martes, 3 de diciembre de 2019
Livia
En el jardín de los Rodríguez de Sanabria había un serpenteante paseo flanqueado de matas de celindos, rosales y lilos, que permitía pasear disfrutando de los rayos del sol. El recorrido terminaba en un abrupto acantilado desde el que Livia, soñaba con lanzarse y volar.
La Pequeña de los Sanabria, siempre tuvo tendencias místicas, se sentía vestal, santa, sacerdotisa de una nueva religión en la que ella era mediadora, entre la divinidad y este mundo.
No era raro verla paseando con un farol por el borde de aquel precipicio, llamado por los lugareños "la muralla de Satán", paseando y esperando y pidiendo la aparición de la divinidad que ella había creado, y ahormado a sus gustos y necesidades.
- Es lo que tiene el dinero, que genera mucha ociosidad.
Esto decía en la cocina del caserón, Ireneo, que continuaba relatando mientras apuraba un café:
- Si tuviera que trabajar como nosotros, se le acababan todas esas tonterías.
Y la verdad es que no iba nada desencaminado el chofer de los Sanabria en estas reflexiones.
Livia Pancorbo Rodríguez de Sanabria, cansaba a propios y extraños con sus tonterías y nadie, excepto Manuel, le hacía caso.
Las ventanas del dormitorio de Livia, estaban orientadas, qué casualidad, al lugar de sus ensoñaciones, al Monte Tabor de su religión. Había crecido con esas vistas, había crecido con aquel acantilado y la advertencia de su peligrosidad. Y con los relatos, de cómo se habían despeñado algunos insensatos, y las historias de marineros que contaban cómo en algunas tormentas el oleaje había encallado y destrozado naves contra él.
Livia, la pequeña, había nacido con una gran diferencia de años respecto a sus cuatro hermanos mayores, que nacieron seguidos, ella llegó veinte años más tarde, veinticuatro años la separaban de su hermano mayor y veinte del anterior a ella. Llegó sin ser esperada, su madre tenía cuarenta y tres años y delego mucho su educación y cuidado en Isidra de Sanabria, su hermana, la solterona, que vivía en casa y estaba aquejada de las mismas fantasías que ahora mostraba la niña.
Marceliano Pancorbo, era el hijo de unos chocolateros de Villaescusa, era burguesía acaudalada, por eso se casó Felipa Rodríguez de Sanabria con él. En realidad, fueron los padres del uno y de la otra los que programaron este matrimonio. Los Pancorbos buscando don y los Sanabrias din, porque no hay don, sin din, sin parné. Eran un matrimonio feliz. Él, Don Marceliano, muy ocupado con la chocolatera y ella criando a los cuatro varones, los primeros, en los que ambos se volcaron, pues ellos perpetuarían la estirpe, y con ellos estaba cumplido el programa de alianzas matrimoniales.
Estas fueron razones de peso para dejar a Livia a su libre albedrío, o en manos de Isidra, porque ni pensaron en casarla, ni en utilizarla como peón en ninguna alianza, ni nada. La estimaron soltera, como a Isidra, para que a la vejez los cuidara.
El acantilado era de piedra negra, de basalto y en las mareas muy bajas se podía pasear a sus pies y buscar en la negra arena pequeños cristales de olivino. Ella, Livia, había erigido esta piedra preciosa, como la gema de su divinidad, de su divinidad marina, porque ella había decidido que su Dios, no vivía en el cielo, sino en el mar turquesa que lamia violento la Muralla de Satán.
Isidra, la había iniciado en estas fantasía, pero con el correr de los años quedó descolgada de ellas, quedó descabalgada de la furia y el brío de la sacerdotisa Livia, que en su maquinación empezó a reglar el culto a su divinidad, a la que llamo Olibel, y decidió también que este Apolo de los mares estaba flanqueado por dos divinidades menores, que eran como sirenas aladas que podían nadar y volar. Estas dos bellezas acuáticas eran Belira y Belmar. Así organizó su panteón de deidades, que controlaban según ella, la pleamar, la bajamar, las tempestades y la música celestial del oleaje que rompía contra las columnas basálticas del templo de su Dios.
Manuel, fue el primero en convertirse a la religión de su amada, porque Manuel en silencio estaba prendado de la calenturienta Livia, de la vestal de Olibel.
Ella y Manuel cuando caía la tarde solían acercarse al acantilado a rendir culto, ella a su Dios y él a ella. Allí en lo alto de la muralla basáltica, al borde mismo del vértigo oficiaba e invocaba Livia a su Olibel, con las túnicas blancas con las que últimamente acostumbraba a vestir, con una diadema de cauris y con el anillo de su abuela en el dedo índice, un enorme olivino de talla esmeralda, montado en oro y con una orla de diamantes talla rosa, con ese anillo su abuelo pidió la mano de su abuela. Su madre jamás se lo ponía, por eso se lo robó de su joyero, porque lo tenía olvidado y porque era la gema de su Dios.
En una de las frecuentes tormentas en la costa de San Andrés, encalló un pesquero a pesar de que en el acantilado estaba con un farol la vestal Livia, encalló y ella fue la que dió la voz de alarma, de tal modo que los rescataron a todos, entre los rescatados estaba Gonzalo, un muchacho que tras pasar por aquel trance decidió dejar de ser marinero y como hacía falta personal en la casona, fue contratado al día siguiente de ayudante para el jardín.
Había que dar gracias a Dios, porque el pesquero encalló con la bajamar, no sabemos si habría que dárselas al Dios de Livia, a Olibel, o al Dios de los cristianos, a Jesucristo. Pero gracias a que todo aconteció con una bajamar, se pudieron salvar todos porque pudieron abandonar el barco por la orilla de arena negra de la Muralla de Satán. A pesar de la ventisca Livia tambien salió a socorrer, con su túnica blanca y su diadema de cauris, una túnica que la lluvia pegaba a su cuerpo, convirtiéndola en una desalada Victoria de Samotracia, en una bellísima vestal, que encandiló a Gonzalo nada más verla, como una aparición en lo alto de aquel abrupto acantilado. También en la oscuridad iluminada por la mística luna, Livia reparo en el pecho sublime de aquel Apolo que había naufragado frente a su costa, a los pies del altar de su Dios. Aquella noche el rayo fulminante del amor, derribo de su caballo a Livia y le hizo ver la verdad, le reveló, que Apolo era humano y que su soberbio pecho era su nuevo altar.
No fue fácil, pero tan poco difícil, romper con los planes de sacerdotisa de Olibel, ni con el destino trazado por sus padres de mantenerla célibe, por egoísmo, por interés. Felipa y Marcelino se opusieron nada más saberlo a aquel amor descalabrado con un jardinero, pero como la pasión todo lo puede, ante el temor a que los separaran, una noche de luna llena y pleamar se fugaron, con el único ajuar de sus cuerpos y el anillo de olivino, que en su índice le indicaba a Livia que Gonzalo era su nuevo Dios.
lunes, 2 de diciembre de 2019
Miguelín Henríquez de Relumbrosa Vedate
Eran una familia de chalanes, trataban con ganado, con lana, con miel. Se dedicaban al oficio de intermediar.
Los días de las tragedias suele hacer sol, suelen ser días calmos, días serenos, días felices que la fatalidad viene a truncar.
Hacia sol, y nada hacía presagiar la tragedia, a nadie se le había pasado por la imaginación que aquel día tan radiante iba a desaparecer Miguel.
La casa de los Vedate, estaba en la plaza, en la plaza del consistorio, enfrentada a él. Era una casa solariega y blasonada, pero no era ni su blasón, ni su casa, la habían comprado a los Álvarez de Valparaíso, los Condes de Valdiez. La mala administración de su hacienda había convertido a los Valdiez en nobleza proletaria, al final de sus días en Villa Real, sólo conservaban el título y la casona. Y al final terminaron vendiendo la casona y emparentando con los Tornavaca y emigrando a Villasanz.
Los Vedate, empezando de cero se movieron de clase y treparon hasta emparentar con los Henríquez, primos hermanos de los Valdiez.
El hijo de Santa Vedate, desaparecio de repente, sin dejar rastro, sin que la guardia civil pudiera seguir pistas. se le perdía el rastro en la sala grande de la casona, su madre la mujer de Gumersindo Henríquez de Relumbrosa, había dejado al pequeño infante en esa pieza de la casa, que a través de dos galerías acristaladas daba a la plaza, lo había dejado allí mientras ella se ausentaba para ir a la cocina, lo había dejado jugando con un yaco gris, con Federico, que es como se llamaba el loro que compraron con la casa, un loro de linaje, que tenía la friolera de setenta años. El loro se lo regalaron a la antigua Condesa de Valdiez en su boda, y ahí seguía después de haber enterrado al Conde y a la arruinada Condesa. Su hija Matilde Remigia Fadrique Álvarez de Valparaíso, lo dejo en la casa cuando emparentó con los Tornavaca, no se lo llevo porque decia que habia cogido los vicios del servicio y era muy mal hablado y los Vedate lo adoptaron más por esnobismo que por caridad.
Miguel estaba parlamentando con el loro cuando desaparecio, desaparecio sin dejar rastro un uno de diciembre de 1922.
La benemérita, lo busco por todo el pueblo, se hicieron averiguaciones por si algún sacamantecas lo había raptado, por si era el rapto por dinero, por si pedían un rescate. Nada se averiguaba, se perdía el rastro en el propio salón y el loro aunque viejo, no contaba nada, salvo las vulgares frases aprendidas del servicio anterior. En el pueblo se corrió el rumor de que era algo de brujería, pues no aparecía ni en los pozos, ni en ninguna parte el niñito, era imposible ademas que hubieran sido ni los lobos, ni ninguna alimaña, porque no habían dejado rastro ninguno de sangre.
Dos meses estuvieron buscando al nieto del chalán, de Paulino Vedate, dos meses sin éxitos y sin avances. Dos meses que dieron en el pueblo para muchas especulaciones y cuentos. Santa, con este disgusto encaneció y se trastornó un poco más de lo que ya estaba y su marido el Henríquez se dio a las tabernas, a beber para olvidar, una respuesta muy ineficaz y muy masculina.
Y tras tres meses sin Miguelín, un dia tambien de sol cuando su abuelo se disponía a vender una tinaja de miel, se percataron entonces, al trasegarla a cantaras más pequeñas, que en su interior y boca abajo se había ahogado su nieto. El niñito no había salido de casa, no había rapto, ni nada, sólo dulce y triste fatalidad.
