidio se había casado y tenía hijos, para quitarse aquel pesar de su cabeza, aquel devaneo, lo que pudo haber sido y no fue.
Llego y lo buscó. Casi nada había cambiado, pero ella sí había cambiado y mucho, tenía cuarenta y nueve años, la vida no la había tratado mal, pero sus formas redondas se habían vuelto angulosas, los años para ella habían pasado afinando su cuerpo y rostro, su porte era el mismo, estirado como el de Doña Olivia, su palidez nivea y su mirada mucho más acuosa que cuando partió. El retiro al que se había sometido y al que hoy ponía fin, la había nacarado. Quince años había pasado en un convento de clausura, preservada del ruido, de la luz, de las miradas, quince años que no habían servido para olvidar a Ovidio, sólo para martirizarse ella y martirizar a los suyos con su desaparición.
Era grato que nadie la reconociera, tan extremadamente delgada y pálida ¿La reconocería Ovidio? Reconocería ella a su no olvidado amor. A través de los cristales de la notaría, lo vió en el despacho de siempre, en la mesa de antes. Estaba encanecido, también a él lo había afinado el paso del tiempo. No sabía si llamarlo, dio varias vueltas a la calle mientras pensaba y al final entró y con voz suave pregunto:
- Podría hablar con Don Ovidio, soy una conocida suya, una amiga de hace mucho tiempo.
Lo llamaron y salió a la sala de espera y la vio, no dijo palabra, enmudeció mientras la escrutaba con la mirada, no dando crédito a tal visión, y tras unos segundos eternos se acercó a ella y la beso y la beso, y sacando de su bolsillo un guardapelo de oro que abrió, le dijo:
- Feliz cumpleaños mi amor.
Y se lo entregó. Allí estaba el trébol de su último paseo, el trébol de cuatro hojas que ella le cogió.



Continuará

viernes, 6 de diciembre de 2019

Celeste Durán


Hay quien decide encender la caja de los fósforos de su vida, toda a la vez, prender todas esas cerillas, para brillar sobre la mesura de los uniformes, para en un repentino y fugaz alarde de luminosidad, con una intensa llamarada desaparecer, trayectorias de bólidos, de veloces corceles, que tras llegar los primerísimos a la meta caen rendidos y victorios, para desvanecerse y dejar, en la retina de los corrientes, ese fogonazo que por unos instantes les cegará y que en la memoria colectiva se asentará como hito.
A la sombra de los hitos surgen interesados, personajes convenencieros que viven relatando batallas que dicen que presenciaron. Son los hagiógrafos de los que tras la proeza desaparecen dejando la estela de su intensidad. Cínicas viudas, amigos intimísimos, primos, hermanos, novios, todos ellos dolientes. Prosperan a la sombra del derribado cedro, exprimiendo la memoria y los logros del portento finado. Eso era Meli Donaire, o sea, la Melitona. Una figura muy marginal en la vida de Celeste Durán. Celeste nació en el mismo barrio que Melitona, fueron juntas al colegio, pero ni por asomo compartieron ni intereses, ni amistades. Sólo que vivían en la misma calle, hasta que Celeste comenzó a despegar cuando la eligieron reina del instituto, y más tarde de la ciudad, así hasta lograr ser Miss Estado de Carabobo y participar en el certamen de Miss Mundo, como Miss Venezuela, y trasladarse a vivir a Gran Valencia para nunca volver a Güigüe.
Fue meteórico su despegue, su ascenso y las difusión de su belleza, en todas la televisiones, en las portadas de revistas. Bellísima, perfecta, apunto estuvo de lograr el título mundial, pero no hacía falta, era ya una celebridad, disputada por los publicistas, asediada por magnates que deseaban aquel trofeo para sí. Pero sus fósforos ardieron todos a la vez, y una mañana los noticieros despertaron al país con la noticia de su muerte, con la trágica desaparición de Celeste, y fue ahí cuando encontró su hueco Meli Donaire. Su primera aparición fue en unas entrevistas a pie de calle, en el barrio de Güigüe, donde nació y pasó sus primeros años, esos años de anonimato, de la bella Celeste, preguntaron a Meli, que sin cortarse contó que eran íntimas, y exhibió una carta de Celeste, unas letras en las que se interesaba por ella, dijo que ella sabía de Celeste porque se lo contaba todo y que su trágico final era debido a que no estaba bien. Así comenzó, hasta pasar a estar en nómina de una tele estatal en Gran Valencia, y pasar a ser la cronista oficial de Celeste y a hablar de otras divas y famosos. Así Melitona ahormo la memoria de Celeste a su interés, sin nadie que la recriminara, ni llevará la contraria, porque Celeste era hija de madre soltera y su madre tras la muerte de su hija, se sumió en una depresión que necesito de frecuentes hospitalizaciones, por mostrar los mismos impulsos suicidas que la diva. Incluso todo esto le vino bien a Meli, tenía carnaza para rato con este drama familiar.
Es lo dramático de los hitos. que los narradores los desvirtúan, que enturbian las proezas con la vulgar camaradería que muestran, y dan al público ávido de carroña, el relato procesado y relamido que vende circo, que no hazañas.
Meli. exprimió el jugo de la belleza de Celeste y como la muchacha no se ahormo a un mundo de depredadores que le quedaba grande por desalmado y vicioso. Un mundo que la erosiono, hasta lacerar su alma, y forzarla a tomar la decisión de volar como un ángel, desde el piso doce de su torre, de su jaula dorada, de la cárcel que es ser diferente, ser preciada y disputada mercancía. Voló sin haber nunca escrito a Melitona, sin haber comunicado a su madre su amargura, sin gritar al mundo que era una infeliz reina rodeada de lobos y de alimañas.
Voló Celeste. Y Melitona, aprovechó el azar de un micrófono, para construir una estelaridad que natura y talento le habían negado, para edificar sobre los rescoldos de una televisiva diva, su televisivo y lucrativo porvenir en Gran Valencia. Se convirtió en tertuliana del alcahueteo, en uno de esos programas de máxima audiencia. Y escribo un libro, vamos fue un negro quien lo escribió y ella tan sólo lo firmó, "Bellezas y dramas". Y fue el libro el que detonó su ocaso televisivo, no haber medido bien lo que en él decía, y nombrar un idilio entre Celeste y el hijo del magnate del caucho, Severo Smith, le llegó una querella, y el papá del heredero movió hilos, para que le movieran la silla en aquella tertulia de maledicentes. Y no hizo falta más para borrarla del mapa, porque uno no suele amasar el dinero que fácilmente llega, y Melitona, no había sido previsora, su caro departamento, tuvo que dejarlo, y sin el púlpito en aquella cadena especializada en airear miserias, ya no había fiestas, ni notoriedad. Y la puntilla fue que perdió la querella en la corte suprema y le tocó pagar, por haber hablado de Severito Smith, y haberlo colocado esa noche en el departamento de Celeste, la noche que se precipitó al vacío, la noche que los noticieros airearon que Miss Venezuela se suicidó.

jueves, 5 de diciembre de 2019

Trovadores ambulantes


La vida nos desdibuja, borra nuestra furia, mancha nuestro brillo y arruina los níveos orientes de la frescura con la que intactos empezamos a vivir.
Nada hiere más que verse fenecer, ver como los días opacan el brío. Como la seda de nuestra piel se llena de surcos, de los surcos de los días felices, de los surcos de la infelicidad.
Áridos son los postrimeros amaneceres, las lunas de las noches de tristeza infinita.
Isolda, nació para brillar entre candilejas, nació con el destino marcado por el traqueteo de la carreta, de las barracas que montaban en los pueblos, en los que por la voluntad, sus padres ponían en pie los versos de Garcilaso, los poemas de Lope de Vega, los populares estribillos de Góngora. Palabras bellísimas que en la boca de Ulpiano y Lucrecia, cobraban vida y retumbaban febriles en las lóbregas plazas, en los arrabales de las moscas, en los descampados de las ferias.

¡Oh niebla del estado más sereno,
furia infernal, serpiente mal nacida!
¡Oh ponzoñosa víbora escondida
de verde prado en oloroso seno!

Vivir dando tumbos, nacer en un carromato, sentir que las palabras y el sentimiento con el que se declaman, son tu herramienta, son tu trabajo, es tu vida. es algo que solamente pueden decir aquellos que bajo la lluvia, pasando frío, a pleno sol, han hecho vibrar a un público, que no suele vibrar con las palabras, a una plaza llena de una galería de olvidados, de esos que viven en los pueblos, enfrascados y ensimismados en una endogamia de dramas y afectos, amando a lo próximo y odiando y envidiando al prójimo. Pueblos de autos sacramentales y ejecuciones en plaza pública, pueblos capaces de las más bárbaras miserias y las más triviales proezas. Sólo vagabundear nos da la amplitud de miras necesaria para abarcar todas las cataduras morales, todos los estereotipos humanos y mortales.
Es una riqueza que no compra pan, que te impide acomodarte, que te obliga a vivir en camino y a no saber en qué pueblo o fosa común te enterraran. Isolda, sabía mucho de esto, de perder a un compañero tras una función, de amortajarlo tras los aplausos y después de pasar la gorra, y de enterrarlos al alba en una tumba sin lápida y emprender de nuevo la marcha, olvidando dónde has enterrado al camarada de aplausos, el lugar donde descansan los restos del que llegó con sueños, penó por los caminos soñando y murió recitando desvelos de poetas inmortales. Poetas que también penaron y murieron pasando hambre de comprensión, poetas malditos y olvidados, genios de las palabras que llegan al corazón, maestros de elevado y sublime verbo.
- ¡Que vienen los titiriteros!
- ¡Que vienen los titiriteros!
Gritaban los niños cuando los veían llegar al pueblo.
Noble oficio el de entretener, el de acercar las palabras a los que no sabrían nunca expresarse de ese modo con ellas, a los que sentían que sus sentimientos eran los mismos que declamaban Ulpiano, Isolda y Lucrecia. Con las caras blancas de cerusa veneciana,los labios rojos y los ojos negros, salían a escena a interpretar, con las manos, con los gestos, con la muecas, amores, celos y vendettas.

Tanto el temor con el amor conforma
que era pedir centellas a los hielos
estar ausente y no tener recelos
aun a la sombra que el pensarlo fuera.

