sábado, 18 de enero de 2020

El Mundo


Llovía, la humedad lo impregnaba todo, la niebla acortaba el mundo y la frialdad generaba angustia.
Sobre la mesa de su escritorio, acurrucado entre unos libros, dormía Ambrosio, su gato, un felino atigrado de color naranja.
Todo era paz, carcelaria paz, con la banda sonora de las gotas de agua de los canalones.
En su matinal tirada de cartas, había salido el mundo, y a su lado el ermitaño. La carta, le indicaba que tenía que cosechar lo sembrado, pero con la sensatez que da conocerse, estar solo y pensar en soledad, sin el murmullo de los interesados afectos, sin la distracción de los pedigüeños.
Ambrosio, se desperezó, y miméticamente también lo hizo él. Esa era su misión en este pequeño mundo, colmar de halagos a sus animales, consentirlos, por la fidelidad que ellos mostraban por él.
Echó una tercera carta y salió el mago, su creatividad, ese talento que le había hecho aislarse, ensimismarse en aquella casa recóndita, rodeado de los que jamás osarían contradecirle, sus animales.
En todo el largo día no se levantó la niebla, cayó la noche y no había salido ni a la puerta de casa.
En los días tristes, la creatividad es más álgida, el frío nos empuja a calentarnos con el ingenio.
Era normal en él, desordenar las ingestas, no prestar demasiada atención al tiempo. Sus animales no le imponían ningún horario, tenían sus mismas descriteriadas rutinas.
Mientras escribía, en sus piernas estaba Tirma, la consentida, la favorita, dormida, mientras él relataba vidas que nunca hubiera vivido, relataba pasiones que jamás, él, iba a sentir.
Fuera había llovido, pero en sus novelas, de enormes horizontes, brillaba el sol.

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