Amanda, La Marquise
Amanda fue musa de Estanislao Vinuesa, el pintor de Santos y bodegones, de Nuño de Azaba.
Aunque en su plenitud la belleza de Amanda, nunca fue captada por los pinceles del artista, si capto Vinuesa, el pérfido brillo de su mirada azul, la inquietante perdición de la alocada de los Cabeza de Vaca.
Las Virgenes de muchas alcobas de la comarca, tenían esos ojos maliciosos de Amanda.
Estanislao, como muchos otros, cayó en sus redes, pagando muy caras sus atenciones, su temperamento veleta y su inconstante interés, los estiajes de sus caricias.
Amanda Cabeza de Vaca, divina de por casa y guapa a rabiar, era muy inestable emocionalmente y en seguida afloraron en ella las patologías de su linaje.
El banquero Marat, tambien perdio su atinado seso por ella, su mujer Cecilia Calderón miraba para otro lado intentando no ver este affaire, pero era de dominio público que pasaban muchas noches en la suite real del Hotel Embajador. Carlos Enrique Marat, no tenía problemas con la dispersión de la joven, el sólo reclamaba de ella su parte del pastel, la atención tasada y pactada, algo que Amanda cumplía con demasía, por ser el banquero su principal benefactor.
Amanda vivía en la noche, repudiada por su familia por sus permanentes escándalos, pero eso no impedía que fuera invitada a casi todos los saraos de Nuño de Azaba. Era díscola musa de provincianos poetas, favorita de comerciantes y terratenientes. Era una perdida, que vivía colmada de caprichos por los que de ella recibían atenciones.
Vivir de prisa, fuerza a exprimir las horas, a aprovechar un tiempo que para todos es el mismo, pero que el vicio y la locura apuran, robando horas al sueño, al descanso, sus días eran enormes, le daba tiempo a hacer de todo, estaba en todas partes, de modo intenso. Días prolongados por obra y gracias de los fármacos y narcóticos a los que tenía acceso a través del boticario y del mundo del hampa del Puerto de Azaba.
Sus noches y sus días, sus fiestas y sus farras, eran sonadas y cuanto más sonadas más expectación levantaban, más moscones en torno a ella, más circo y más locura.
En los locales de altas horas, donde solía llegar con una pléyade de afines, la conocían como La Marquise. Amanda y su loca estética, sus estolas de zorro, de plumas de marabú, sus ojos ahumados con khol, su piel nívea y sus labios de carmín.
- "El dinero es un buen siervo, pero es un mal maestro"
Le dijo un día Alfonso Ullate a la divina Amanda.
- Te has acostumbrado a las cosas fáciles y no siempre las tendrás.
Y ese declive llegó, y llegó mucho antes de lo imaginado, llegó y arrasó.
La Marquise, se dejo monopolizar por un partenaire, de su talla, similar en correa y vicios a ella, pero más listo, un compañero que fue creciendo a su sombra y terminó por eclipsarla.
Terencio Ulbricht, era arrebatador, felino, ebúrneo, grácil, un mulato manipulador curtido y surgido de los arrabales, que la exprimió a su antojo, trazando a su costa una red de relaciones y dependencias, se conbirtio en un atractivo conseguidor, que penetro hasta en las capas más altas de la sociedad de Nuño de Carpio. Él era el que le conseguía a Amanda todo lo que su frágil y divino cuerpo pedía, demandaba, para que siguiera la fiesta, la incesante marcha. Su cara de angelical Luzbel, empezó a resentirse de los estragos y comenzaron a aflorar las manías de su sangre, las impertinencias y las salidas de tono. Y fue Terencio el que para mantenerla docil y calmada la inicio en la heroína, el placentero estado de limbo en el que entraba fue apagando su felinidad.
Así comenzó a diluirse, a dejar de lucir su ímpetu alocado, su desparpajo y su regia ralea.
Y una mañana apareció tirada en el frío mármol del baño de la suite real del Embajadores, tirada y envuelta en su estola de zorro plateado, con sus ojos ahumados y azules, abiertos y mirando al cielo, a la lámpara de centelleantes cristales.
Su entierro fue privado, parco, por deseo expreso de su familia, la velaron a puerta cerrada en la casa palacio de los Cabeza de Vaca y la enterraron en la intimidad en su panteón hidalgo del cementerio de San Sebastián de Nuño de Carpio.
Pero la devoción no termina con la muerte, y el pintor de Santos y bodegones, pagó y a la noche siguiente la desenterraron, con sigilo, sin hacer ruido, sin dejar huellas y la llevaron a la clínica de Honoré de Sue, que era un médico obsesionado con la embalsamación, con los distintos sistemas que existían para preservar cadáveres, para impedir que se corrompan los cuerpos tras la muerte. Aunque estos métodos para ser muy eficaces requieren de la inmediatez, y el cadáver de la bella Amanda llegaba tres días tarde. Al examinarlo el doctor Honoré, vio que el hecho de haber llevado una vida tan disoluta, había ralentizado la incipiente descomposición, era un cadáver envenenado.
La bella diva, estaba desnuda, lívida, sobre la mesa de las disecciones, el doctor empezó a bombear por sus arterias una mezcla de formol, acetato y cloruro de aluminio, y así la dejó en reposo impregnada desde dentro y vendada con gasas ungidas en esta solución y parafina, dos días con sus dos noches.
Ni que decir tiene que el doctor Honoré de Sue, era muy aficionado a estos trabajos, de hecho realizaba encargos de momificación y taxidermia para aristócratas y pudientes, para sus gabinetes de curiosidades, gabinetes secretos, porque estas atrocidades estaban penadas por la ley y la moral católica imperante.
Amanda estaba siendo convertida en reliquia inmortal de una belleza desordenada y gloriosa. Curiosidad de un gabinete onanista, de un coleccionismo insano, musa eterna de un pintor provinciano y de provincias, que quería poseerla en exclusiva, siempre, fruto de una mal saciada pulsión.
El doctor Honoré de Sue, inyectó en el sistema arterial una emulsión de parafina y sebo de oveja fundido, para preservar los tejidos de la descomposición, para salvar de la irremisible pudrición un cuerpo maltratado por su moradora, un cuerpo que rindió y fue rendido, un bello envase que con aquellos ojos azules y vítreos había perdido su fatalidad, y habia mutado como mutan los recuerdos almibarándose en la frágil memoria, que acomoda el pasado a la conveniencia del narrador que lo decide rememorar.
domingo, 1 de diciembre de 2019
El islote
Su vida siempre había estado acunada por las olas del mar. La brisa del mar había sazonado su temperamento y su rostro moreno, dorado por los vientos que soplaban en el otero donde estaba ahora su casa.
Era un solitario, un rudo receloso y frágil, que tenía miedo al amor, a la compañía, a la cercanía, al roce. Era un ermitaño encerrado en aquel cerro rodeado de mar, de acantilados como murallas que impedían la llegada del invasor. Sólo un estrecho istmo le unía a tierra, un puente que no podía izar , sólo una valla cerraba el paso al continente, una portera para que no escaparan sus ovejas.
Eran muchos los curiosos que llegaban hasta su puerta queriendo entrar en su reducto de tranquilidad, eran muchas las veces que los tenía que parar y explicarles que era una propiedad privada, que se fueran a husmear a otro sitio.
La paz nunca es completa, ni siquiera en los lugares más inaccesibles, lugares que generan en algunos más curiosidad aún por su inaccesibilidad.
Zacaría, vivía allí para aislarse del mundo, fue una decisión que tomó tras morir su madre, pero él seguía teniendo una casa con cobertizos y terreno, en el continente a un kilómetro del islote. En el islote sólo tenían una pequeña casa de aperos y un corral para ovejas para encerrarlas cuando pastaban allí. Él había ampliado la casa hacía muchos años cuando creía que el amor traía la felicidad, cuando creó allí el hogar que durante cuatro años compartió con Marian.
Pero el amor como el mar es voluble y tiene mareas, unas veces sube y otras baja. Unas veces te lame y otras te cerca bravo y con violencia. Así también fue el amor de Marian, tierno y manso cuando eran novios, acunador cuando fue madre y violento y colérico cuando ella así lo quiso.
Después de esos dos años, Zacarías volvió al continente a la casa de sus padres a trabajar allí, ya no tenía sentido estar en el islote, eran muchos los recuerdos y olvidar requería irse de allí.
Hasta regresar a la casa del islote pasarón veintisiete años, y fue después de la muerte de su madre, su padre había muerto siete años antes.
De las tragedias uno nunca se repone, uno sólo las asume, las aísla, las anacara, como hacen las otras con los cuerpos extraños que las irritan, cubrirlos de orientes de nácar, para hacerlos desaparecer bajo los irisados brillos, trasmutando el dolor en proeza, en idealización, en alhaja.
fueron sus padres los que soportaron su exacerbada personalidad los primeros años del regreso, la cólera contenida, que a veces se desbocaba, el arador de la sarna que vivía en su corazón, el frío en el alma.
Fueron muchos días de paseos frente al mar para que su brisa secara el dolor de sus ojos, y los encalleciera con su sal.Muchos días de lluvia en los que salía a llorar con la tranquilidad de que nadie lo iba a ver. Se instaló en su pecho la piedra dolor y tuvo que anacararla, para seguir viviendo. Sus padres y cuidarlos fueron su distracción , las ovejas, su perro, el campo su forma de entretener las infinitas horas.
Jamás comprendió lo que había hecho Marian, nunca entendió que en sus ausencias en la mar, buscara a otro, que se lo ocultara, y que para sentirse libre hiciera lo que hizo.
Cuando al año de estar allí, en la casa del otero desde el que se veía todo el mar, se quedó embarazada, le estallaba el pecho de felicidad, cuando llegó su hijo, fue el hombre más pleno del mundo, y creyó que ella lo era, parecía que lo era. Y no había pasado un año del nacimiento del pequeño Zacarías, cuando ella cambió o él percibió entonces sus cambios. En sus largas ausencias en la mar, para traer dinero, ella ya no quería quedarse en la casa, se iba al interior, a casa de su hermana, una mujer que a él nunca le gusto, amiga de marineros y de ir al Puerto de Bravuras, a las tabernas. A Zacarías, no le gustaban esas estancias, pero lo entendía, la quería tanto, quería tanto a su hijo, que todo lo entendía.
Le llegaron rumores, a su madre, a su padre, a él y no los quiso oír, y cuando los quiso oír, era muy tarde, demasiado tarde, irremediablemente tarde.