Esa noche el noble oficio no fue muy rentable, tras recoger el instalache y cenar frugal al calor del fuego y de un lugareño vivo, tocaba dormir un poco para volver a emprender la marcha y recorrer los pueblos dormidos.
Era mediodía y decidieron parar en una rivera, para descansar y comer, y que los mulos y caballos se repusieron, cuando de un baúl de mimbre salió un zagal que entumecido se desperezaba estirando sus largos miembros y gritando mientra desagarrotaba sus piernas y sus brazos después de haber estado metido todo un día en aquel pequeño baúl.
- Quiero irme con vosotros, quiero vivir la vida recorriendo pueblos y no encerrado en la cortedad de mi Villa, rodeado de villanos y sintiéndome infeliz e incomprendido.
Ulpiano le hecho una terrible bronca, diciéndole que no había allí sitio para él, que no eran una compañía dedicada a la caridad......
Pero medio Isolda, que vio en el chaval su porte masculino y su gallardía y se prendó de ella:
- Padre, donde comen siete comen ocho, seguro que nos viene bien, déjelo y no lo abronque más, que parece despierto y espabilado y con su gracia y galanura de seguro que pasándolo él, nos llena el sombrero.
Y donde comían siete, comenzaron a comer ocho, y Palmiro se incorporó a la troupe, y aprendió a recitar y a embelesar a las mujere y a los hombre con su porte espigado y sus trazas hidalgas. Y demostró tener una picarona galantería que intranquilizaba a Isolda, que estaba colada por él. Claro que era difícil colarse por alguno de los otros hombres de la  por el Enano de Abraham o por el que compartía carromato con él, el viejo Inocencio, o con Marcelo que a parte de estar casado con Ifigenia y ser muy buen cómico, tenía muchos años y un fuerte y rancio olor corporal que él no hacía nada por mitigar. 
Palmiro paso a compartir carromato con Abraham e Inocencio, por cuestiones lógicas. Claro que a falta de pan buenas son tortas y Palmiro terminó cediendo a la calentura de Isolda y de seguido como era lógico con la aquiescencia de Ulpiano, la compañía pasó a tener una cuarta carreta, la carreta de nueva pareja y no tardó Isolda en quedar en estado de buena esperanza y la troupe se inundó de alegría ante la llegada de tan joven miembro a la caravana de los trovadores.
Ellos no tenían cuartos para festejos, pero en uno de los pueblos en los que se instalaron, al día siguiente había una boda, y los padres de la novia les pidieron que se quedaran para amenizar la fiesta y que además de cobrar, podrían comer cuanto quisieran, y claro está ante la expectativa de quedarse bien saciados de viandas, dulce y vino, aceptaron.
Actuaron, incluida Isolda a pesar de su avanzada preñez disimulada bajo un miriñaque y una pesada túnica de terciopelo púrpura. Palabras de amor galante, comicidades y música de bandoneón. Y después a comer hasta hartarse. Así hicieron, pero Abraham se extralimitó tanto, que le dio una perpejía, tuvo que llevarlo al carromato Palmiro, porque no se podía ni mover, en el banquete pensaron que se había agarrado una buena curda el enano. Cuando Inocencio dejó de tocar y se fue a verlo no tenía buen color y tiritaba con sudores fríos bajo una manta en su camastro. Tras cobrar emprendieron la marcha aunque era de noche, había luna llena y el cielo despejado dejaba ver el camino, pararon muy a las afueras, porque Abraham estaba cada vez peor y por respeto a la boda no querían que muriera en el pueblo. Y a la luz de la inmensa luna y al lado del fuego, Abraham se marchó, rodeado de los suyos y diciéndoles que gastaran sus ahorros en un buen ataúd y en una lápida que pusiera su nombre, que no quería desaparecer en la tierra sin una señal que dijera que Abraham estaba allí.
Al llegar a Salorino, hablaron con el cura para que oficiara un entierro, le compraron el mejor ataúd y para que su pequeño cuerpo no se moviera en él, lo calzaron con toda su ropa, y con sus tres libros y en las manos un rosario que tenía de su madre, y encargaron al cura la manda de la lápida y que le dijera algunas misas, con el dinero que dejaba el pequeño trovador.
Tras el entierro la vida se abrió paso, y en el pueblo donde descansaría Abraham, vivo al mundo el hijo de Palmiro e Isolda. Nació en el carromato, fue un parto fácil a pesar de ser una primeriza, lo asistió una comadrona local, Venancia Zanca, ayudó a venir al mundo a un precioso varón que por unanimidad se llamó Abraham. Volvían a ser ocho en los carromatos y volvían a ponerse en marcha. 
Es traqueteo de los caminos acunaba a Abraham, el traqueteo quemaba etapas y escribía renglones torcidos en las plazas, así pasaron unos cuantos inviernos, y tras una triste actuación en Tamurejo, hubo que llamar al cura del pueblo, de la Iglesia de Santo Toribio de Liébana, para que diera la extremaunción y confesará a Marcelo, que tras la función que habia hecho aun estando ya muy mal. se desvaneció tras salir de escena, tras recitar unos premonitorios sonetos:

Esta cabeza, cuando viva, tuvo
sobre la arquitectura de estos huesos
carne y cabellos, por quien fueron presos
los ojos que mirándola detuvo.

Aquí la rosa de la boca estuvo,
marchita ya con tan helados besos;
aquí los ojos, de esmeralda impresos,
color que tantas almas entretuvo;

Aquí la estimativa, en quien tenía
el principio de todo movimiento;
aquí de las potencias la armonía.

¿Oh hermosura mortal, cometa al viento!
En donde tanta presunción vivía
desprecian los gusanos aposento.

En el carromato el cura lo confesó y le ungió con los oleos, recitando en latín mucha palabrería y surtió efecto, porque no se murió, a la mañana siguiente aunque aturdido, estaba vivo, pero estaba cambiado, estar en el umbral del más allá, le hizo tomar la decisión de abandonar esa vida, de pasar sus últimos días, en el pueblo de sus padres, teniendo cerca a sus hijos, que ni habían seguido sus pasos, ni tenían un ápice de su espíritu titiritero. Ifigenia, era de la misma opinión, era una vida dura la de penar por los caminos llevando a los pueblos galantes palabras de amor, cuando los reumas aquejaban sus cuerpos. Aquella mañana, tras ir a ver al milagroso Santo Toribio, los carros salieron de Tamurejo, dividiendo los destinos; Ifigenia y Marcelo tomaron el camino de vuelta y los otros tres carros siguieron el marcado peregrinar.
Llegó la primavera y con la floración un poco de alegría, Inocencio se animó con la estación de los colores y su bandoneón, se alejó del tono quejumbroso marcado por las pérdidas, si él hubiera podido abandonar la ambulante comitiva, lo habría hecho, pero no tenia ningun lugar donde ir, y lo más parecido a una familia que tenía era era a Ulpiano y a Lucrecia, al joven matrimonio y a su sobrino postizo, el pequeño Abraham. Vivir recorriendo caminos genera muchos surcos y afianza el afecto de los que en ese vagar de cómicos comparten contigo el excluyente talento, que es estar tildado por las musas del arte de la escena, no ser capaz de vivir en una casa, en un pueblo y agarrando un arado o una azada. Ser cómico aísla y condena al trovador a una maldita endogamia, de seres libres que pagan el alto precio del desarraigo.
Inocencio, se avivó con la primavera, soporto el calor y las moscas del verano, pero se deshojó el otoño y se marchó cuando llegó el invierno. Ni siquiera el pequeño Abraham pudo retener al espíritu libre, a la voz quebrada de Inocencio y su bandoneón. La compañía de los tres carros cambió su recorrido y volvió ese invierno a Salorino, y allí sintiendo aquel pueblo como última parada, tocó por última vez y tras retirarse a su carromato, ya no despertó más, sabia que aquel era su sitio, por eso quiso volver allí, para descansar con Abraham, el enano del enorme corazón, su compañero, con el que había recorrido tanto y con el que quería descansar.
Dura vida la de los cómicos que llevan alegría a los pueblos y se guardan para sí tanta tristeza. Los tres carretas volvieron ligeras a Ciudad Real para renovar la compañía, para guardar un duelo que el ajetreo de llevar a los pueblos palabras de amor, no les había permitido aún. 






