Ceferina Valfuente, era muy de canturrear en las misas, muy de ir la primera en las mal atinadas letras para que las demás la siguieran. Era una mujer henchida de soberbia, airada, fresca, era de cabeza alta y desafiante, solía mirar para atrás, a sus compañeras, las dominadas, a las voces sumisas que ella capitaneaba, para reprenderlas e imponerles el ritmo rápido que ella, con su falsete engolado, marcaba.
La vejez hace que mucha gente de un giro a sus vidas, que sus vidas en apariencia viren. Sólo en apariencia, porque la zorra cambia de pelo, pero nunca de mañas.
Ceferina era muy de ir enfundada en un abrigo de astracan polvoriento con cuello de zorro gris, nadie supo cómo había llegado a sus manos, di de qué mano era, pero era claro que era algo que chirriaba a pesar de estar ajado, con su paleto y provinciano estilismo. El zorro en cuestión envolvía el ancho cuello de Ceferina, y le confería entre el pelamen y el tufo a perfume fuerte y barato un aire de madame de barrio marginal de urbe con mucho obreraje. Ceferina era mayor y estaba en horas bajas. pero siempre había tenido buena boca, no solía hacer asco a casi nada, y sobre todo si ese algo tenía algo de parné. Quien la ha visto y quien la ve. En primera fila, dándose golpes de pecho con los papeles del canturreo, luciendo baratijas orinadas, perlas falsas y estampados estridentes, siendo la señora que nunca fue, siendo la reina tuerta, entre las ciegas súbditas.
Que fácil es encumbrar al que no tiene pasado, y que difícil es asumir que la zorra con armiño, ya no es una zorra con las mismas mañas. Eso era lo que pasaba en el pequeño cosmo que era Pernicio. La Garufa, que era como la llamaban en el pueblo, eso sí, jamás en su presencia, porque como suele pasar con los acertados motes, no suelen hacer ninguna gracia al ínclito.
Costaba trabajo imaginar, a pesar de su aire estridente, a Ceferina, La Garufa, peleando por un hombre, por un hombre que no era el suyo, con Agapita Vinagre, en el atrio de la Iglesia, porque se estaba amancebado la ínclita, con Gustavo Velo. Y Agapita, harta, la trinco al ir a misa y la revolcó por los suelos, desarmándole el enlacado moño rubio de potasa. Si algo era Agapita, era recia, fuerte y por eso le dio bien pal pelo a la zorra de La Garufa, mientras le gritaba:
- Puta, puta, reputa, como te vuelvas a acercar a mi hombre te rajo.
Arrepentidos los quiere Dios, claro que el arrepentimiento de La Garufa, era muy somero, era de sepulcro blanqueado, porque a pesar de estar más amainada, seguía buscando jaleo entre los maridos de otras, buscando fiesta y si podía sacarles a estos incautos, algunos cuartos por la jarana, mucho mejor.
Agapita, no era de las de las primeras filas, más bien era de misas contadas, de funerales, entierros y fiestas grandes. No era de las que buscan brillar como corrobla del cura, pero un día en la calle que pilló al curita, le dejó claro que la que cortaba el bacalao en la Iglesia, era una harpía. Le dijo:
- Dios que todo lo ve, sabe muy bien de esa furcia galana, de la falsedad de sus rezos, y de que por mucho que se enfunde en ese pellejo de zorra que lleva, nunca será una señora, porque encamarse con los maridos de las demás no es de fresca, es de puta.
El cura le dijo, que no eran formas de hablar, pero que si eso era cierto, pues que no estaba bien. Pero de estas palabritas, el tibio del cura no pasó, porque él, ni quería tomar partido, ni quería tener discordias con la feligresa Ceferina, más por miedo a su lengua viperina, que porque fuese santo de su devoción la cantora de La Garufa.