En su última salida al mar, cuando volvió ya no estaba allí, la busco en casa de su hermana y esta le dijo que se había ido el día antes. Y él le dijo que en la casa del islote no estaba, y que no estaban tampoco sus cosas, y que las del niño, las de su hijo si estaban.
Ella le dijo:
- Te lo he dicho ya, aquí no está, no sé nada, es muy tarde, buscala en otro sitio, quizás vuelva a casa mañana.
A Zacarías eso no lo tranquilizo ¿Porqué se había llevado sólo su ropa?
La busco por las tabernas del Puerto de Bravuras, fue a casa de sus padres en el arrabal de Boletes, y no sabían nada ni ella, ni de su hijo. Le dijeron que hacía muchos meses que no la veían.
Cansado se fue a la casa del islote a esperar que llegara la mañana para seguir buscándola o por si aparecía por allí.
El amanecer llegó, había dormido vestido, no quería perder tiempo, se calentó un café, lo tomo de pie y salió a buscarla, volvió a casa de su hermana que lo recibió con cajas destempladas, y le dijo que no sabía nada, que no estaba allí, que fuera al puerto a preguntar. Esta vez sí le dijeron que la habían visto con un marinero y que no era la primera vez. Pero que no le podían decir más, porque no lo sabían. Fue el dueño de la Taberna del Francés, el que se atrevió a contárselo, le dijo con una cierta sorna y a la vez tristeza:
- Zacarías, el cornudo suele ser el último en enterarse.
Al menos ya sabía algo, pero donde estaba su pequeño Zacarías.
Fue la casa familiar a ver a sus padres, sus padres nunca vieron con buenos ojos a Marian, su parentela tenía muy mala fama, pero que iban a decirle a su hijo, si no iban a conseguir nada.
A la mañana siguiente la cruda realidad le estalló en la cara. Era temprano cuando le aporrearon la puerta, era una pareja de guardias. Le dijeron, que si podían pasar. Le dijeron que se sentara, le explicaron lo que habían encontrado en la playa, al lado del istmo, unos mariscadores.
Zacarías se echó las manos a la cabeza y se puso a llorar como un niño, los guardias estuvieron a punto de llorar con él. Era muy duro ver a aquel hombre como un castillo, desmoronado ante ellos, por la brutal crueldad de una mujer que para volar libre había lanzado a su hijo al mar desde los acantilados del islote, había matado al fruto de su vientre para zorrear, para escaparse con un marinero que conoció en la taberna del Francés.
Consuelo Solis de Almenara
Cuando un amor te rompe el alma al comenzar a vivir, no hay consuelo, el dolor es un mar inmenso sin orillas, un mar frío en el que no sabes hacia donde nadar, y agarrotado, y herido esperas, y esperas un milagro, una mano que te salve y te saque de allí.
Consuelo, se sentía así con aquella herida que la desangraba y la hacía blanco de rumores en las calles, incluso en la puerta de su casa. La belleza no todo lo puede, y su belleza serena ganó la primera batalla, pero perdió la guerra y la perdió traicionada.
Se podía perfectamente haber repuesto de aquel envite de la vida, podía haber asumido la derrota de otro modo, porque mejor traicionada a las puertas de tu boda, que traicionada después de ser desflorada, por un embaucador mezquino con cara de ángel y porte de Apolo.
Pero la juventud es así, lucha a pecho descubierto, ama sin coraza, brinda al amado el vulnerable corazón en una delicada bandeja de plata.
La desconsolada Consuelo, se encerró en la casa de la Calle Ancha, tras las celosías de su gabinete, a desbordar su ajuar, a deshacer el primor, la ilusión y la galanura de las blancas sábanas que vestirían su tálamo.
Un año había pasado desde la traición, todo se había atenuado, la salvación llegó del impuesto encierro, de la clausura que como una crisálida transmuto la serena belleza de Consuelo,en belleza sublime. Un año sin que la viera nadie y menos aún sus traidores. Reapareció en el Teatro Principal, en el estreno de Rinaldo de Händel, fue sola, despojada de todo mundano aderezo, un vestido de terciopelo la cubría por completo, salvo sus regias clavicular y su largo cuello. Su rostro de una palidez transparente y exquisita, nimbado de su melena de fuego, transmitía victoria, la plácida victoria que sólo saben trasmitir los que han sufrido derrotas y renacidos lucen con la altivez de las depuras cumbre de nieves perpetuas. Arrebataba su místico star a todos los que con pena y conmiseración hablaron de ella, a los que adornados de estridencias querían brillar en aquel desfile de vanidad. Apareció sola, atravesó el vestíbulo del teatro y subió las escaleras, inaccesible a los susurros de los que se apartaban dejandole paso, fue a su palco, al palco de su familia, allí estaba su hermano Daniel, el joven y adolescente heredero del Marquesado de Uzbeke.
Esa noche Chelo, como la llamaban en los círculos de las relaciones convenientes, no sólo volvió a la sociedad de Portocarrero, sino que esa noche acababa de comenzar su largo reinado.
Hay que verse morir, para resucitar. El frágil exterior de Consuelo encerraba un alma curtida de acero, una pétrea coraza, que la hacía inalterable, cara e irrompible porcelana, diamante de destellos infinitos, que eclipsa y corta. Ella abandonó su crisálida para volar libre y hacer sombra, para herir, para reinar humillando a los traidores que habían hecho astillas cuando ella era un árbol caído, un soberbio cedro que acababa de renacer.
La luminosidad de Consuelo era una bella trampa para cazar estupidos cazadores, Apolos que habituados en ganar guerras, perdían con ella la cabeza y las batallas.
El Resquemor de la traición de su Apolo, ese que la dejó al borde de altar, ese que la humillo, y la catapultó a este gélido estar de nieves eternas, de belleza inalcanzable, de malignidad.
- En las álgidas cumbres nunca pueden habitar dos, es una peana caprichosa que exige el peaje de ser célibe, las cimas sólo quieren divinas vírgenes, y eso soy yo, trofeo de dioses.
La hija de los Marquese de Uzbeke, con sus dotes de Sibila y su capacidad para manipular y enredar se convirtió en imprescindible en los salones de Portocarrero. Era centro de atención en las tertulias prediciendo amores, prediciendo dramas y hasta muertes. Así en este juego de sugestiones, fue generando adeptos, hasta crear su propia tertulia y su propio circulo, en los salones del Palacio de los Uzbeke. Se empezaron a arremolinar en su casa quienes era alguien y sobre todo quienes querían serlo. Y Consuelo como diosa de esa cosmogonía, empezó a realizar negocios, con prestamistas y banqueros, arruinando a unos y enriqueciendo a otros con el único norte de trastocar fortunas y vengar a los que de ella se rieron.
A su querido Apolo, le dió un poco de cuerda, no quería que fuese su primer bocado, dejo que la observará, que sus ojos vieran lo que había despreciado, que viera el deseo de los otros, la nube de aduladores que acudían alrededor de su melena de fuego, a beber en el verde esmeralda de sus ojos glaciales. Dejó que la deseara, que volviera a sentir lo que por ella sintió, hasta que en su camino se cruzó la traidora de Lucía Requejo, la amiguita del alma que la apuñaló por la espalda y la escarnio y la convirtió en la comidilla de Portocarrero.
La venganza, plato frío que llega y no sabes quien te lo sirve y manda, comenzó por arruinar a los padres de su Apolo, perder la fortuna, nos suele hacer muy desafortunados, perder la fortuna nos cierra muchas puertas, nos deja en la calle, nos pone a merced de todos los que nos han envidiado.
No fue difícil hacer que perdieran casi todo, Don Aniceto Salobre, era su principal acreedor y comía de la mano de la Sibila de Chelo, sólo tenía que decirle que ejecutara los pagarés y eso hizo, con la consecuente sucesión de acontecimientos nada favorables para los Urquinaona. Fue la propia Consuelo, la que a través de un testaferro compró tiradas de precio las joyas de la mamá del Apolo, unas joyas que por supuesto no se iba a poner, y que si se hubiera casado Apolo con ella, hubieran terminado siendo suyas.
No era exactamente placer lo que sentía la Solis de Almenara, al cobrar deudas del corazón y del alma, no era placer, porque la venganza es gélida, era como añadir más nieve a la glaciar cumbre de ensimismamiento de sus nieves perpetuas. Era aislarse más, hacerse cada vez más fría e insensible.
Apolo y su preñada esposa, vieron muy menguado su estatus tras verse obligados a vender sus papás el palacete de la Calle Ancha y trasladarse a vivir a un piso grande y burgués, que no es lo mismo, obligados a compartir escalera, con los que tanto habían hecho de menos, obligados a prescindir de palco en el Teatro Principal, y de casi todo el servicio. Que dramática es la vida cuando el drama te toca vivirlo en primera persona.
Lucía tenía amigas, amigas que ahora le daban de lado por que había retrocedido en la escala social, amigas que cuando Apolo la traiciono a ella le hicieron el vació y se rieron de su drama, a esas les tenia su divertido drama, y que Chelito tenía muy claro que no les iba a hacer ninguna gracia.
Con remitente anónimo hizo llegar a las casas de todas ellas unos ricos presentes, consistentes en productos de belleza, en sales, en polvos de arroz, en cremas blanqueantes para tener la piel como el nácar. Todas los probaron, se acicalaron con ellos y padecieron al dia siguiente una erupción muy virulenta parecida a la viruela, que cuando despareció les dejo la cara llena de cacarañas, por supuesto que corrió la voz a través de sus compradas alcahuetas que había sido Lucía, la que les había mandado estos presentes al sentirse por ellas despreciada.
Ahora tras tener ya dos orejas, le faltaba cortar el rabo pra culminar bien la faena y dar la vuelta a la plaza. Y nunca mejor dicho lo del rabo.
Apolo, Tomás Urquinaona, seguía siendo un poco fanfarrón y aunque había perdido posición seguía saliendo de tabernas, y era en esos lugares donde la Solis de Almenara, tenía programada la última parte de su venganza, salía a beber y es noche iba beber y iba a beber de lo lindo, hasta perder el sentido, infiltrar en su grupo un camarada era fácil, como es fácil comprar voluntades, el dinero todo lo compra, y a ella le sobraba, dinero llama a dinero, poder atrae más poder. El compinche de Chelo, sabía lo que tenía que hacer, terminar solo con él y llevarlo al lugar programado.