miércoles, 4 de diciembre de 2019

Las hermanas Galeano


Las hermanas Galeano, además de rubias, heredaron de mamá, ser unas alcahuetas.
Tenían fácil estar al tanto y difundir chismes, desde pequeñas correteaban por la tienda de retales de su padre, Hilaturas Galeano, en la Calle General Aristu, nº 33. Desde allí Brígida Aldana, la madre de las lindas criaturas, podía ser la gacetilla oficiosa de Villa Miranda, la receptora de habladurías y la propagadora de las mismas, de modo amplificado y adornado, era la reina del chinchorreo.
Los vicios se aprenden pronto, es otro cuento el asumir y practicar virtudes.
Fidela, Herminia, Eufemia y Orosia, eran las cuatro hijas de Brígida y Dámaso. Las viboras, que habían crecido al calor de la corrobla de despelleja corderos presidida por su madre.
Es más fácil hundir que elevar. Ni sonrojo producía en la arpía de Brígida, el daño que hacía a muchachas con trayectorias impolutas, con maledicencias propagadas desde el nido de alcahuetas que era la tienda de hilaturas de Dámaso Galeano.
Que Brígida era una bruja, era un secreto a voces, que tristemente tenían predicamento y credibilidad sus chismes en Villa Miranda, era una realidad. Que sus habladurías hacían daño, era algo más que palmario, y muestra era que a ella a la Brígida, le faltaba un ojo, porque así se cobraron las calumnias que vertió sobre una muchacha. Crescencia Sarmiento, la madre de la difamada, se presentó en las hilaturas, con el pretexto de comprar unas bobinas de hilo, pidió ser atendida por Brígida y cuando la tenía a tino, mostrándole los carretes, sacó de su faltriquera un tenedor y se lo clavó en un ojo, tras hacerlo, salió corriendo, mientras la maledicente de la retalera, berreaba con el tenedor clavado en el ojo izquierdo.
Crescencia, pagó con cárcel desagraviar a su hija, pero la pago gustosa, sabiendo que la alcahueta de las hilaturas, para toda su vida se quedaba tuerta.
A pesar de este episodio, la Señora de Dámaso Galeano, no dejó de cortar trajes en el mostrador de la tienda mientras vendía hilos y enseñaba paños. Brígida era mucha Brígida y su marido que era calzonazos, no podía con ella, y menos aún podía meterla en vereda, en la vereda de no criticar y de comportarse con un poco de caridad cristiana. Entendiendo que todo el mundo tenía derecho a tropezar si era el caso y volverse a levantar. Pero pedir esto a la retalera, era pedir un imposible, porque no era capaz de estar en la tienda sin poner a alguien a bar de un burro.
Las niñitas arpías fueron creciendo y fueron mostrando los mismos talentos provincianos de su mamá, su talento para criticar y manipular, su insana afición a la calumnia y la maledicencia.
Crecieron y se hicieron mujeres, mujeres expuestas también a las críticas y a las habladurías, y como todo el mundo termina dando con la horma de su zapato y tomando de su propia medicina. a ellas su San Martín les llegó, y vaya que sí dieron con la horma de su zapato.
Solían ir las cinco en comandita a misa a la Iglesia de San Judas. Y allí les surgió la primera maledicencia, relacionaron a Orosia con el sacristán, un enano que se llamaba Efrén, le sacaron a la mocita el cantar de que se la beneficiaba el enano, y que era cuando subía a tocar las campanas, que por eso Orosia se sentaba en los bancos de atrás, para tener más fácil durante las misas escaparse al campanario con él. Dicho sea que era cierto que la pequeña de las Galeano se sentaba atrás, no como su madre y sus hermanas que eran de las primeras filas. Hasta difundieron que se estaba poniendo más gorda porque estaba preñada. La verdad, es que todo era mentira, o eso decían las de los retales Galeano, pero por más que las cinco se obstinaban en desmentir, más lo creían en las calles de Villa Miranda. Brígida. tenía tal berrinche, que se presentó en el Casino del Circulo Social y se encaró con Magdalena Pimentel, dueña del Colmado la Imperial, de donde se decía que partía el chisme. Se emberrinchó tanto en la bronca con la del Colmado, que le dió un aire, vamos una parálisis facial, se le quedó la boca y la cara torcida, y asi se quedo para los restos, tuerta y revirá.
Pero la cosa no quedó ahí, el novio de la mayor, de Fidela, la plantó como a un geranio, por consejo paterno, porque no querían emparentar los Urrutia, con una familia que tenía una hija preñada de un enano y que iba a tener un hijo bastardo de él.
Y así fue como las arpías que cortaban trajes, pasaron a ser las arpías a las que les cortaban trajes. Aunque su propia medicina no las corrigió, y siguieron desde el mostrador de las hilaturas, cacareando y cacareando, a la vez que con mucho disgusto aguantaban preguntas y comentarios indiscretos sobre ellas y la preñez de Orosia, que ellas con mil aspavientos se empeñaban en negar.
Los meses corrían, y si algo era cierto es que a Orosia, se la veía cada vez más gorda, tremendamente hinchada, hasta el punto de que sus hermanas llegaron a pensar que a lo mejor era cierto lo que decían en la calle.
Desde que surgieron las habladurías, ellas, las cinco, dejaron de ir a la misa de San Judas Tadeo, para evitar ser vistas al lado o cerca de Efrén. Ahora iban a Misa a Santa María la Mayor, que era la Iglesia Matriz de Miranda.
La hinchazón de Orosia término en el médico, debido a las suspicacias de Brígida y que aquel abultamiento ya no parecía gordura normal. Y Don Serapio, le confirmó a su madre tras aoscultarla, que las habladurías eran ciertas, que la joven Orosia y estaba más que preñada, que como mucho le quedaba una semana para el alumbramiento. Brígida se emberrincho tanto que se puso roja y menos mal que estaba en la consulta del médico, porque si no hubiera sido así, se podría haber quedado del disgusto en el sitio. Don Serapio le dió una gragea para bajarle la tensión y otra de bromuro para tranquilizarla, para calmar su agitación. Brigida le rogó, le suplicó al médico, diciéndole:
- Por favor Don Serapio, no diga usted de esto nada a nadie, que la gente es muy cruel, y Orosia es muy niña aun.
Y repetía una y otra vez, mientras la rendia el sopor del bromuro.
- Que voy a hacer yo ahora, como soluciono esto.
- Dios mío, Dios mío.


Felipe Benicio y las duras batallas


Dios encomienda las más duras batallas a sus mejores guerreros. Dios no es consciente a veces de lo injusto que es. Estos dos razonamientos eran los que noche tras noche, se pasaban por la cabeza de Felipe Benicio, ante las tantas fatalidades y desgracias que le habían tocado padecer.
Benicio, como le llamaban en San Andrés del Lago, se ponía a mirar para atrás y sólo veía una sucesión de desgracias de las que se reponia, para padecer y soportar una nueva.
Así pasó su vida Benicio, perdió a su madre al poco de nacer, no lo sintió en ese momento porque era pequeño, lo sintió cuando su padre se casó de nuevo y la mujer de este, le trataba muy mal, con desprecio, haciéndole ver que no era si madre y que no era nada suyo. Tras tres años de suplicio con la madrastra, murió su padre, y claro está su querida viuda, lo puso en la calle, lo recogieron sus abuelos, los padres de su madre, allí tuvo un año escaso de tranquilidad, porque tambien fue llamado al cielo su abuelo, y comenzaron las penalidades, su pobre abuela se vio desposeída de todo, porque llegó a la casa el hijo mayor, su tío Azarías, con su mujer y sus tres hijas, y él no era malo, pero ella era una arpía, y sus tres hijas, tre hijas de arpía. Trataban mal a su abuela, y a él, pero él lo soportaba, estaba acostumbrado a las penalidades y a trabajar como un esclavo, pero su abuela, que por Benicio, sentía devoción, no pudo más, se le fueron sumando dolores y tambien el Señor se la llevó y le hizo pasar por el cáliz de enterrarla, por el de ser puesto en la calle otra vez, ese mismo día del entierro.
Se apiado de él, un panadero y le dejaron dormir en en la tahona, a cambio de ayudar, y le fue bien, se ganó la confianza de Nicéforo, el dueño de aquel horno, que lo trataba bien, allí estaba caliente y aprendiendo un oficio, así conoció a la hija pequeña del panadero, a Salud, y surgió el amor entre los dos muchachos. En ese momento Benicio, tenía diecisiete años, surgió y lo llevaron en secreto más de un año, hasta que ella se quedó preñada, y ya no había manera de disimular, ni si amor, ni su estado. Y lo dijeron, con el inicial cabreo de Nicéforo, que le decía que había traicionado su confianza, la mujer y madre de Salud, se mostró en todo momento más comprensiva, pues no lo veía mal chaval. Se casaron y todo fue bien, y sintió que tenía una familia, hasta que la desgracia llamó nuevamente a su puerta.Una madrugada, mientras se cocía el pan, se incendió la tahona, Nicéforo intentando apagarla se quedó atrapado entre las llamas y tres obreros más, murieron con él. El fuego devoró todo el inmuebles, incluida la vivienda de los panaderos, que estaba encima. De nuevo otra vez volvía a estar en la calle, pero ahora con una mujer y un hijo en camino.
El hijo mayor de Nicéforo, se hizo cargo de su madre, pero de ellos no, y volvió a tener que buscar acomodo. Los primeros meses alquiló un cuarto y empezó a trabajar en otro horno para poder mantenerse él y su mujer. En esta tahona, le explotaban y le pagaban mal, pero tuvo que aguantarlo, hasta que a un mes de dar a luz su mujer y no soportando más las penalidades. Se empleó en una curtiembre, que más tarde tuvo que abandonar por las ulceraciones que le provocaban los químicos utilizados en los baños para curtir.
Nació su hijo y se empleó en una botica, a través de conocer al boticario mientras se trataba las ulceras, alli por fin le iba todo bien, pero el Señor, le volvió a mandar otra dura batalla. Salud, que después del parto no quedo muy bien, fue debilitándose por una infección generada al dar a luz y que se le extendió por todo su interior hasta matarla. Ahora estaba sólo y con un niño de pecho. La mujer del boticario se apiado de él y se hacía cargo del niño cuando él trabajaba, pero a pesar de los cuidados, el niño que no había mamado como debía, fue perdiendo el color hasta morir tambien. Volvió otra vez más a estar solo. Y en el entierro, en la Iglesia se San Sulpicio, estando él abandonado por todos y con el hijo que iba a enterrar y con la única presencia del cura y un monaguillo, cerró la puerta del templo, trancándola por dentro y preso de la enajenación y dolor ante tanta continuada pérdida y desgracia, con las velas del altar y el aceite de los lamparilleros incendió el retablo mayor, que rápido ardió iluminando la iglesia de modo teatral,  de tal forma que parecía el infierno de Dante. El templo envuelto en llamas, el cura corriendo y gritando tras él, nadie desde fuera podía entrar, y el alterado por la rabia y la no aceptación de su destino gritaba poseído:
-Señor esta es mi última batalla, no soporto más, que me des y me quites lo que me das. No quiero ser ya tu abnegado guerreó, me reveló, condename ya.
Mientras gritaba extendiendo el fuego por los retablos laterales y el fuego ya alcanzaba los artesonados, el cura y el monaguillo se habían encerrado en la sacristía, pensando que Dios allí los iba a salvar. Cuando por fin desde fuera derribaron la puerta, lo que vieron fue, el templo arrasado y un padre muerto abrazado al féretro de su hijo y en la sacristía los cuerpos sin vida del cura y el monaguillo, que habían muerto por el humo generado por la locura de Benicio, que se había cansado de tanta sumisión y de tanto batallar.