Muchas eran las que habían tragado quina con los devaneos de Ceferina con los hombres del pueblo, con sus maridos, pero no todas tenían el carácter de Agapita, para plantarle cara, la mayoría eran de murmurar por detrás y no atreverse ni a chistarle en público.
Agapita, por desgracias de la vida, cayó muy enferma y quedó postrada en la cama, algo que utilizo La Garufa, para darle otro tiento a Fermín, con el único fin de joder y cobrarse el revolcón del atrio, que se ganó años atrás cuando estaba como una berraca tras el marido de la Vinagre. Y los hombre que de natural son tontos y veletas, a sabiendas de que su mujer estaba a las puertas de la muerte y que lo más seguro era que un alma caritativa le llevara el rumor a su lecho en una visita, cedió a la berraquera de la Ceferina Valfuente. No tardó en llegarle el chisme y la mujer de Fermín el Recio, que empeoró con el berrinche tanto, que aquella tarde que le llegó la fatídica nueva, Don Victoriano, le tuvo que dar la extremaunción y en las primeras horas de la madrugada murió. Murió prometiendo al cura y a las que estaban en su lecho de muerte, que volvería para cobrarse el daño que le había hecho la malnacida zorra de La Garufa.
Ni duelo respeto la Ceferina, hasta en el mismo día del entierro se la veía rozarse con él, y nada tardo que se encamara con Fermín, hasta en la cama de la muerta, y menos tardó en vaciarle los bolsillos al tonto del viudo de la Vinagre. Pero no tardaron mucho en mostrarse signos de que Agapita había vuelto. El primer síntoma fue que en la misa del día de la Inmaculada Concepción, se le cayó un diente mientras cantaba, se lo tragó mientras berreaba gorigoris y casi se añurga en la propia misa, tosiendo como una posesa., dió la nota, pero se le pasó. Días más tarde se le caía el pelo a puñados, hasta el punto que en una semana estaba calva, y se tuvo que tapar un pañuelo en la cabeza. Los dientes que le quedaban se le fueron cayendo también, hasta el punto que desdentada, ni cantaba, ni hablaba bien. La cara se le empezó a llenar de pústulas y las uñas se le quebraban y le sangraban. Y claro está con la promesa de Agapita, en su lecho de muerte, no tardaron en correrse los rumores por el pueblo de que era la Vinagre, la que la estaba matando poco a poco y convirtiéndola en un asqueroso guiñapo, para escarníar lo zorra que era y para que lo viera todo el pueblo.
Ceferina entre los tufos de las pomadas y el olor a lupanar de su abrigo, se fue quedando sola en primera fila, sus amigas las cantoras le fueron haciendo el vacío, por un lado por lo mal que olía y porque era mejor no estar al lado de ella si la Agapita, era la artífice de aquella venganza.
Ni el médico de Pernicio, daba con el origen del mal de La Garufa, incluso él, no tenía muchas ganas de auscultarla, por el hedor que desprendía y porque vete a saber si aquello era contagioso.
En torno a Ceferina Valfuente, se hizo el vacío, y probó en sus últimos días, lo que era estar sola, despreciada y jodida. Hasta ella misma comenzó a pensar que era un castigo divino, por lo mala pécora que había sido.
Y la verdad de este asunto, es que los muertos para ejecutar venganzas necesitan colaboradores, y había sido Nicanora, la que le había echado una mano al destino. Nicanora, estaba casada con Amancio, un chaval que trabajaba en la central nuclear de Almaraz, y era de allí de donde venía el mal de la Ceferina, de unos polvos que robo por que se lo habia pedido así Nicanora, polvos que la hija de la Vinagre, mezcló con el azúcar del azucarero de porcelana de la casa de su padre, sabedora de que su padre no endulzaba el café, pero si y mucho La Garufa, y que como estaba metida todo el día allí, en la casa de su madre, era ella la que iba a vaciar el dulce azucarero, y así fue como la Agapita le cobró a la zorra, sus malas mañas.