En la última copa en la taberna de La Colosal, regentada por Cocot, tugurio de última hora, debía drogarse, nadie se percataría pues era normal que muchos, con las imponentes curdas, perdieran el sentido. Así ocurrió, que Tomás, perdió el sentido y fue llevado por Cipriano Lucaférry a la consulta de Don Enrique Bravo Munguia, donde todo estaba preparado para una emasculación, tras realizarla, lo trasladaron otra vez a los cuartos altos de La Colosal, allí lo metieron en una cama con una travesti llamada Silvana, para que cuando despertara se encontrara con ella. La Silvana era muy conocida en Portocarrero, porque estaba muy bien dotada y solía follarse a muchos ricos pervertidos de la ciudad.
Cuando Apolo despertó con un enorme dolor en la entrepierna y una sensación de enorme sequedad en la garganta, palpo al que dormía a su lado y vió a La Silvana, grito como un poseso, pero no le sirvió de nada porque ya no podía recuperar en trofeo que le habían robado, y era mejor gestionar este asunto con discreción, porque no era conveniente para él, que en la urbe trascendiera que entre las piernas ya no tenía nada.
Y así fue, como Consuelo Solis de Almenara, hija de los Marqueses de Uzbeke, se cobró los desprecios que hicieron a su tierna candidez y al corazón que entregó por amor, al bandido de Tomás, para que este lo pisoteara.
Nunca se casó, jamás perdió la virginidad y nunca dejó de ser ni Sibila, ni Reyna de la clasista sociedad de Portocarrero, y nunca exhibió en público que ella era la artífice y urdidora de todos estos dramas.
sábado, 30 de noviembre de 2019
Eusebia
Cuando has olvidado los días felices, el sol en el patio trasero de tu casa, cuando el negro es el color de tu vida.
Eusebia, se miraba las manos, sus huesudas falanges, sus venas abultadas y azules, su piel pálida llena de manchas.Llevaba tres años esperando que la muerte viniera a buscarla, que la luna llena borrara todo y esparciera su polvo por las estrellas. Esperaba, rodeada de iguales en desesperanza, de amigos de los últimos días, de los que olvidaba todos los días su nombre, amigos aparcados como ella, en aquel lugar de frases amables y vacías, de palabras melosas que enmascaraban la hiel.
Que era Eusebia en aquel bullicio de quejidos y de súplicas y de retahílas de recuerdos y de cuentos que unos y otros te contaban:
- Yo tengo dos hijos, y uno es médico.
- Yo tengo tres y una hija, viven fuera, hace tiempo que no los veo.
Afectos que no tienen tiempo, que viven con prisas, en casas pequeñas, con mujeres maliciosas que no te quieren cerca.
Eusebia, no tenía hijos, ni marido, sólo tenía un perrito, que desde que entro aquí no ha vuelto a ver, uno de sus sobrinos, el que le lleva las cuentas, dice que está en su casa, pero nunca lo trae.
- Yo no tengo hijos, sólo he tenido perros, fieles perros, pero aquí no me dejan tener a Blanquita, mi perrita querida, y no saben lo que la necesito y recuerdo. Esta con mi sobrino, pero en tres años nunca me la ha traído, dice que está bien, y no sé si creerle, porque me he vuelto una vieja triste y descreída.
Los jóvenes vienen a estas cárceles, pensando que ellos nunca serán viejos, que nadie los aparcará, pensando que lo que están haciendo, nadie a ellos se lo hará.
Eusebia, odia comer, come muy poco, no come casi nada. Ella suele decir que la comida de aquí no le sabe bien, que está fría, que es mala.
Veinticuatro horas tiene el día, veinticuatro largas horas, veinticuatro horas casi iguales, aburridas, cansadas. Todos los días son casi idénticos, ya ni nota las estaciones. Vivir aquí es ver la vida a través de un ventanal, la vida de un jardín sin gente, sin bullicio, sin perros. No es ver la vida es esperar la muerte.
Eusebia, tiene anemia, come como un pajarito, duerme muy ligero, cuando se desvela cuenta copos de nieve, y sueña despierta, insomne con la nieve de su casa, con la Navidad cuando era una niña, con el blanco de Blanquita, de su perrita que su sobrino nunca le trae.
Eusebia espera y está cansada de esperar, porque nada pasa, salvo que unos llegan y otros se van y ya no vuelven. Y ella se pregunta si se habrán ido a su casa, porque nadie dice nada cuando estos se van.
- Como un pajarico comía Eusebia.
Le dicen a la señora nueva que acaba de llegar.
- Como un pajarito, pero se ha ido ya.
La mujer del Sargento
Los placeres negados son más placenteros, los placeres que se demoran, los que requieren de alambicados trámites, los que ocurren a escondidas.
Saltaban chispas cuando se miraban, cuando la buscada casualidad permitía que se rozaran sus dedos. El amor muda, cambia, tiene con mucha e interesada frecuencia, mucho de conformismo, mucho de conveniencia. Somos nosotros mismos los que nos convencemos de que debemos amar al conveniente. Pero el amor establecido no borra el deseo, es el deseo el que emborrona el amor prudente, el que ofusca y rinde, el que vence.
El placer es inconveniente, inoportuno, no obedece a proyectos, es una fiera que hay que domar, es amarga dependencia, es la cara oculta del que alardea de que es fiel, del autosuficiente, del honesto.
Ni las torres más altas se libran de tener fisuras.
No existe la fidelidad, sólo existe el miedo a ser infiel. El miedo a perder lo conveniente y lo inconveniente, el miedo a quedarse en el tránsito, en la vereda que no cría hierba, que va de uno a otro lecho.
Nadie hubiera imaginado, ni en la más alocada de las cábalas, que Marcela engañaba a Don Lucas, al Sargento del cuartel de Carpio de Mequinenza, y que no lo engañaba con un guardia, ni con uno de las clases sociales que ella frecuentaba, lo engañaba con Mateo, un quinqui al que su marido le tenía muchas ganas.
Mucha planificación y mucho sigilo requería aquel indómito placer, mucha cautela y silencio.
Mateo era de la familia de Los Comadrejas, se dedicaban a robar ganado principalmente, pero no hacían asco a nada que se les pusiera por delante. Don Lucas le tenía ganas porque aunque sin pruebas y sin ninguna certeza le hacía responsable de la cojera de un chaval, de un joven guardia, que perdió una pierna de un tiro, cuando intentó impedir un robo en casa de Frasquita la Siesa. el muchacho frustró el robo, pero del disparo de escopeta perdió la pierna. Mateo estaba detrás del tiro, pero sin pruebas y con testigos que lo hacían en otro sitio, era imposible que pagará por el delito. Fue así cómo se conocieron la mujer del Sargento y Mateo, en sus idas y venidas al calabozo, en las tomas de declaración en el cuartel, allí se vieron y allí se prendaron y de aquellas chispas el gran incendio.
En los cuarteles de pueblo, todo es cercano, de ese modo era Marcela la que les hacía la comida a los presos, vivían en el cuartel y eran unos cuantos cuartos más atender aquella tarea. Y entre los platos que van y que vienen y el roce de los dedos en las entregas (roce discreto porque no estaban solos en estas idas y venidas, siempre había un guardia, custodiando con celo a Mateo) surgió el indómito deseo.
Entre las paredes del cuartel no hubo nada entre ellos, tuvo que pasar más de un mes hasta que se volvieron a ver. Se encontraron en el autobus de linea, el iba sentado muy atras y ella se sentó delante. ambos iban a la capital, a diferentes asuntos, ambos tenían sus recados para ese día, y ambos tras salir del autobús y seguirse, olvidaron sus quehaceres y se centraron en el insatisfecho deseo, pulsión pendiente que reclamaba su quehacer. Más bien fue Mateo siguió a Marcela que se dejaba seguir, terminaron en una pensión en la Plaza Alta, en el barrio marginal de Orinaza, fuera del alcance de las miradas del pueblo, y allí encerrados hasta la justa hora del autobús de la tarde, Investigaron sus cuerpos, se amaron con furia, con violencia, se husmearon como fieras.Y allí vio claramente Marcela, lo que era tener hombría, gozar con un hombre, calmar un hambre que ni sabia que tenia, y sintió que en los gemidos que se le escapaba el alma y que en las embestidas olvidaba quien era y que su conveniente vida de casada era vulgar monotonía, ridícula y aburrida farsa.
Unas horas de placer ponen en jaque todo un proyecto de vida, cuestionan la infelicidad que genera rendirse a la sensatez, generan un terremoto que derriba el castillo de naipes de nuestra ramplona posición social.
Mateo era un delincuente, era un ratero, era el que había pegado un tiro en la pierna a Esteban, el joven guardia que ya no tenía futuro en el cuerpo, que ahora era un lisiado, un joven cojo y sin el porvenir que tenía programado. Esteban, era el favorito de Lucas, era su niño, su pupilo predilecto, lo fue desde que llegó. Por eso le tenía una enorme inquina a Mateo, había desbaratado los planes del muchacho, lo había desgraciado antes de que tuviera una novia, antes de que se casara ¿Qué partido era ahora Esteban? ¿Quien se casaría con él, por caridad?
La locura es ciega y no entiende de barreras, cruza mares y badea infiernos. Marcela se abrasaba en las ansias de repetir la jornada en la pensión, pero era tan difícil encontrar la oportunidad, coincidir con aquel delincuente, que de sólo pensar en él, se azoraba.
En la segunda vez, tambien intervino el destino, porque no tenían a nadie que les hiciera de Celestina, con lo cual todo era mucho más dificultoso. Era San Andrés, fiestas en el pueblo de al lado, allí, en Belicias, no había cuartel, sólo un puesto de guardia, ante la previsión de jaleos se tuvieron que ir dos parejas. Y Lucas estaba en una de ellas, salieron temprano para ir a la misa y volverían muy tarde, después de la verbena. Haciendo guardia en la puerta del cuartel de Carpio, quedaron a Salustiano y Blas.
Nada más salir su marido, se arregló Marcela y salió a la calle con la excusa de comprar huevos y unas bobinas de hilo, recorrió el pueblo esperando toparse con él, y lo encontró. En Carpio ese día había poca gente, estaban en las fiestas de San Andrés, ni siquiera estaba abierto el colmado de la Dolores. Se vieron y él a distancia la siguió hasta la iglesia, ella entró, y Mateo tras controlar que no había nadie entró también, ella estaba delante del altar de San Antonio, la verdad es que había elegido un buen altar. Mateo viendo que estaban solos, le dijo que lo siguiera. El ratero abrió la puerta de las escaleras del coro, ella pasó y él tras ella, cerrando la puerta. Subieron hasta el campanario y allí el que había sido monaguillo cuando era un muchacho, le dijo:
- Por esa puerta se entra a los desvanes, al camarote que hay sobre las bóvedas, aquí de chicos nos metíamos a fumar, en este sitio no nos va ver nadie.