martes, 3 de diciembre de 2019

Livia


En el jardín de los Rodríguez de Sanabria había un serpenteante paseo flanqueado de matas de celindos, rosales y lilos, que permitía pasear disfrutando de los rayos del sol. El recorrido terminaba en un abrupto acantilado desde el que  Livia, soñaba con lanzarse y volar.
La Pequeña de los Sanabria, siempre tuvo tendencias místicas, se sentía vestal, santa, sacerdotisa de una nueva religión en la que ella era mediadora, entre la divinidad y este mundo.
No era raro verla paseando con un farol por el borde de aquel precipicio, llamado por los lugareños "la muralla de Satán", paseando y esperando y pidiendo la aparición de la divinidad que ella había creado, y ahormado a sus gustos y necesidades.
- Es lo que tiene el dinero, que genera mucha ociosidad.
Esto decía en la cocina del caserón, Ireneo, que continuaba relatando mientras apuraba un café:
- Si tuviera que trabajar como nosotros, se le acababan todas esas tonterías.
Y la verdad es que no iba nada desencaminado el chofer de los Sanabria en estas reflexiones.
Livia Pancorbo Rodríguez de Sanabria, cansaba a propios y extraños con sus tonterías y nadie, excepto Manuel, le hacía caso.
Las ventanas del dormitorio de Livia, estaban orientadas, qué casualidad, al lugar de sus ensoñaciones, al Monte Tabor de su religión. Había crecido con esas vistas, había crecido con aquel acantilado y la advertencia de su peligrosidad. Y con los relatos, de cómo se habían despeñado algunos insensatos, y las historias de marineros que contaban cómo en algunas tormentas el oleaje había encallado y destrozado naves contra él.
Livia, la pequeña, había nacido con una gran diferencia de años respecto a sus cuatro hermanos mayores, que nacieron seguidos, ella llegó veinte años más tarde, veinticuatro años la separaban de su hermano mayor y veinte del anterior a ella. Llegó sin ser esperada, su madre tenía cuarenta y tres años y delego mucho su educación y cuidado en Isidra de Sanabria, su hermana, la solterona, que vivía en casa y estaba aquejada de las mismas fantasías que ahora mostraba la niña.
Marceliano Pancorbo, era el hijo de unos chocolateros de Villaescusa, era burguesía acaudalada, por eso se casó Felipa Rodríguez de Sanabria con él. En realidad, fueron los padres del uno y de la otra los que programaron este matrimonio. Los Pancorbos buscando don y los Sanabrias din, porque no hay don, sin din, sin parné. Eran un matrimonio feliz. Él, Don Marceliano, muy ocupado con la chocolatera y ella criando a los cuatro varones, los primeros, en los que ambos se volcaron, pues ellos perpetuarían la estirpe, y con ellos estaba cumplido el programa de alianzas matrimoniales.
Estas fueron razones de peso para dejar a Livia a su libre albedrío, o en manos de Isidra, porque ni pensaron en casarla, ni en utilizarla como peón en ninguna alianza, ni nada. La estimaron soltera, como a Isidra, para que a la vejez los cuidara.
El acantilado era de piedra negra, de basalto y en las mareas muy bajas se podía pasear a sus pies y buscar en la negra arena pequeños cristales de olivino. Ella, Livia, había erigido esta piedra preciosa, como la gema de su divinidad, de su divinidad marina, porque ella había decidido que su Dios, no vivía en el cielo, sino en el mar turquesa que lamia violento la Muralla de Satán.
Isidra, la había iniciado en estas fantasía, pero con el correr de los años quedó descolgada de ellas, quedó descabalgada de la furia y el brío de la sacerdotisa Livia, que en su maquinación empezó a reglar el culto a su divinidad, a la que llamo Olibel, y decidió también que este Apolo de los mares estaba flanqueado por dos divinidades menores, que eran como sirenas aladas que podían nadar y volar. Estas dos bellezas acuáticas eran Belira y Belmar. Así organizó su panteón de deidades, que controlaban según ella, la pleamar, la bajamar, las tempestades y la música celestial del oleaje que rompía contra las columnas basálticas del templo de su Dios.
Manuel, fue el primero en convertirse a la religión de su amada, porque Manuel en silencio estaba prendado de la calenturienta Livia, de la vestal de Olibel.
Ella y Manuel cuando caía la tarde solían acercarse al acantilado a rendir culto, ella a su Dios y él a ella. Allí en lo alto de la muralla basáltica, al borde mismo del vértigo oficiaba e invocaba Livia a su Olibel, con las túnicas blancas con las que últimamente acostumbraba a vestir, con una diadema de cauris y con el anillo de su abuela en el dedo índice, un enorme olivino de talla esmeralda, montado en oro y con una orla de diamantes talla rosa, con ese anillo su abuelo pidió la mano de su abuela. Su madre jamás se lo ponía, por eso se lo robó de su joyero, porque lo tenía olvidado y porque era la gema de su Dios.
En una de las frecuentes tormentas en la costa de San Andrés, encalló un pesquero a pesar de que en el acantilado estaba  con un farol la vestal Livia, encalló y ella fue la que dió la voz de alarma, de tal modo que los rescataron a todos, entre los rescatados estaba Gonzalo, un muchacho que tras pasar por aquel trance decidió dejar de ser marinero y como hacía falta personal en la casona, fue contratado al día siguiente de ayudante para el jardín.
Había que dar gracias a Dios, porque el pesquero encalló con la bajamar, no sabemos si habría que dárselas al Dios de Livia, a Olibel, o al Dios de los cristianos, a Jesucristo. Pero gracias a que todo aconteció con una bajamar, se pudieron salvar todos porque pudieron abandonar el barco por la orilla de arena negra de la Muralla de Satán. A pesar de la ventisca Livia tambien salió a socorrer, con su túnica blanca y su diadema de cauris, una túnica que la lluvia pegaba a su cuerpo, convirtiéndola en una desalada Victoria de Samotracia, en una bellísima vestal, que encandiló a Gonzalo nada más verla, como una aparición en lo alto de aquel abrupto acantilado. También en la oscuridad iluminada por la mística luna, Livia reparo en el pecho sublime de aquel Apolo que había naufragado frente a su costa, a los pies del altar de su Dios. Aquella noche el rayo fulminante del amor, derribo de su caballo a Livia y le hizo ver la verdad, le reveló, que Apolo era humano y que su soberbio pecho era su nuevo altar.
No fue fácil, pero tan poco difícil, romper con los planes de sacerdotisa de Olibel, ni con el destino trazado por sus padres de mantenerla célibe, por egoísmo, por interés. Felipa y Marcelino se opusieron nada más saberlo a aquel amor descalabrado con un jardinero, pero como la pasión todo lo puede, ante el temor a que los separaran, una noche de luna llena y pleamar se fugaron, con el único ajuar de sus cuerpos y el anillo de olivino, que en su índice le indicaba a Livia que Gonzalo era su nuevo Dios.



lunes, 2 de diciembre de 2019

Miguelín Henríquez de Relumbrosa Vedate



Eran una familia de chalanes, trataban con ganado, con lana, con miel. Se dedicaban al oficio de intermediar.
Los días de las tragedias suele hacer sol, suelen ser días calmos, días serenos, días felices que la fatalidad viene a truncar.
Hacia sol, y nada hacía presagiar la tragedia, a nadie se le había pasado por la imaginación que aquel día tan radiante iba a desaparecer Miguel.
La casa de los Vedate, estaba en la plaza, en la plaza del consistorio, enfrentada a él. Era una casa solariega y blasonada, pero no era ni su blasón, ni su casa, la habían comprado a los Álvarez de Valparaíso, los Condes de Valdiez. La mala administración de su hacienda había convertido a los Valdiez en nobleza proletaria, al final de sus días en Villa Real, sólo conservaban el título y la casona. Y al final terminaron vendiendo la casona y emparentando con los Tornavaca y emigrando a Villasanz.
Los Vedate, empezando de cero se movieron de clase y treparon hasta emparentar con los Henríquez, primos hermanos de los Valdiez.
El hijo de Santa Vedate, desaparecio de repente, sin dejar rastro, sin que la guardia civil pudiera seguir pistas. se le perdía el rastro en la sala grande de la casona, su madre la mujer de Gumersindo Henríquez de Relumbrosa, había dejado al pequeño infante en esa pieza de la casa, que a través de dos galerías acristaladas daba a la plaza, lo había dejado allí mientras ella se ausentaba para ir a la cocina, lo había dejado jugando con un yaco gris, con Federico, que es como se llamaba el loro que compraron con la casa, un loro de linaje, que tenía la friolera de setenta años. El loro se lo regalaron a la antigua Condesa de Valdiez en su boda, y ahí seguía después de haber enterrado al Conde y a la arruinada Condesa. Su hija Matilde Remigia Fadrique Álvarez de Valparaíso, lo dejo en la casa cuando emparentó con los Tornavaca, no se lo llevo porque decia que habia cogido los vicios del servicio y era muy mal hablado y los Vedate lo adoptaron más por esnobismo que por caridad.
Miguel estaba parlamentando con el loro cuando desaparecio, desaparecio sin dejar rastro un uno de diciembre de 1922.
La benemérita, lo busco por todo el pueblo, se hicieron averiguaciones por si algún sacamantecas lo había raptado, por si era el rapto por dinero, por si pedían un rescate. Nada se averiguaba, se perdía el rastro en el propio salón y el loro aunque viejo, no contaba nada, salvo las vulgares frases aprendidas del servicio anterior. En el pueblo se corrió el rumor de que era algo de brujería, pues no aparecía ni en los pozos, ni en ninguna parte el niñito, era imposible ademas que hubieran sido ni los lobos, ni ninguna alimaña, porque no habían dejado rastro ninguno de sangre.
Dos meses estuvieron buscando al nieto del chalán, de Paulino Vedate, dos meses sin éxitos y sin avances. Dos meses que dieron en el pueblo para muchas especulaciones y cuentos. Santa, con este disgusto encaneció y se trastornó un poco más de lo que ya estaba y su marido el Henríquez se dio a las tabernas, a beber para olvidar, una respuesta muy ineficaz y muy masculina.
Y tras tres meses sin Miguelín, un dia tambien de sol cuando su abuelo se disponía a vender una tinaja de miel, se percataron entonces, al trasegarla a cantaras más pequeñas, que en su interior y boca abajo se había ahogado su nieto. El niñito no había salido de casa, no había rapto, ni nada, sólo dulce y triste fatalidad.

Amanda, La Marquise


Amanda fue musa de Estanislao Vinuesa, el pintor de Santos y bodegones, de Nuño de Azaba.
Aunque en su plenitud la belleza de Amanda, nunca fue captada por los pinceles del artista, si capto Vinuesa, el pérfido brillo de su mirada azul, la inquietante perdición de la alocada de los Cabeza de Vaca.
Las Virgenes de muchas alcobas de la comarca, tenían esos ojos maliciosos de Amanda.
Estanislao, como muchos otros, cayó en sus redes, pagando muy caras sus atenciones, su temperamento veleta y su inconstante interés, los estiajes de sus caricias.
Amanda Cabeza de Vaca, divina de por casa y guapa a rabiar, era muy inestable emocionalmente y en seguida afloraron en ella las patologías de su linaje.
El banquero Marat, tambien perdio su atinado seso por ella, su mujer Cecilia Calderón miraba para otro lado intentando no ver este affaire, pero era de dominio público que pasaban muchas noches en la suite real del Hotel Embajador. Carlos Enrique Marat, no tenía problemas con la dispersión de la joven, el sólo reclamaba de ella su parte del pastel, la atención tasada y pactada, algo que Amanda cumplía con demasía, por ser el banquero su principal benefactor.
Amanda vivía en la noche, repudiada por su familia por sus permanentes escándalos, pero eso no impedía que fuera invitada a casi todos los saraos de Nuño de Azaba. Era díscola musa de provincianos poetas, favorita de comerciantes y terratenientes. Era una perdida, que vivía colmada de caprichos por los que de ella recibían atenciones.
Vivir de prisa, fuerza a exprimir las horas, a aprovechar un tiempo que para todos es el mismo, pero que el vicio y la locura apuran, robando horas al sueño, al descanso, sus días eran enormes, le daba tiempo a hacer de todo, estaba en todas partes, de modo intenso. Días prolongados por obra y gracias de los fármacos y narcóticos a los que tenía acceso a través del boticario y del mundo del hampa del Puerto de Azaba.
Sus noches y sus días, sus fiestas y sus farras, eran sonadas y cuanto más sonadas más expectación levantaban, más moscones en torno a ella, más circo y más locura.
En los locales de altas horas, donde solía llegar con una pléyade de afines, la conocían como La Marquise. Amanda y su loca estética, sus estolas de zorro, de plumas de marabú, sus ojos ahumados con khol, su piel nívea y sus labios de carmín.
 - "El dinero es un buen siervo, pero es un mal maestro"
Le dijo un día Alfonso Ullate a la divina Amanda.
- Te has acostumbrado a las cosas fáciles y no siempre las tendrás.
Y ese declive llegó, y llegó mucho antes de lo imaginado, llegó y arrasó.
La Marquise, se dejo monopolizar por un partenaire, de su talla, similar en correa y vicios a ella, pero más listo, un compañero que fue creciendo a su sombra y terminó por eclipsarla.
Terencio Ulbricht, era arrebatador, felino, ebúrneo, grácil, un mulato manipulador curtido y surgido de los arrabales, que la exprimió a su antojo, trazando a su costa una red de relaciones y dependencias, se conbirtio en un atractivo conseguidor, que penetro hasta en las capas más altas de la sociedad de Nuño de Carpio. Él era el que le conseguía a Amanda todo lo que su frágil y divino cuerpo pedía, demandaba, para que siguiera la fiesta, la incesante marcha. Su cara de angelical Luzbel, empezó a resentirse de los estragos y comenzaron a aflorar las manías de su sangre, las impertinencias y las salidas de tono. Y fue Terencio el que para mantenerla docil y calmada la inicio en la heroína, el placentero estado de limbo en el que entraba fue apagando su felinidad.
Así comenzó a diluirse, a dejar de lucir su ímpetu alocado, su desparpajo y su regia ralea.
Y una mañana apareció tirada en el frío mármol del baño de la suite real del Embajadores, tirada y envuelta en su estola de zorro plateado, con sus ojos ahumados y azules, abiertos y mirando al cielo, a la lámpara de centelleantes cristales.
Su entierro fue privado, parco, por deseo expreso de su familia, la velaron a puerta cerrada en la casa palacio de los Cabeza de Vaca y la enterraron en la intimidad en su panteón hidalgo del cementerio de San Sebastián de Nuño de Carpio.
Pero la devoción no termina con la muerte, y el pintor de Santos y bodegones, pagó y a la noche siguiente la desenterraron, con sigilo, sin hacer ruido, sin dejar huellas y la llevaron a la clínica de Honoré de Sue, que era un médico obsesionado con la embalsamación, con los distintos sistemas que existían para preservar cadáveres, para impedir que se corrompan los cuerpos tras la muerte. Aunque estos métodos para ser muy eficaces requieren de la inmediatez, y el cadáver de la bella Amanda llegaba tres días tarde. Al examinarlo el doctor Honoré, vio que el hecho de haber llevado una vida tan disoluta, había ralentizado la incipiente descomposición, era un cadáver envenenado.
La bella diva, estaba desnuda, lívida, sobre la mesa de las disecciones, el doctor empezó a bombear por sus arterias una mezcla de formol, acetato y cloruro de aluminio, y así la dejó en reposo impregnada desde dentro y vendada con gasas ungidas en esta solución y parafina, dos días con sus dos noches.
Ni que decir tiene que el doctor Honoré de Sue, era muy aficionado a estos trabajos, de hecho realizaba encargos de momificación y taxidermia para aristócratas y pudientes, para sus gabinetes de curiosidades, gabinetes secretos, porque estas atrocidades estaban penadas por la ley y la moral católica imperante.
Amanda estaba siendo convertida en reliquia inmortal de una belleza desordenada y gloriosa. Curiosidad de un gabinete onanista, de un coleccionismo insano, musa eterna de un pintor provinciano y de provincias, que quería poseerla en exclusiva, siempre, fruto de una mal saciada pulsión.
El doctor Honoré de Sue, inyectó en el sistema arterial una emulsión de parafina y sebo de oveja fundido, para preservar los tejidos de la descomposición, para salvar de la irremisible pudrición un cuerpo maltratado por su moradora, un cuerpo que rindió y fue rendido, un bello envase que con aquellos ojos azules y vítreos había perdido su fatalidad, y habia mutado como mutan los recuerdos almibarándose en la frágil memoria, que acomoda el pasado a la conveniencia del narrador que lo decide rememorar.




domingo, 1 de diciembre de 2019

El islote


Su vida siempre había estado acunada por las olas del mar. La brisa del mar había sazonado su temperamento y su rostro moreno, dorado por los vientos que soplaban en el otero donde estaba ahora su casa.
Era un solitario, un rudo receloso y frágil, que tenía miedo al amor, a la compañía, a la cercanía, al roce. Era un ermitaño encerrado en aquel cerro rodeado de mar, de acantilados como murallas que impedían la llegada del invasor. Sólo un estrecho istmo le unía a tierra, un puente que no podía izar , sólo una valla cerraba el paso al continente, una portera para que no escaparan sus ovejas.
Eran muchos los curiosos que llegaban hasta su puerta queriendo entrar en su reducto de tranquilidad, eran muchas las veces que los tenía que parar y explicarles que era una propiedad privada, que se fueran a husmear a otro sitio.
La paz nunca es completa, ni siquiera en los lugares más inaccesibles, lugares que generan en algunos más curiosidad aún por su inaccesibilidad.
Zacaría, vivía allí para aislarse del mundo, fue una decisión que tomó tras morir su madre, pero él seguía teniendo una casa con cobertizos y terreno, en el continente a un kilómetro del islote. En el islote sólo tenían una pequeña casa de aperos y un corral para ovejas para encerrarlas cuando pastaban allí. Él había ampliado la casa hacía muchos años cuando creía que el amor traía la felicidad, cuando creó allí el hogar que durante cuatro años compartió con Marian.
Pero el amor como el mar es voluble y tiene mareas, unas veces sube y otras baja. Unas veces te lame y otras te cerca bravo y con violencia. Así también fue el amor de Marian, tierno y manso cuando eran novios, acunador cuando fue madre y violento y colérico cuando ella así lo quiso.
Después de esos dos años, Zacarías volvió al continente a la casa de sus padres a trabajar allí, ya no tenía sentido estar en el islote, eran muchos los recuerdos y olvidar requería irse de allí.
Hasta regresar a la casa del islote pasarón veintisiete años, y fue después de la muerte de su madre, su padre había muerto siete años antes.
De las tragedias uno nunca se repone, uno sólo las asume, las aísla, las anacara, como hacen las otras con los cuerpos extraños que las irritan, cubrirlos de orientes de nácar, para hacerlos desaparecer bajo los irisados brillos, trasmutando el dolor en proeza, en idealización, en alhaja.
fueron sus padres los que soportaron su exacerbada personalidad los primeros años del regreso, la cólera contenida, que a veces se desbocaba, el arador de la sarna que vivía en su corazón, el frío en el alma.
Fueron muchos días de paseos frente al mar para que su brisa secara el dolor de sus ojos, y los encalleciera con su sal.Muchos días de lluvia en los que salía a llorar con la tranquilidad de que nadie lo iba a ver. Se instaló en su pecho la piedra dolor y tuvo que anacararla, para seguir viviendo. Sus padres y cuidarlos fueron su distracción , las ovejas, su perro, el campo su forma de entretener las infinitas horas.
Jamás comprendió lo que había hecho Marian, nunca entendió que en sus ausencias en la mar, buscara a otro, que se lo ocultara, y que para sentirse libre hiciera lo que hizo.
Cuando al año de estar allí, en la casa del otero desde el que se veía todo el mar, se quedó embarazada, le estallaba el pecho de felicidad, cuando llegó su hijo, fue el hombre más pleno del mundo, y creyó que ella lo era, parecía que lo era. Y no había pasado un año del nacimiento del pequeño Zacarías, cuando ella cambió o él percibió entonces sus cambios. En sus largas ausencias en la mar, para traer dinero, ella ya no quería quedarse en la casa, se iba al interior, a casa de su hermana, una mujer que a él nunca le gusto, amiga de marineros y de ir al Puerto de Bravuras, a las tabernas. A Zacarías, no le gustaban esas estancias, pero lo entendía, la quería tanto, quería tanto a su hijo, que todo lo entendía.
Le llegaron rumores, a su madre, a su padre, a él y no los quiso oír, y cuando los quiso oír, era muy tarde, demasiado tarde, irremediablemente tarde.
En su última salida al mar, cuando volvió ya no estaba allí, la busco en casa de su hermana y esta le dijo que se había ido el día antes. Y él le dijo que en la casa del islote no estaba, y que no estaban tampoco sus cosas, y que las del niño, las de su hijo si estaban.
Ella le dijo:
- Te lo he dicho ya, aquí no está, no sé nada, es muy tarde, buscala en otro sitio, quizás vuelva a casa mañana.
A Zacarías eso no lo tranquilizo ¿Porqué se había llevado sólo su ropa?
La busco por las tabernas del Puerto de Bravuras, fue a casa de sus padres en el arrabal de Boletes, y no sabían nada ni ella, ni de su hijo. Le dijeron que hacía muchos meses que no la veían.
Cansado se fue a la casa del islote a esperar que llegara la mañana para seguir buscándola o por si aparecía por allí.
El amanecer llegó, había dormido vestido, no quería perder tiempo, se calentó un café, lo tomo de pie y salió a buscarla, volvió a casa de su hermana que lo recibió con cajas destempladas, y le dijo que no sabía nada, que no estaba allí, que fuera al puerto a preguntar. Esta vez sí le dijeron que la habían visto con un marinero y que no era la primera vez. Pero que no le podían decir más, porque no lo sabían. Fue el dueño de la Taberna del Francés, el que se atrevió a contárselo, le dijo con una cierta sorna y a la vez tristeza:
- Zacarías, el cornudo suele ser el último en enterarse.
Al menos ya sabía algo, pero donde estaba su pequeño Zacarías.
Fue la casa familiar a ver a sus padres, sus padres nunca vieron con buenos ojos a Marian, su parentela tenía muy mala fama, pero que iban a decirle a su hijo, si no iban a conseguir nada.
A la mañana siguiente la cruda realidad le estalló en la cara. Era temprano cuando le aporrearon la puerta, era una pareja de guardias. Le dijeron, que si podían pasar. Le dijeron que se sentara, le explicaron lo que habían encontrado en la playa, al lado del istmo, unos mariscadores.
Zacarías se echó las manos a la cabeza y se puso a llorar como un niño, los guardias estuvieron a punto de llorar con él. Era muy duro ver a aquel hombre como un castillo, desmoronado ante ellos, por la brutal crueldad de una mujer que para volar libre había lanzado a su hijo al mar desde los acantilados del islote, había matado al fruto de su vientre para zorrear, para escaparse con un marinero que conoció en la taberna del Francés.