Cerro Mateo la puerta de aquel palomar y se lanzó sobre ella, levantándole la falda y bajandole las bragas comenzó a besarle toda su entrepierna, mientras ella gemía como un agónico perrito, gemía y gemía, Marcela creía morir de placer. Y llegado su turno, hizo ella lo mismo con él, haciéndolo bramar, y lamiendo el derroche de vida que brotaba de su regia verga. Tras reposar de aquel desenfreno, le beso en la boca, sellando tan placentera alianza.
Mateo, se sentía vivo, se sentía poderosos tras estos episodios de placer a hurtadillas, pero tenía que buscar un emisario que celestineara en esta calentura, porque no podían comunicarse y las ocasiones no pintaban fáciles sin una mínima planificación.
Lucas, nada sospechaba, el Sargento estaba a sus asuntos, devaneado con sus guardias. Para él casarse era un paso lógico en la vida de un hombre, pues todo hombre necesita una mujer que le lleve la casa. El amor que el sentia por Marcela era necesidad, nunca mostró demasiado afecto por ella, ni le reclamo a ella tampoco afectó, sólo era un contrato, ella era su mujer y tenía que estar. No tenían hijos, no habían venido, Dios no se los había mandado.
Lucas, no era un hombre fogoso, su virilidad era un poco deficiente, se casó con Marcela porque era la solución a su vida en ese momento, era el salvoconducto para salir de su casa, habían sido tabla de salvación el uno del otro. El salia de las faldas de su madre y de su dominante padre, y ella del circulo de miseria de su familia.
Marcela no era de Carpio de Mequinenza, era de Cambroncino, una pequeña alquería hurdana. Marcela era una joven que se casó con un guardia porque eso era mucho mejor que servir o quedarse en el pueblo para vivir la misma vida había vivido su madre. Y ante ese panorama, ella prefirió volar.
Los engranajes de la pobreza sólo los conocen los pobres. Marcela se acomodo a vender su belleza y su docilidad al Don Lucas, el Sargento, porque desde su punto de partida a poco más podía aspirar.
El deseo llegó para quedarse, llegó para trastocar planes, llegó para llenar de brumas el presente de Marcela, para que arraigara en ella el germen de que siempre el destino nos depara algo mejor. Y la verdad es que no sabía si era mejor, pero lo que sí era, mucho más gozoso.
Mateo, convenció a Fidel, para que hiciera de correveidile, para que llevara recados, para que organizara encuentros. Fidel era un alfeñique, era un sarasa del barrio de Mateo, era amigo suyo de la infancia, había sido monaguillo como él, con Don Baltasar, el curita rojo. Con el curita que alquiló una casa para que se reunieron los muchachos y les compró, cuando transmitieron la boda de Balduino y Fabiola, un televisor para que estuvieran entretenidos y no se dedicaran a las travesuras, tambien compro para la casa un futbolín. Duró poco Don Balty, como lo llamaban los chavales, duró poco por las quejas de los ricos, por la carta que dirigieron al obispo acusándolo de comunista.
Desde esos años eran amigos, amistad afianzada en la marginalidad, el uno era un bujarrón que organizaba orgías para los ricos que echaron a don Baltasar y el otro un ratero que robaba los cuartos a esos mismos ricos.
El desempeño del zascandileo de Fidel, posibilitó muchos y discretos encuentros, y fue en esos encuentros donde Marcela y Mateo fueron organizando lo que a priori parecían imposibles, organizaron un futuro imperfecto, un futuro de pasión, huir ambos de las cárceles en las que vivían, empezar de cero, volver a empezar.
En Carpio, había una fábrica de harina que tenía doscientos trabajadores, La fábrica pertenecía al Gobernador y por esas licencias que se toma el poder, cada principio de mes llegaba al cuartel para ser custodiado una noche en la caja fuerte, los salarios de todos los empleados, ello era algo que sabían muchos, pero claro como iban a robar en un cuartel.
Fue Mateo, quien inoculo esta idea en Marcela, idea que Marcela compró, pues vio en ella, la posibilidad de comenzar de nuevo, de huir a Portugal con el importante botín, de partir en barco a Madeira y comenzar de nuevo allí.
La mujer del Sargento era pieza clave en todo este plan, pues sin ella nada era posible, ella dormía junto al custodio de la clave de la caja fuerte, y podía abrir la puerta del cuartel desde dentro para sacar aquella morterá de dinero.
Lo iban a hacer todo el veintiocho de diciembre, día de los Santos Inocentes, esa noche. Desde el 27 El dinero estaba en el cuartel, Fidel ya se lo había transmitido a Mateos. Ahí entraba Marcela en acción, que ya tenía el código de la caja fuerte que estaba en un despacho que daba al patio. Ella primero drogaría a su marido con un potente narcótico que le habían dado, cogería la llave de su bolsillo y desvalijaría la caja. Luego saldría por la puerta trasera del cuartel, que se abría desde dentro y saldría a un olivar y atravesándolo a oscuras se dirigiría al encuentro de Fidel y de Mateo, que esperaban en el Callejón de los Judíos, un callejón nada iluminada donde salvó a follar nadie iba a esas hora.
Marcela cumplió su parte y mientras en la torre de la iglesia sonaban las doce, llegó al callejón.
En la negrura de la noche divisó a Mateo y corrió hacia él, fue su último abrazo, porque a la mañana siguiente, entumecida despertó sola, desorientada, dolida y con la quemazón de una traición que no supo ver.
viernes, 29 de noviembre de 2019
Cleofé Torres
La soledad con demasiada frecuencia no aviva el ingenio, genera torbellinos, vórtices que engullen la paciencia de resignados que desde la caridad aguantan la vacuidad de los estúpidos detalles, la magnificación de lo somero, de lo rasante, de lo insignificante y mondo.
Cleofé nació necia, creció entre sandeces, y maduro y macero inculcadas necedades.
Ella seguro que jamás lo oyó en su casa, porque no eran muy de reflexionar los Torres, "hay gente que nace para ser monda, gente que tiene existencias vacuas, gente que ocupan un sitio, pero nada más."
Era lechosa, floja, blanda. Nadie la estimo, nadie la reclamó, virgen se murió. Fue, como su abuela, estanquera, si uno pensaba en ella, siempre la imaginaba allí, sentada en la mesa que tenían arrimada al ventanal, moviéndose poco o nada, porque era muy frecuente que te dijera:
- Cógelo tú.
Habitualmente te atendía Pilar, que aunque estaba en la cocina, que era un cuarto contiguo a la sala del estanco, salia siempre que entraba o sentía a alguien. La Señora Cleofé, que es como la llamaron con el correr del tiempo, vivía allí, comía allí, merendaba allí, hacía solitarios a las cartas allí, rezaba el rosario, antes con su abuela y ahora con Pilar, allí. Era impensable entrar en el estanco y que no estuviera allí. Imaginamos que no dormía allí, pero a saber, porque cuando cerraban el negocio, cerraban el ventanal y no sabíamos ya que ocurría allí.
Todo era inane en Cleofé, hasta su narrativa barata con todo lujo de detalles inútiles, era experta en narrar segundo a segundo sus absurdos días de inacción, en contar como alguien compró unas cerillas, o compro unos sellos y como se los envolvió Pilar, en un trozo de periodico, un trozo del periodico que ella tenia en la mesa, que no era un periodico del día, ni de ayer, ni de antes de ayer, ni de antes de antes de ayer, era de más atrás, más viejo, vamos que no servía para nada, claro, salvo para eso y para trocearlo y ponerlo en el retrete.
Cleofé salía tan poco de ese estanco que aunque el negocio estaba al lado de la Plaza de la Iglesia, no iba a misa, por vagancia, pero lo justificaba por que tenia que atender el estanco, lo que si era cierto es que abría por las mañanas, a las ocho y cerraba según el día entre las ocho y las nueve de la tarde, comían y vivían allí, ella y su abuela y luego ella con Pilar. No iba a misa pero, Don Genaro le llevaba la comunión los domingos, y se la llevaba porque le dejaba casi gratis el tabaco.
En el estanque de desidias del pacato pueblo, ella tenía su nicho, su parcela de autosuficiencia legada, su servicio y rentas, rentas mondas pero al fin y al cabo rentas.
Era evidente que no iba a cambiar el mundo, ni de ella dimanó cambio alguno, lo heredó y como tal lo heredó pero más degradado lo dejó. A ninguna meta aspiro, ningún objetivo, ningún sueño. Se limitó a vegetar en su sillón de enea, arrimada a aquella añosa mesa camilla, que la vio nacer y la vio morir. Se limitó a ver pasar los días, las estaciones, los años. Se limitó o quizás nacio limitada, corta, necia. Vivió sobre el papel pautado en el que vivió su abuela, vivió contando monotonías, leyendo el mismo misal día tras día. Encaneció, se ajo, se marchito sin que nadie la manoseara, ni vibró, ni se conmocionó con nada, a nadie amó, nadie la amó, si la pretendieron pero no por ella sino por el estanco.
Y un otoño, después de ochenta años sin salir de aquella celda con olor a tabaco y a caramelos de menta, murio como vivió, de modo ridiculo, sin dramas, ni tragedias, pero si con un poco de comicidad, le sobre vino un mareo y se ahogó en un colmado plato de sopa que le había hecho Pilar, el abnegado cero a la izquierda de la blanquecina estanquera, de la señora Cleofé.
Ingrid Selena de Sotomayor
Ingrid Selena de Sotomayor, acababa de llegar, de poner el pie en el suelo de aquel confín de la civilización. Llovía y sintió, al aterrizar allí, el vértigo que genera el atavismo, la marginalidad de la pacata gloria, el tufo a torrezno y picón.
A veces, muchas veces nos despertamos y corremos a buscar la negada felicidad entre iguales, en los brazos rudos de los que sólo saben mugir, arremeter con violencia, llevarnos a la gloria del orgasmo, de los consecutivos orgasmo que sólo te sabe proporcionar un animal.
Así llegó Ingrid a Pescurza, aturdida por las embestidas de Marío, por su corpulencia de morlaco, por su descomunal miembro, por un inusitado placer que la hizo creer que ella allí encajaría, que el vicio del jergón, borraría las sedas, las frases galantes, el embriagador y perenne olor a Chanel.
Jamás se había sentido tan segura como reposando después del galope, sobre su fornido pecho, durmiendo acunada por los latidos de aquel toro, la fiera que la había encerrado en aquel laberinto de rudezas, del minotauro que la tenía presa y alejada de la civilización.
Pronto la bautizaron en pueblo, Ingrid era demasiado artificioso, elegante, artificial, era más fácil llamarla, La Mingry.
La vida es necia, es volátil, es nostalgica. La Mingrit, no encajaba en aquella rural sociedad, en aquella casa sencilla, en aquel barrizal que eran las calles llenas de charcos. Ella llegó con los desafueros de la primavera, soporto los calores y las moscas del verano y los charcos y los días que se hacían cortos del otoño, pero la colmó el silencio del invierno. Ella no encajaba entre aquellas mujeres abandonadas a su suerte, con la suerte de compartir como ellas el lecho con sus toros, ella llegó, pero el pueblo pequeño no llegó a ella. Los orgasmos se fueron espaciando, el galoper fue virando a trote y el trote en aburrido paseo. Hasta el bolso último y más caro, termina siendo un bolso viejo.
Y Mingry se desenamoro del olor a leña, del olor a fuego y dejo de encajar en la furia del toro y dejo de sentir desafueros, y termino sintiendo nostalgia de los relamidos galanes que no daban la talla, terminó echando de menos los prolegómenos relamidos de la noche de los destellos, las luces y las plumas, el olor de los caros perfumes y el insulso lecho de los amantes afeminados que compartían con ella secretos de belleza. Se aburrió del laberinto incivilizado, de la panadería y de Paulina, la alcahueta panadera. Y un dia de agosto le soltó a la vulgar despelleja corderos:
- Ni Mingry, ni Migra.
Y sin mirar atras, Ingrid Selena de Sotomayor, se marchó con lo puesto, con los galopes vividos, a vivir en la urbe de su belleza relamida y del cuento.
miércoles, 27 de noviembre de 2019
La espinela
A Crescencia la pidió su marido con una espinela roja, orlada de pequeños zafiros tres facetas. Era un anillo modesto, que ella siempre mimo, que se ponía cada vez que salía de casa, y que exhibía en el dedo corazón de su mano derecha.
Cuando Crescencia murió, todos sus hijos estuvieron de acuerdo en que el anillo se fuera en su última salida, en su último viaje, con ella.
Habían pasado más de veinte años desde su muerte, pero Margarita, recordaba perfectamente el anillo de su madre, aquella piedra roja que adornaba su dedo corazón. Por eso lo reconoció enseguida en el dedo meñique de la vulgar mano de Benita, la mujer del actual sepulturero.
No podía probarlo, y no iba a desenterrar a su madre para eso, pero sabía que era su anillo, lo que no entendía es como había llegado a aquel dedo.
Margarita, no comunicó a nadie que había visto el anillo de su madre en la mano de la zafia sepulturera. Quería estar muy segura antes de acusar.
Lo primero que hizo fue ir al cementerio, a la tumba de su madre, para comprobar in situ, si todo seguía igual.tras ver que así era, decidió ir al Ayuntamiento de Marticio, para saber si se habían realizado obras en esos panteones, su madre estaba enterrada en la tercera fila, en la fila más alta y sobre ella había un tejado, quería saber si se habían hecho obras en él. Porque ella veía muy difícil que la tumba se hubiera profanado quitando la lápida.
Inicialmente no saco nada en claro, tuvo que pedir la información por escrito al Señor Alcalde. ahora era tener paciencia y ver si contestaban.
Jamás Margarita, había reparado en Benita, y ahora la veía en todas partes, en la carnicería, en la panadería, en la plaza, en la farmacia, parecía estar en todas partes, y en todas parte estaba ella y el anillo en su dedo.
Tentada estuvo de acercarse a ella y preguntarle, de interpelarla para saber el origen de aquel anillo, que no se podía quitar de la cabeza, hasta el punto de imaginar como el sepulturero abría el féretro de su madre y lo arrancaba del dedo corazón de la mano derecha del cadáver de Crescencia.. Era el anillo al que ella había renunciado, para que su madre disfrutara de él, eternamente.
Pasaron los meses y en ella crecía la impaciencia. Crecía la ofuscación y la obsesión con aquella joya que debería estar en el dedo de su madre y no en aquel rechoncho y vulgar dedo.
Desde el Ayuntamiento no llegaban noticias, sobre si se habían hecho obras en los nichos, la tumba de su madre no daba la sensación de haber sido profanada, pero Benita seguía teniendo la espinela en su zafio dedo.
La obcecación llegó a su culmen un veintiocho de noviembre- Era tarde, pero Margarita se conocía al dedillo los horarios de Benita, y la esperó agazapada en la puerta de una bodega. La noche era cerrada, sus manos firmes agarraban la azada, cuando Benita la rebasó, salió sigilosa y por la espalda le asestó un tremendo golpe y en el suelo se robo la alhaja. Salió corriendo sin mirar atrás hasta llegar a casa, y allí, rompió el mango del arma del crimen en trozos y los tiró a la lumbre, también tiró la parte metálica para que se quemara por si había algún resto de sangre en ella, sacó del bolsillo el anillo, lo puso en la mesa, y se desnudó por completo y quemó toda la ropa. Se lavó con saña, frontándose con fuerza todo el cuerpo, como si eso pudiera borrar lo que acababa de hacer. Se vistió de nuevo, de modo cómodo, no tenía sueño, ni hambre, ni nada. Encendió uno de los fuegos de la cocina y puso a hervir agua y puso el anillo dentro del cazo, para borrar de él, todo rastro de aquella vulgar ladrona.
Durmió poco y de modo intranquilo y se despertó agotada. Tras tomar un café solo, retiro las cenizas de la chimenea y la pieza metálica y se las llevó al patio. Allí cogió una maceta nueva y en el fondo colocó la azada y luego vertió las cenizas y encima trasplantó una de sus aspidistras y de seguido colocó el macetón debajo de la desnuda parra.
Tras borrar todo rastro, respiro aliviada y se tomó otro café, pero este con mucha más calma.
A media mañana salió a la panadería y allí oyó la noticia, habian matado a Benita, en el Callejón de Sierpes. Presto atención a lo que decían, pero no sabían nada, salvo que la Benita estaba muerta, y que ya nadie estaba seguro y que quien habría sido el desalmado que había matado a aquella infeliz, para robarle un anillo, una baratija, porque esa pobre diabla, nada bueno se podría permitir.
Pasaron los días y estaba claro que no sospechaban de ella, que todas las sospechas apuntaban a un raterillo del pueblo, al que ya habían llevado al calabozo, aunque él muchacho lo negaba todo y no le habían encontrado el anillo.
Cuantos más días pasaban, más segura estaba, más tranquila. Y con el pasar llego la Navidad y festejarlo en familia. Su padre, después de enviudar, se había vuelto a casar, ahora vivía en Granada, con su nueva mujer, pero siempre volvía en Nochebuena, a la casa que tenía en el pueblo, e intentaba juntarlos a todos, aunque casi nunca lo conseguía. Ese año para la cena, vinieron dos de sus hermanos, José y Nazario, con sus mujeres y sus hijos, y ella, que era lógico que también iba a ir.
Margarita, procuro no llegar puntual, no soportaba a la mujer de su padre, ella nunca había pretendido ocupar el lugar de su madre, pero aun así la odiaba igual.
Cuando Margarita llamó a la puerta le abrió su hermano Nazario, lo beso y tras él, beso a todos, a su mujer a sus dos hijos, a su hermano José, a su mujer Marta y a su hija Irene, por último beso a su padre y después beso a su mujer. Cuando la beso, vió en su mano, en su dedo corazón una espinela, igual que la de su madre. No lo podía creer. Pasó toda la cena atormentada, hasta que al final, pudo acercarse a su padre y preguntarle:
- ¿El anillo que lleva ella, es el de mamá?
A lo que su padre respondió que sí, que se lo había regalado él.
Margarita se echó las manos a la cabeza y le dijo:
- Pero si lo tenia mamá puesto cuando estaba en el féretro. Decidimos que lo tuviera ella siempre.
A lo que su padre respondió:
- Yo no había decidido nada, yo se lo había regalado, era mi mujer, y antes de cerrar la caja se lo quite.
Margarita en ese momento perdió el conocimiento y se desplomó. Sus hermanos rápidamente la socorrieron y la espabilaron y ella al despertar decía aterrorizada:
- ¿Y el otro de quien es?
- ¿Y el otro de quien es?
- ¿Y el otro de quien es?
martes, 26 de noviembre de 2019
Mariana
Mariana, estaba cansada de recibir lo que no daba, de las grajas enharinadas de sus relaciones convenientes, de la envidia de un circulo de hipocritas afectos que sólo esperaban su óbito, para saquear su casa. Ella lo vio muy claro cuando murió Serafina, la única a la que podía llamar amiga. La lamentable pelea de verduleras a la que tuvo que asistir mientras la velaban. Estaba muy claro que eso no lo quería para ella. Aunque ella no tenía ningún hijo casado con ninguna arpía. Directamente no tenía hijos, tenía algo peor, sobrinos, de esos que te da el diablo, sobrinos pedigüeños y falsos, que se creían con derechos sobre algo que no habían sudado, ni custodiado.
Mariana, aunque tarde, aterrizó en la cruda y dura realidad, la del despreciable afecto que te profesan las garrapatas. Era triste ver, que cuando ella comenzaba a tener los pies en la sepultura, aparecía en escena la patulea de su sangre, queriendo controlar sus gastos y decisiones para que no llegara a sus manos menguada su fortuna, una fortuna que nada tenía que ver con ellos, pues era el sudor y el legado de su difunto marido, el juez Nicanor Echeverría.
Mariana, decidió gastar sin tino, pulirse todo lo que tenía, no dejar nada, o si dejaba algo dejar deudas.
Llegaba la Navidad, y decidió realizar su primer dispendio. Contrato a la Coral de la Capilla Palatina para que en Nochebuena diera en la Iglesia de San Miguel un concierto. Hablo con la Imprenta de los Buendía, mandó imprimir unos muy régios tarjetones, e invitó a lo más granado de Orantos. Don Manuel, estaba encantado con aquel evento. Por cuenta de la Viuda de Echeverría, tambien correría el arreglo floral de la Iglesia. En los tarjetones, rogaba asistir de gran gala y que la recaudación del voluntario donativo, sería para el Hospicio de San Clemente. Por supuesto invitó a los interesados de sus sobrinos, para contemplaran en primera fila todo su dispendio.