Consuelo Solis de Almenara


Cuando un amor te rompe el alma al comenzar a vivir, no hay consuelo, el dolor es un mar inmenso sin orillas, un mar frío en el que no sabes hacia donde nadar, y agarrotado, y herido esperas, y esperas un milagro, una mano que te salve y te saque de allí.
Consuelo, se sentía así con aquella herida que la desangraba y la hacía blanco de rumores en las calles, incluso en la puerta de su casa. La belleza no todo lo puede, y su belleza serena ganó la primera batalla, pero perdió la guerra y la perdió traicionada.
Se podía perfectamente haber repuesto de aquel envite de la vida, podía haber asumido la derrota de otro modo, porque mejor traicionada a las puertas de tu boda, que traicionada después de ser desflorada, por un embaucador mezquino con cara de ángel y porte de Apolo.
Pero la juventud es así, lucha a pecho descubierto, ama sin coraza, brinda al amado el vulnerable corazón en una delicada bandeja de plata.
La desconsolada Consuelo, se encerró en la casa de la Calle Ancha, tras las celosías de su gabinete, a desbordar su ajuar, a deshacer el primor, la ilusión y la galanura de las blancas sábanas que vestirían su tálamo.
Un año había pasado desde la traición, todo se había atenuado, la salvación llegó del impuesto encierro, de la clausura que como una crisálida transmuto la serena belleza de Consuelo,en belleza sublime. Un año sin que la viera nadie y menos aún sus traidores. Reapareció en el Teatro Principal, en el estreno de Rinaldo de Händel, fue sola, despojada de todo mundano aderezo, un vestido de terciopelo la cubría por completo, salvo sus regias clavicular y su largo cuello. Su rostro de una palidez transparente y exquisita, nimbado de su melena de fuego, transmitía victoria, la plácida victoria que sólo saben trasmitir los que han sufrido derrotas y renacidos lucen con la altivez de las depuras cumbre de nieves perpetuas. Arrebataba su místico star a todos los que con pena y conmiseración hablaron de ella, a los que adornados de estridencias querían brillar en aquel desfile de vanidad. Apareció sola, atravesó el vestíbulo del teatro y subió las escaleras, inaccesible a los susurros de los que se apartaban dejandole paso, fue a su palco, al palco de su familia, allí estaba su hermano Daniel, el joven y adolescente heredero del Marquesado de Uzbeke.
Esa noche Chelo, como la llamaban en los círculos de las relaciones convenientes, no sólo volvió a la sociedad de Portocarrero, sino que esa noche acababa de comenzar su largo reinado.
Hay que verse morir, para resucitar. El frágil exterior de Consuelo encerraba un alma curtida de acero, una pétrea coraza, que la hacía inalterable, cara e irrompible porcelana, diamante de destellos infinitos, que eclipsa y corta. Ella abandonó su crisálida para volar libre y hacer sombra, para herir, para reinar humillando a los traidores que habían hecho astillas cuando ella era un árbol caído, un soberbio cedro que acababa de renacer.
La luminosidad de Consuelo era una bella trampa para cazar estupidos cazadores, Apolos que habituados en ganar guerras, perdían con ella la cabeza y las batallas.
El Resquemor de la traición de su Apolo, ese que la dejó al borde de altar, ese que la humillo, y la catapultó a este gélido estar de nieves eternas, de belleza inalcanzable, de malignidad.
- En las álgidas cumbres nunca pueden habitar dos, es una peana caprichosa que exige el peaje de ser célibe, las cimas sólo quieren divinas vírgenes, y eso soy yo, trofeo de dioses.
La hija de los Marquese de Uzbeke, con sus dotes de Sibila y su capacidad para manipular y enredar se convirtió en imprescindible en los salones de Portocarrero. Era centro de atención en las tertulias prediciendo amores, prediciendo dramas y hasta muertes. Así en este juego de sugestiones, fue generando adeptos, hasta crear su propia tertulia y su propio circulo, en los salones del Palacio de los Uzbeke. Se empezaron a arremolinar en su casa quienes era alguien y sobre todo quienes querían serlo. Y Consuelo como diosa de esa cosmogonía, empezó a realizar negocios, con prestamistas y banqueros, arruinando a unos y enriqueciendo a otros con el único norte de trastocar fortunas y vengar a los que de ella se rieron.
A su querido Apolo, le dió un poco de cuerda, no quería que fuese su primer bocado, dejo que la observará, que sus ojos vieran lo que había despreciado, que viera el deseo de los otros, la nube de aduladores que acudían alrededor de su melena de fuego, a beber en el verde esmeralda de sus ojos glaciales. Dejó que la deseara, que volviera a sentir lo que por ella sintió, hasta que en su camino se cruzó la traidora de Lucía Requejo, la amiguita del alma que la apuñaló por la espalda y la escarnio y la convirtió en la comidilla de Portocarrero.
La venganza, plato frío que llega y no sabes quien te lo sirve y manda, comenzó por arruinar a los padres de su Apolo, perder la fortuna, nos suele hacer muy desafortunados, perder la fortuna nos cierra muchas puertas, nos deja en la calle, nos pone a merced de todos los que nos han envidiado.
No fue difícil hacer que perdieran casi todo, Don Aniceto Salobre, era su principal acreedor y comía de la mano de la Sibila de Chelo, sólo tenía que decirle que ejecutara los pagarés y eso hizo, con la consecuente sucesión de acontecimientos nada favorables para los Urquinaona. Fue la propia Consuelo, la que a través de un testaferro compró tiradas de precio las joyas de la mamá del Apolo, unas joyas que por supuesto no se iba a poner, y que si se hubiera casado Apolo con ella, hubieran terminado siendo suyas.
No era exactamente placer lo que sentía la Solis de Almenara, al cobrar deudas del corazón y del alma, no era placer, porque la venganza es gélida, era como añadir más nieve a la glaciar cumbre de ensimismamiento de sus nieves perpetuas. Era aislarse más, hacerse cada vez más fría e insensible.
Apolo y su preñada esposa, vieron muy menguado su estatus tras verse obligados a vender sus papás el palacete de la Calle Ancha y trasladarse a vivir a un piso grande y burgués, que no es lo mismo, obligados a compartir escalera, con los que tanto habían hecho de menos, obligados a prescindir de palco en el Teatro Principal, y de casi todo el servicio. Que dramática es la vida cuando el drama te toca vivirlo en primera persona.
Lucía tenía amigas, amigas que ahora le daban de lado por que había retrocedido en la escala social, amigas que cuando Apolo la traiciono a ella le hicieron el vació y se rieron de su drama, a esas les tenia su divertido drama, y que Chelito tenía muy claro que no les iba a hacer ninguna gracia.
Con remitente anónimo hizo llegar a las casas de todas ellas unos ricos presentes, consistentes en productos de belleza, en sales, en polvos de arroz, en cremas blanqueantes para tener la piel como el nácar. Todas los probaron, se acicalaron con ellos y padecieron al dia siguiente una erupción muy virulenta parecida a la viruela, que cuando despareció les dejo la cara llena de cacarañas, por supuesto que corrió la voz a través de sus compradas alcahuetas que había sido Lucía, la que les había mandado estos presentes al sentirse por ellas despreciada.
Ahora tras tener ya dos orejas, le faltaba cortar el rabo pra culminar bien la faena y dar la vuelta a la plaza. Y nunca mejor dicho lo del rabo.
Apolo, Tomás Urquinaona, seguía siendo un poco fanfarrón y aunque había perdido posición seguía saliendo de tabernas, y era en esos lugares donde la Solis de Almenara, tenía programada la última parte de su venganza, salía a beber y es noche iba beber y iba a beber de lo lindo, hasta perder el sentido, infiltrar en su grupo un camarada era fácil, como es fácil comprar voluntades, el dinero todo lo compra, y a ella le sobraba, dinero llama a dinero, poder atrae más poder. El compinche de Chelo, sabía lo que tenía que hacer, terminar solo con él y llevarlo al lugar programado.
En la última copa en la taberna de La Colosal, regentada por Cocot, tugurio de última hora, debía drogarse, nadie se percataría pues era normal que muchos, con las imponentes curdas, perdieran el sentido. Así ocurrió, que Tomás, perdió el sentido y fue llevado por Cipriano Lucaférry a la consulta de Don Enrique Bravo Munguia, donde todo estaba preparado para una emasculación, tras realizarla, lo trasladaron otra vez a los cuartos altos de La Colosal, allí lo metieron en una cama con una travesti llamada Silvana, para que cuando despertara se encontrara con ella. La Silvana era muy conocida en Portocarrero, porque estaba muy bien dotada y solía follarse a muchos ricos pervertidos de la ciudad.
Cuando Apolo despertó con un enorme dolor en la entrepierna y una sensación de enorme sequedad en la garganta, palpo al que dormía a su lado y vió a La Silvana, grito como un poseso, pero no le sirvió de nada porque ya no podía recuperar en trofeo que le habían robado, y era mejor gestionar este asunto con discreción, porque no era conveniente para él, que en la urbe trascendiera que entre las piernas ya no tenía nada.
Y así fue, como Consuelo Solis de Almenara, hija de los Marqueses de Uzbeke, se cobró los desprecios que hicieron a su tierna candidez y al corazón que entregó por amor, al bandido de Tomás, para que este lo pisoteara.
Nunca se casó, jamás perdió la virginidad y nunca dejó de ser ni Sibila, ni Reyna de la clasista sociedad de Portocarrero, y nunca exhibió en público que ella era la artífice y urdidora de todos estos dramas.