Todo estaba programado para empezar a las siete, primero sería el concierto, luego la Misa de Gallo y después un ágape en el claustro de las gárgolas.
En Orantos, era muy grande el revuelo provocado por este concierto, la misa y el ágape. Don Manuel, el joven cura de San Miguel, estaba contentísimo con todo, y veía muy acertada la misa en medio, pues si querían ir al convite, tenían que oír misa forzosamente.
Mariana, se empezó a arreglar sobre las cinco y media, se puso su vestido negro cuajado de pedrería azabache, y sacó de la caja fuerte el corsario de brillantes de su tía Alfonsa, los pendientes de boda de su madre, los brazaletes de zafiros de la abuela Enriqueta Benquerencia, y la tiara de diamantes y esmeraldas de la Virreina del Perú, la baisaluela Amalia Teresa.
- Más siempre es más y sobre todo cuando una es una vieja.
Dijo mientras se volcaba encima todo el joyerío.
Mientras se sobrecargaba pensaba en las grajas, en sus sobrinos, en todos los que pensaban heredar y deseaban expoliar su casa. Y decía para sí:
-Lo veréis, lo deseareis, pero no lo catareis.
La llegada a la Iglesia de lo invitados fue grandiosa, todos con sus mejores galas, compitiendo en brillos y en alhajas. La noche era fría, pero la luna lucía espectacular en el cielo despejado, en un par de días sería luna nueva.
Mariana, recibió a sus invitados en la puerta, con Don Manuel a su lado y el pequeño Tomasín que recogía los sobres de los donativos. Era todo tan regio, tan teatral, tan cosmopolita. aquella feria de destellos y vanidad.
No faltaron a la cita los tres hijos de Serafina, y las tres nueras arpías, se habían repartido su adecero de espinelas, la mujer del hijo mayor llevaba los pendientes y el anillo, la del mediano la piocha y la gargantilla y la del pequeño el broche y las pulseras, gemas y estatus de alguien a quien nunca quisieron y cuidaron.
El Concierto fue divino, las iglesias tienen tan magnífica acústica. La coral comenzó con "Adeste fideles", "El Abeto", "A la flor del alba", " Aghia Marina" y terminó con " Airiños da miña terra".
La iglesia estaba abarrotada, de la flor y nata de Orantes, y de todo lo que no era ni flor, ni nata. Hasta sus siete sobrinos estaban allí presenciando los fastos de Nochebuena de Mariana, aquel dispendio que menguaba su herencia, los sobrinos y sus partners, jugaban en su imaginación a repartirse las alhajas de la octogenaria Mariana, jugaban, sólo jugaban.
A los pies del altar estaba el misterio, el misterio monumental que se armaba con la Virgen de la Asunción del retablo mayor y con el San José del retablo de la capilla del mismo nombre, el Niñito Dios, se añadiría al comenzar la misa. Y fue en ese momento cuando terminó el concierto y se iba a ir Don Manuel para revestirse en la sacristía, cuando Mariana Alonso, Viuda de Echevarría, se levantó del sillón desde el que presidía el evento, y agarró del brazo al curita, y ambos se dirigieron al centro de la nave mayor, delante del misterio, Mariana habló al cura al oído, y llamó a su fiel Marcelina, su criada de siempre y ante todos y ante los interesados sobrinos, se comenzó a desprender, con la ayuda de la sirvienta, de todas sus imponentes joyas, y las fue poniendo a los pies de Nuestra Señora de la Asunción, mientras decía al cura y a los presentes:
- Todos sois testigos de mi donación.
Tras despojarse del peso de las joyas, más ligera, pero igual de elegante, volvió a ocupar su sitio, ante las exclamaciones de las clases altas y del pueblo llano, y ante el berrinche y la decepción de sus sobrinos los cuervos, que se levantaron de sus sitios y abandonaron la Iglesia, consternados por lo que acababan de presenciar, y sobre todo por el escarmiento que acababan de recibir.
Con la ausencia de los que estaban esperando enterrarla y repartirse el botín, empezó la misa de Nochebuena, con el lustre de la Coral Palatina. El sermón fue breve y por supuesto Don Manuel agradeció a Doña Mariana, el gesto, el regio presente que acababa de tener con Nuestra Señora de la Asunción, que a partir de esa noche iba a lucir más Reina que nunca.
En el lado del evangelio de la Iglesia de San Miguel, estaba la puerta que comunicaba directamente con el claustro de las gárgolas, y en ese patio, tambien estaba la sala capitular. En esa sala estaba el ágape para los mojes, el cura y las clases altas de la Villa, y en las galerías del claustro el convite para el pueblo. Todo salió a pedir de boca, Mariana esa noche se fue a la cama satisfecha, pletórica, ligera.
No tardaron en llegar las reacciones al dispendio, sus queridos sobrinos a través del Abogado Venancio Martos y del Doctor Aniceto Zama, buscaban someterla a unos exámenes para inhabilitarla e impedir que siguiera gastando, claro que al no ser ni hijos, ni marido, ni herederos directos de ella, pues eran sobrinos segundos, hijos de los hijos del hermano de su padre, Don Wenceslao Alonso Madrigales, o sea hijos de sus primos hermanos. Imposible que eso prosperará, pero el hecho de retratarse con esta estrategia tan torpe, cabreó aún más a Mariana, que tenía fieles aliados en la defensa de su cordura, al cura de San Miguel, al boticario, a su médico de cabecera y a muchas ricas que habían visto con muy buenos ojos el dispendio en el acto de Nochebuena, que había recaudado para las Obras Pías de San Clemente, del Hospicio de Orantos, la friolera de 3000 reales.
La avaricia de los cuervos colmó, la paciencia de Mariana, que tras salir airosa de las acusaciones de demencia, llamó al notario, y en presencia de Don Manuel, Marcelina y el boticario, Don Anselmo, otorgó testamento a favor de los monjes de la Iglesia Convento de San Miguel, nombrando como albacea de sus últimas voluntades al curita Don Manuel. Sólo pidió a cambio, una cosa, que cuidaran de que no le faltara nada a Marcelina, y las suficientes misas para la salvación de su alma.
domingo, 24 de noviembre de 2019
Rosa
Se había vuelto a reencontrar con él, era fontanero, pero él ni reparo en quién era ella.
Las pequeñas averías te las atienden difícilmente, había cogido su número del tablón de anuncios del supermercado y lo llamó desde allí mismo.
Sonó el primer tono y descolgó:
- Dígame.
Y le dijo ella:
- Es usted Manolo, es que tengo una avería en casa.
Él le respondió que sí y le preguntó de qué se trataba, que le explicara un poco, a lo que ella contestó:
- Es el desagüe del fregadero, se sale y me fuerza a tener un cubo, y es un auténtico engorro.
Él le contestó, que sin problemas que si quería podía ir esa tarde, a lo que ella contestó:
- Por supuesto que sí, cuanto antes mejor.
Y renglón seguido añadió.
- Le doy mi número por si no puede y me llama para otro momento.
El respondió, que era un hombre de palabra, que esta tarde a las cinco estaría allí, que le diera su dirección, que el número no hacía falta.
Ella le indicó dónde vivía, y le volvió a insistirle si quería el número de teléfono, que ella había cogido su anuncio y que no lo estaba llamando desde casa, sino desde un teléfono público en el supermercado.
Él le volvió a insistir que no era necesario, que iría sin falta esa tarde, y le remarco de nuevo que él, era un hombre de palabra.
Y así fue, esa misma tarde a las cinco en punto Manolo estaba allí.
Rosa, nada más abrirle la puerta lo reconoció, y nada más pasar a su lado incluso reconoció su olor, ese mismo olor, que tardó en salir de su cuerpo años.
Rosa, lo condujo a la cocina y él, casi sin mediar palabra se dirigió al fregadero y abrió la puerta para ver los tubos del desagüe, y dijo:
- Es el sifón.
Añadiendo de seguido:
- Tráigame usted la fregona y déjela por aquí, que es probable que la necesite, y acerqueme un paño, que no le importe que use.
Ella, hizo lo que el mando, y se fue dejándolo solo, al salón.
No podía creer lo que estaba pasando, él estaba allí, el hombre que la violó de niña, una violación que ella había callado porque eran otros tiempos y pensó que nadie la iba a creer.
Se agolparon los recuerdos en su cabeza, aquella sensación de asco, aquel agarrotamiento, el olor que se le quedó metido en la piel, y sobre todo el silencio, el forzado silencio, nunca se lo había contado a nadie, siempre había querido olvidarlo, dejarlo dormir, que se borrará, pero nunca se había borrado.
Esa era una de las razones de su soltería, la aversión que sentía hacia el sexo, la aversión a la proximidad de un hombre.
Él, seguía en la cocina, y ella sentada en el salón continuaba pensando.
Cuando él, estaba apunto de terminar entró ella en la cocina y le preguntó si quería un café, él dijo que sí, y se lo preparó, ella también se sirvió otro, lo tomaron en la mesa de la cocina, ella sentada frente a él, mirándole a los ojos y haciéndole discretas preguntas. Tenía una mirada triste, parecía que no le había tratado bien la vida.
Rosa, le dijo tras dar el último sorbo:
- ¿ A cuánto asciende la broma? mientras sonreía, con una amplia sonrisa.
No era caro el arreglo, y así ella se lo expreso, pidiendole a continuación si tenía una tarjeta, para guardarla por si lo necesitaba otra vez. Manolo, sacó de su cartera una y se la dió.
Rosa, lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él.
Ya sabía su nombre y su teléfono, ahora sólo faltaba averiguar dónde vivía y decidir que iba a hacer.
A Través de la guia telefonica no fue difícil buscarlo. Allí estaba su dirección, Avenida Marqués de Castellflorite nº 33, 7º b. Ahora sólo faltaba hacer más averiguaciones sobre él.
Manolo no la relacionaba con el pueblo, pero la conocía y eso dificultaba la investigación, no se podía dejar ver merodeando por allí. Decidió entonces coger una habitación en una pensión cerca de su trabajo, un cuarto en el que cambiarse de ropa, de estilo de vestir, ponerse una peluca y así con una imagen diametralmente opuesta a la suya, ir a la Avenida de Castelflorite y conocer la vida que llevaba Manuel. Esta rutina la llevó a cabo durante un mes, de casa al trabajo, del trabajo a la pensión, de la pensión al barrio del fontanero, y de allí vuelta a la pensión y otra vez a casa, para al día siguiente volver a empezar. Tras ese ajetreado mes, donde nunca coincidió en persona con él, pudo conocer a su mujer, a sus hijos, a vecinos, saber que no le iban bien las cosas, que la vida, como ella pensaba, no lo había tratado bien.