sábado, 30 de noviembre de 2019

Eusebia


Cuando has olvidado los días felices, el sol en el patio trasero de tu casa, cuando el negro es el color de tu vida.
Eusebia, se miraba las manos, sus huesudas falanges, sus venas abultadas y azules, su piel pálida llena de manchas.Llevaba tres años esperando que la muerte viniera a buscarla, que la luna llena borrara todo y esparciera su polvo por las estrellas. Esperaba, rodeada de iguales en desesperanza, de amigos de los últimos días, de los que olvidaba todos los días su nombre, amigos aparcados como ella, en aquel lugar de frases amables y vacías, de palabras melosas que enmascaraban la hiel.
Que era Eusebia en aquel bullicio de quejidos y de súplicas y de retahílas de recuerdos y de cuentos que unos y otros te contaban:
- Yo tengo dos hijos, y uno es médico.
- Yo tengo tres y una hija, viven fuera, hace tiempo que no los veo.
Afectos que no tienen tiempo, que viven con prisas, en casas pequeñas, con mujeres maliciosas que no te quieren cerca.
Eusebia, no tenía hijos, ni marido, sólo tenía un perrito, que desde que entro aquí no ha vuelto a ver, uno de sus sobrinos, el que le lleva las cuentas, dice que está en su casa, pero nunca lo trae.
- Yo no tengo hijos, sólo he tenido perros, fieles perros, pero aquí no me dejan tener a Blanquita, mi perrita querida, y no saben lo que la necesito y recuerdo. Esta con mi sobrino, pero en tres años nunca me la ha traído, dice que está bien, y no sé si creerle, porque me he vuelto una vieja triste y descreída.
Los jóvenes vienen a estas cárceles, pensando que ellos nunca serán viejos, que nadie los aparcará, pensando que lo que están haciendo, nadie a ellos se lo hará.
Eusebia, odia comer, come muy poco, no come casi nada. Ella suele decir que la comida de aquí no le sabe bien, que está fría, que es mala.
Veinticuatro horas tiene el día, veinticuatro largas horas, veinticuatro horas casi iguales, aburridas, cansadas. Todos los días son casi idénticos, ya ni nota las estaciones. Vivir aquí es ver la vida a través de un ventanal, la vida de un jardín sin gente, sin bullicio, sin perros. No es ver la vida es esperar la muerte.
Eusebia, tiene anemia, come como un pajarito, duerme muy ligero, cuando se desvela cuenta copos de nieve, y sueña despierta, insomne con la nieve de su casa, con la Navidad cuando era una niña, con el blanco de Blanquita, de su perrita que su sobrino nunca le trae.
Eusebia espera y está cansada de esperar, porque nada pasa, salvo que unos llegan y otros se van y ya no vuelven. Y ella se pregunta si se habrán ido a su casa, porque nadie dice nada cuando estos se van.
- Como un pajarico comía Eusebia.
Le dicen a la señora nueva que acaba de llegar.
- Como un pajarito, pero se ha ido ya.

La mujer del Sargento



Los placeres negados son más placenteros, los placeres que se demoran, los que requieren de alambicados trámites, los que ocurren a escondidas.
Saltaban chispas cuando se miraban, cuando la buscada casualidad permitía que se rozaran sus dedos. El amor muda, cambia, tiene con mucha e interesada frecuencia, mucho de conformismo, mucho de conveniencia. Somos nosotros mismos los que nos convencemos de que debemos amar al conveniente. Pero el amor establecido no borra el deseo, es el deseo el que emborrona el amor prudente, el que ofusca y rinde, el que vence.
El placer es inconveniente, inoportuno, no obedece a proyectos, es una fiera que hay que domar, es amarga dependencia, es la cara oculta del que alardea de que es fiel, del autosuficiente, del honesto.
Ni las torres más altas se libran de tener fisuras.
No existe la fidelidad, sólo existe el miedo a ser infiel. El miedo a perder lo conveniente y lo inconveniente, el miedo a quedarse en el tránsito, en la vereda que no cría hierba, que va de uno a otro lecho.
Nadie hubiera imaginado, ni en la más alocada de las cábalas, que Marcela engañaba a Don Lucas, al Sargento del cuartel de Carpio de Mequinenza, y que no lo engañaba con un guardia, ni con uno de las clases sociales que ella frecuentaba, lo engañaba con Mateo, un quinqui al que su marido le tenía muchas ganas.
Mucha planificación y mucho sigilo requería aquel indómito placer, mucha cautela y silencio.
Mateo era de la familia de Los Comadrejas, se dedicaban a robar ganado principalmente, pero no hacían asco a nada que se les pusiera por delante. Don Lucas le tenía ganas porque aunque sin pruebas y sin ninguna certeza le hacía responsable de la cojera de un chaval, de un joven guardia, que perdió una pierna de un tiro, cuando intentó impedir un robo en casa de Frasquita la Siesa. el muchacho frustró el robo, pero del disparo de escopeta perdió la pierna. Mateo estaba detrás del tiro, pero sin pruebas y con testigos que lo hacían en otro sitio, era imposible que pagará por el delito. Fue así cómo se conocieron la mujer del Sargento y Mateo, en sus idas y venidas al calabozo, en las tomas de declaración en el cuartel, allí se vieron y allí se prendaron y de aquellas chispas el gran incendio.
En los cuarteles de pueblo, todo es cercano, de ese modo era Marcela la que les hacía la comida a los presos, vivían en el cuartel y eran unos cuantos cuartos más atender aquella tarea. Y entre los platos que van y que vienen y el roce de los dedos en las entregas (roce discreto porque no estaban solos en estas idas y venidas, siempre había un guardia, custodiando con celo a Mateo) surgió el indómito deseo.
Entre las paredes del cuartel no hubo nada entre ellos, tuvo que pasar más de un mes hasta que se volvieron a ver. Se encontraron en el autobus de linea, el iba sentado muy atras y ella se sentó delante. ambos iban a la capital, a diferentes asuntos, ambos tenían sus recados para ese día, y ambos tras salir del autobús y seguirse, olvidaron sus quehaceres y se centraron en el insatisfecho deseo, pulsión pendiente que reclamaba su quehacer. Más bien fue Mateo siguió a Marcela que se dejaba seguir, terminaron en una pensión en la Plaza Alta, en el barrio marginal de Orinaza, fuera del alcance de las miradas del pueblo, y allí encerrados hasta la justa hora del autobús de la tarde,  Investigaron sus cuerpos, se amaron con furia, con violencia, se husmearon como fieras.Y allí vio claramente Marcela, lo que era tener hombría, gozar con un hombre, calmar un hambre que ni sabia que tenia, y sintió que en los gemidos que se le escapaba el alma y que en las embestidas olvidaba quien era y que su conveniente vida de casada era vulgar monotonía, ridícula y aburrida farsa.
Unas horas de placer ponen en jaque todo un proyecto de vida, cuestionan la infelicidad que genera rendirse a la sensatez, generan un terremoto que derriba el castillo de naipes de nuestra ramplona posición social.
Mateo era un delincuente, era un ratero, era el que había pegado un tiro en la pierna a Esteban, el joven guardia que ya no tenía futuro en el cuerpo, que ahora era un lisiado, un joven cojo y sin el porvenir que tenía programado. Esteban, era el favorito de Lucas, era su niño, su pupilo predilecto, lo fue desde que llegó. Por eso le tenía una enorme inquina a Mateo, había desbaratado los planes del muchacho, lo había desgraciado antes de que tuviera una novia, antes de que se casara ¿Qué partido era ahora Esteban? ¿Quien se casaría con él, por caridad?
La locura es ciega y no entiende de barreras, cruza mares y badea infiernos. Marcela se abrasaba en las ansias de repetir la jornada en la pensión, pero era tan difícil encontrar la oportunidad, coincidir con aquel delincuente, que de sólo pensar en él, se azoraba.
En la segunda vez, tambien intervino el destino, porque no tenían a nadie que les hiciera de Celestina, con lo cual todo era mucho más dificultoso. Era San Andrés, fiestas en el pueblo de al lado, allí, en Belicias, no había cuartel, sólo un puesto de guardia, ante la previsión de jaleos se tuvieron que ir dos parejas. Y Lucas estaba en una de ellas, salieron temprano para ir a la misa y volverían muy tarde, después de la verbena. Haciendo guardia en la puerta del cuartel de Carpio, quedaron a Salustiano y Blas.
Nada más salir su marido, se arregló Marcela y salió a la calle con la excusa de comprar huevos y unas bobinas de hilo, recorrió el pueblo esperando toparse con él, y lo encontró. En Carpio ese día había poca gente, estaban en las fiestas de San Andrés, ni siquiera estaba abierto el colmado de la Dolores. Se vieron y él a distancia la siguió hasta la iglesia, ella entró, y Mateo tras controlar que no había nadie entró también, ella estaba delante del altar de San Antonio, la verdad es que había elegido un buen altar. Mateo viendo que estaban solos, le dijo que lo siguiera. El ratero abrió la puerta de las escaleras del coro, ella pasó y él tras ella, cerrando la puerta. Subieron hasta el campanario y allí el que había sido monaguillo cuando era un muchacho, le dijo:
- Por esa puerta se entra a los desvanes, al camarote que hay sobre las bóvedas, aquí de chicos nos metíamos a fumar, en este sitio no nos va ver nadie.
Cerro Mateo la puerta de aquel palomar y se lanzó sobre ella, levantándole la falda y bajandole las bragas comenzó a besarle toda su entrepierna, mientras ella gemía como un agónico perrito, gemía y gemía, Marcela creía morir de placer. Y llegado su turno, hizo ella lo mismo con él, haciéndolo bramar, y lamiendo el derroche de vida que brotaba de su regia verga. Tras reposar de aquel desenfreno, le beso en la boca, sellando tan placentera alianza.
Mateo, se sentía vivo, se sentía poderosos tras estos episodios de placer a hurtadillas, pero tenía que buscar un emisario que celestineara en esta calentura, porque no podían comunicarse y las ocasiones no pintaban fáciles sin una mínima planificación.
Lucas, nada sospechaba, el Sargento estaba a sus asuntos, devaneado con sus guardias. Para él casarse era un paso lógico en la vida de un hombre, pues todo hombre necesita una mujer que le lleve la casa. El amor que el sentia por Marcela era necesidad, nunca mostró demasiado afecto por ella, ni le reclamo a ella tampoco afectó, sólo era un contrato, ella era su mujer y tenía que estar. No tenían hijos, no habían venido, Dios no se los había mandado.
Lucas, no era un hombre fogoso, su virilidad era un poco deficiente, se casó con Marcela porque era la solución a su vida en ese momento, era el salvoconducto para salir de su casa, habían sido tabla de salvación el uno del otro. El salia de las faldas de su madre y de su dominante padre, y ella del circulo de miseria de su familia.
Marcela no era de Carpio de Mequinenza, era de Cambroncino, una pequeña alquería hurdana. Marcela era una joven que se casó con un guardia porque eso era mucho mejor que servir o quedarse en el pueblo para vivir la misma vida había vivido su madre. Y ante ese panorama, ella prefirió volar.
Los engranajes de la pobreza sólo los conocen los pobres. Marcela se acomodo a vender su belleza y su docilidad al Don Lucas, el Sargento, porque  desde su punto de partida a poco más podía aspirar.
El deseo llegó para quedarse, llegó para trastocar planes, llegó para llenar de brumas el presente de Marcela, para que arraigara en ella el germen de que siempre el destino nos depara algo mejor. Y la verdad es que no sabía si era mejor, pero lo que sí era, mucho más gozoso.
Mateo, convenció a Fidel, para que hiciera de correveidile, para que llevara recados, para que organizara encuentros. Fidel era un alfeñique, era un sarasa del barrio de Mateo, era amigo suyo de la infancia, había sido monaguillo como él, con Don Baltasar, el curita rojo. Con el curita que alquiló una casa para que se reunieron los muchachos y les compró, cuando transmitieron la boda de Balduino y Fabiola, un televisor para que estuvieran entretenidos y no se dedicaran a las travesuras, tambien compro para la casa un futbolín. Duró poco Don Balty, como lo llamaban los chavales, duró poco por las quejas de los ricos, por la carta que dirigieron al obispo acusándolo de comunista.
Desde esos años eran amigos, amistad afianzada en la marginalidad, el uno era un bujarrón que organizaba orgías para los ricos que echaron a don Baltasar y el otro un ratero que robaba los cuartos a esos mismos ricos.
El desempeño del zascandileo de Fidel, posibilitó muchos y discretos encuentros, y fue en esos encuentros donde Marcela y Mateo fueron organizando lo que a priori parecían imposibles, organizaron un futuro imperfecto, un futuro de pasión, huir ambos de las cárceles en las que vivían, empezar de cero, volver a empezar.
En Carpio, había una fábrica de harina que tenía doscientos trabajadores, La fábrica pertenecía al Gobernador y por esas licencias que se toma el poder, cada principio de mes llegaba al cuartel para ser custodiado una noche en la caja fuerte, los salarios de todos los empleados, ello era algo que sabían muchos, pero claro como iban a robar en un cuartel.
Fue Mateo, quien inoculo esta idea en Marcela, idea que Marcela compró, pues vio en ella, la posibilidad de comenzar de nuevo, de huir a Portugal con el importante botín, de partir en barco a Madeira y comenzar de nuevo allí.
La mujer del Sargento era pieza clave en todo este plan, pues sin ella nada era posible, ella dormía junto al custodio de la clave de la caja fuerte, y podía abrir la puerta del cuartel  desde dentro para sacar aquella morterá de dinero.
Lo iban a hacer todo el veintiocho de diciembre, día de los Santos Inocentes, esa noche. Desde el 27 El dinero estaba en el cuartel, Fidel ya se lo había transmitido a Mateos. Ahí entraba Marcela en acción, que ya tenía el código de la caja fuerte que estaba en un despacho que daba al patio. Ella primero drogaría a su marido con un potente narcótico que le habían dado, cogería la llave de su bolsillo y desvalijaría la caja. Luego saldría por la puerta trasera del cuartel, que se abría desde dentro y saldría a un olivar y atravesándolo a oscuras se dirigiría al encuentro de Fidel y de Mateo, que esperaban en el Callejón de los Judíos, un callejón nada iluminada donde salvó a follar nadie iba a esas hora.
Marcela cumplió su parte y mientras en la torre de la iglesia sonaban las doce, llegó al callejón.
En la negrura de la noche divisó a Mateo y corrió hacia él, fue su último abrazo, porque a la mañana siguiente, entumecida despertó sola, desorientada, dolida y con la quemazón de una traición que no supo ver.

viernes, 29 de noviembre de 2019

Cleofé Torres



La soledad con demasiada frecuencia no aviva el ingenio, genera torbellinos, vórtices que engullen la paciencia de resignados que desde la caridad aguantan la vacuidad de los estúpidos detalles, la magnificación de lo somero, de lo rasante, de lo insignificante y mondo.
Cleofé nació necia, creció entre sandeces, y maduro y macero inculcadas necedades.
Ella seguro que jamás lo oyó en su casa, porque no eran muy de reflexionar los Torres, "hay gente que nace para ser monda, gente que tiene existencias vacuas, gente que ocupan un sitio, pero nada más."
Era lechosa, floja, blanda. Nadie la estimo, nadie la reclamó, virgen se murió. Fue, como su abuela, estanquera, si uno pensaba en ella, siempre la imaginaba allí, sentada en la mesa que tenían arrimada al ventanal, moviéndose poco o nada, porque era muy frecuente que te dijera:
- Cógelo tú.
Habitualmente te atendía Pilar, que aunque estaba en la cocina, que era un cuarto contiguo a la sala del estanco, salia siempre que entraba o sentía a alguien. La Señora Cleofé, que es como la llamaron con el correr del tiempo, vivía allí, comía allí, merendaba allí, hacía solitarios a las cartas allí, rezaba el rosario, antes con su abuela y ahora con Pilar, allí. Era impensable entrar en el estanco y que no estuviera allí. Imaginamos que no dormía allí, pero a saber, porque cuando cerraban el negocio, cerraban el ventanal y no sabíamos ya que ocurría allí.
Todo era inane en Cleofé, hasta su narrativa barata con todo lujo de detalles inútiles, era experta en narrar segundo a segundo sus absurdos días de inacción, en contar como alguien compró unas cerillas, o compro unos sellos y como se los envolvió Pilar, en un trozo de periodico, un trozo del periodico que ella tenia en la mesa, que no era un periodico del día, ni de ayer, ni de antes de ayer, ni de antes de antes de ayer, era de más atrás, más viejo, vamos que no servía para nada, claro, salvo para eso y para trocearlo y ponerlo en el retrete.
Cleofé salía tan poco de ese estanco que aunque el negocio estaba al lado de la Plaza de la Iglesia, no iba a misa, por vagancia, pero lo justificaba por que tenia que atender el estanco, lo que si era cierto es que abría por las mañanas, a las ocho y cerraba según el día entre las ocho y las nueve de la tarde, comían y vivían allí, ella y su abuela y luego ella con Pilar. No iba a misa pero, Don Genaro le llevaba la comunión los domingos, y se la llevaba porque le dejaba casi gratis el tabaco.
En el estanque de desidias del pacato pueblo, ella tenía su nicho, su parcela de autosuficiencia legada, su servicio y rentas, rentas mondas pero al fin y al cabo rentas.
Era evidente que no iba a cambiar el mundo, ni de ella dimanó cambio alguno, lo heredó y como tal lo heredó pero más degradado lo dejó. A ninguna meta aspiro, ningún objetivo, ningún sueño. Se limitó a vegetar en su sillón de enea, arrimada a aquella añosa mesa camilla, que la vio nacer y la vio morir. Se limitó a ver pasar los días, las estaciones, los años. Se limitó o quizás nacio limitada, corta, necia. Vivió sobre el papel pautado en el que vivió su abuela, vivió contando monotonías, leyendo el mismo misal día tras día. Encaneció, se ajo, se marchito sin que nadie la manoseara, ni vibró, ni se conmocionó con nada, a nadie amó, nadie la amó, si la pretendieron pero no por ella sino por el estanco.
Y un otoño, después de ochenta años sin salir de aquella celda con olor a tabaco y a caramelos de menta, murio como vivió, de modo ridiculo, sin dramas, ni tragedias, pero si con un poco de comicidad, le sobre vino un mareo y se ahogó en un colmado plato de sopa que le había hecho Pilar, el abnegado cero a la izquierda de la blanquecina estanquera, de la señora Cleofé.

Ingrid Selena de Sotomayor


Ingrid Selena de Sotomayor, acababa de llegar, de poner el  pie en el suelo de aquel confín de la civilización. Llovía y sintió, al aterrizar allí, el vértigo que genera el atavismo, la marginalidad de la pacata gloria, el tufo a torrezno y picón.
A veces, muchas veces nos despertamos y corremos a buscar la negada felicidad entre iguales, en los brazos rudos de los que sólo saben mugir, arremeter con violencia, llevarnos a la gloria del orgasmo, de los consecutivos orgasmo que sólo te sabe proporcionar un animal.
Así llegó Ingrid a Pescurza, aturdida por las embestidas de Marío, por su corpulencia de morlaco, por su descomunal miembro, por un inusitado placer que la hizo creer que ella allí encajaría, que el vicio del jergón, borraría las sedas, las frases galantes, el embriagador y perenne olor a Chanel.
Jamás se había sentido tan segura como reposando después del galope, sobre su fornido pecho, durmiendo acunada por los latidos de aquel toro, la fiera que la había encerrado en aquel laberinto de rudezas, del minotauro que la tenía presa y alejada de la civilización.
Pronto la bautizaron en pueblo, Ingrid era demasiado artificioso, elegante, artificial, era más fácil llamarla, La Mingry.
La vida es necia, es volátil, es nostalgica. La Mingrit, no encajaba en aquella rural sociedad, en aquella casa sencilla, en aquel barrizal que eran las calles llenas de charcos. Ella llegó con los desafueros de la primavera, soporto los calores y las moscas del verano y los charcos y los días que se hacían cortos del otoño, pero la colmó el silencio del invierno. Ella no encajaba entre aquellas mujeres abandonadas a su suerte, con la suerte de compartir como ellas el lecho con sus toros, ella llegó, pero el pueblo pequeño no llegó a ella. Los orgasmos se fueron espaciando, el galoper fue virando a trote y el trote en aburrido paseo. Hasta el bolso último y más caro, termina siendo un bolso viejo.
Y Mingry se desenamoro del olor a leña, del olor a fuego y dejo de encajar en la furia del toro y dejo de sentir desafueros, y termino sintiendo nostalgia de los relamidos galanes que no daban la talla, terminó echando de menos los prolegómenos relamidos de la noche de los destellos, las luces y las plumas, el olor de los caros perfumes y  el insulso lecho de los amantes afeminados que compartían con ella secretos de belleza. Se aburrió del laberinto incivilizado, de la panadería y de Paulina, la alcahueta panadera. Y un dia de agosto le soltó a la vulgar despelleja corderos:
- Ni Mingry, ni Migra.
Y sin mirar atras, Ingrid Selena de Sotomayor, se marchó con lo puesto, con los galopes vividos, a vivir en la urbe de su belleza relamida y del cuento.