Y fue entonces cuando decidió llamarlo de nuevo, para que le arreglara otra avería.
En ese mes, ella había averiguado también como joderle el hígado, como envenenarle el café, como ajustar cuentas, como cobrarse el daño que él, le había hecho siendo una niña.
Era un miércoles, llovía suavemente, habían quedado a la misma hora. Él atendía estos trabajos por la tarde, por la mañana llevaba el mantenimiento del edificio donde vivía y era el portero del inmueble, pero el dinero no era suficiente para vivir, por eso hacia extras, atendiendo pequeñas chapuzas, como la del desagüe, o la del calentador, que era la que en un momento le iba a atender, todo esto lo hacía en negro, no era un trabajo declarado, eran ayudas para salvar el més, para trampear lo difícil que era vivir en aquella cara urbe.
Fue puntual, ella le abrió la puerta, lo saludo como la otra vez, volvió a sentir su olor y volvió a recordar, lo condujo al tendedero, allí estaba el calentador. Y como la otra vez lo dejó allí, mientras ella se fue al salón a pensar lo que estaba haciendo, lo que le iba a hacer.
Manolo ya había terminado el arreglo, le dijo que no era nada, que era una abrazadera que estaba mal apretada, y que ya no gotearía más. Le dijo que no sabía que cobrarle. A lo que Rosa contestó:
- Su trabajo y el desplazamiento, la molestia de venir hasta aquí.
Añadiendo renglón seguido, que si quería que le sirviera un café. Él contestó que de acuerdo, y como la otra vez, se sentó en la mesa de la cocina a esperar que se lo pusiera, mientras conversaba de intrascendencias ella con él. Le sirvió el café y se lo puso delante y en el momento de acercar el azucarero, titubeo y se le resbaló de las manos, haciéndose añicos en el suelo, sacó el cepillo y el cogedor mientras disculpaba su torpeza y le dijo:
- ¿Si lo quiere tomar? Tiene que tomarlo amargo, no tengo más.
A lo que él contesto que no le importaba tomarlo sin azúcar.
Tras el último sorbo le dijo un precio ridiculo, ella se lo abono y abriéndole la puerta se despidió de él, diciendo.
- Muchas gracias, si le vuelvo a necesitar, lo llamaré.
Tras cerrar la puerta volvió al salón y sentada frente al ventanal pensó, que la vida de su violador había estado en sus manos, pero ella no era como él.
Nunca des la espalda a quien debes
A veces subestimamos la memoria de los demás,
pesamos que como olvidamos nosotros, ellos olvidan.
Y no es así, hay gente que lo recuerda todo y que jamás olvida.
El recuerdo nos permite no repetir errores, y nos permite llegado el momento cobrar la cuenta.
Nunca le des la espalda a quien le debes.
Nunca, aunque creas que mucho ha llovido y que todo se ha borrado y no queda nada o ha prescrito.
Irsia Carolain Sprimbol
La historia del fiel Rufo
El loro de Frances Teresa Stuart. La duquesa de Richmond y Lennox, bella dama con muchos pretendientes, no tuvo amor más fiel que el de su yaco, su loro gris, que la acompañó cuarenta años y que tras morir ella de pena, él murió tambien. La taxidermia unió sus destinos hasta hoy, acompañando a su dueña en su descanso eterno, tras ser eviscerado y disecado, en la Abadía de Westminster.
Sirva este encabezado, para contar la historia cruzada y entrelazada de un amor fiel y leal, como es el amor del animal, que en nuestros lecho de muerte decide a veces morir y acompañarnos en ese viaje sin retorno, que es partir de este mundo, hacia el incierto y brumoso más allá.
La simultaneidad existe, y a veces no es azar, es una orden que así mismo se da el herido corazón para dejar de latir. Se puede morir de tristeza, la tristeza mata o uno puede quedar todo muy atado para que quien queda y no muere, ni esté triste, ni le falte nada.
Su cabeza buscaba su mano, la caricia de sus delgados dedos, el témpano que era su anillo.
Lucrecia Vento Pazhín, nació vendiendo castañas, o más bien su madre vendía castañas cuando ella nació, hija de castañera y piconero, se dedicó desde bien pequeña al oficio de su madre, a vender castañas en la temporada de castañas, chochos y barquillos en el verano, y almendras garrapiñadas cuando otra cosa no se podía vender. Su vida transcurrió en la calle, en el portal de las castañeras de la plaza de Villarroel, con la única fiel compañía de un perro, de muchos perros, porque fueron muchos los perros que le fueron fieles a lo largo de su vida, hasta que un día se fue ella y quedo el perro sin compañía.
Su vida había sido lineal y dura, como la de tantos, pero había sabido guardar e invertir todo lo que había ganado, de tal modo que aunque nadie lo sabía, salvo su administrador y albacea, a su fallecimiento dejó tres casas en el centro de Villarroel, que estaban alquiladas y generaban rentas y la mitad de una almazara en Torrico, el pueblo natal de su madre, inversión que hizo prestando el capital a un pariente muy lejano suyo, para que pudiera empezar el negocio y con la condición de que la almazara fuera al cincuenta por ciento, claro está que la castañera tambien tenia dinero en el banco.
Nada más morir, su albacea se hizo cargo de Rufo, del perro último de la castañera y notifico a los herederos, los tres hermanos de Lucrecia, que pasaran por su despacho para que les informara.
Les recibió de uno en uno y les fue nombrando las posesiones de su hermana, a lo que todos reaccionaron con asombro, porque pensaban que no tenían nada, salvo la pequeña casa que tenía en la plaza donde vendía las castañas. Y a todos tras nombrar las propiedades, les comento que su hermana también tenía un perro, que era el que estaba en su casa, que se llamaba Rufo y ¿Qué iban a hacer con él? Desde el primero al último, los tres contestaron, que nada, que no querían al perro, que no querían esa carga. Y tras decir esto, a los tres y de uno en uno les dijo, que se habían quedado sin nada, porque sin perro, no hay cuartos que valgan. Todos tras aclararles este punto. querían ya al perro, pero el testamento era muy claro, o querían a su fiel compañero a la primera y sin la promesa de nada, sin conocer esa cláusula, o no heredaban nada. Y así fue como el perro, terminó viviendo a cuerpo de rey en un convento y como lo heredaron todo, las monjas de Santa Clara.
Victoria, la paciencia y la perdida elegancia
La venganza necesita de paciencia, necesita ser tramada, urdida con calma, tiene que ser sigilosa, una puñalada trapera en la oscuridad.
Es duro resignarse a perder lo que siempre se ha tenido, ese talento que jamás imaginaste que ibas dejar de tener. Ese talento, del que hacías bandera, que era tu principal seña de identidad. Toda la vida escuchando a los otros, a las otras, envidiar tu tipazo, tu elegante delgadez, tu esbelta figura. Algo que tú no hacías ningún esfuerzo por retener, por conservar, y a lo que siempre contestabas:
- Es genetica, yo como de todo, pero no me engorda.
Pues ya ves, la genetica te jugo una muy mala pasada, una pasada que te trae de cabeza, y que tú te niegas a asumir. Claro que como asumirlo cuando existen esas amigas envidiosas, que se alegran de verte destronada del podium de la belleza, de verte con papada, sin poderte vestir con una talla treinta y ocho o incluso con la cuarenta. Esas que te lo recuerdan sin cesar, zahiriéndote en público, para que sepan lo gorda que te has puesto, hasta los que ni sabían que antes, hace un par de años, no eras gorda, no estabas así. Triste verte y que te vean, con problemas incluso para entrar en una cincuenta y cuatro y tener que ir holgada, porque no quieres que la ropa defina, lo que ya no te define a ti.
Así, se fue agriando el carácter de Victoria, a pesar de disimular su enfado perenne, con su imponente sonrisa de dientes perfectos y muy blancos.
No había forma de revertir el proceso, y todo pequeño avance en la pérdida de peso, se veía inmediatamente contrarrestado con una ganancia del doble. Era una obsesión, un despertar por la mañana y no poder creer, no querer creer, que esa pesadilla era verdad. Era gorda, y todo indicaba que iba a ser gorda siempre, que el retorno a las hechuras de antes era imposible.
Se acostumbro al sarcasmo, pero no al de todos, le resultaba intolerable sobre todo la burla constante de Ángel, un imbécil que babeaba por ella, y al que ella nunca hizo caso, por mediocre, por ramplón por zafio, y que ahora que ella era imponente árbol caído, él, el ridiculo de Ángel, se dedicara a lastimarla, ahora que tampoco podría ni tenerla, ni alcanzarla, porque siempre vió al mequetrefe, como un ser repulsivo, pelota, lameculos y sin agallas. Y ella, aun estando gorda, en el tema de hombres, seguía teniendo la cerca muy alta.
Victoria, fue paciente, y con el paso de los años todos fueron olvidándose de esas chanzas y volvió la calma, siguió siendo gorda, pero una gorda que había asumido su nuevo ser, su ser nuevo que había llegado para quedarse. Pero el rechazado, el patético resentido, que ni flaca, ni gorda la había conseguido tener, seguía con sus chanza y fue cuando ella, decidió ejecutar su venganza.
Hay rutinas que dominamos, que repetimos, que nos definen, que siempre hacemos y repetimos, hábitos mortales, recorridos en los que es muy fácil abatir a la vulgar presa.
Victoria seguía utilizando las escaleras, pra subir y bajar de su despacho. Ángel también las utilizaba, pero las subia y bajaba trotando, de dos en dós bajaba los escalones y siempre del mismo modo, saltaba impares, pisaba pares.
Sólo tenía que poner en el último, peldaño par un poco de grasa, y así lo hizo, y Ángel trotó al bajar, trotó, mientras ella iba detrás, y su rutinario trote ese día fue mortal, resbaló y cayó golpeando se con uno de los escalones de terrazo la nuca, ella, Victoria, gritó pidiendo ayuda y se acercó a socorrerlo, mientras con la manga de su abrigo holgado de cheviot, limpio la mancha. Cuando los demás llegaron la vieron doliente sujetandole la cabeza en su regazo a Ángel, llorando de satisfacción por haber terminado con tanta chanza.
Dos días más tarde fue su entierro, al que ella asistió con su abrigo de cheviot blanco y negro y con un vulgar ramo de flores de plastico que había robado esa misma mañana en el cementerio, en el que ponía en una cinta, con letras doradas "TE QUIERO".
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